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Authors: Adolfo Bioy Casares,Jorge Luis Borges

Tags: #Relato, #Cuentos

Cuentos breves y extraordinarios (4 page)

BOOK: Cuentos breves y extraordinarios
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Cada hombre es un mundo

Don Miguel de los Santos Álvarez tiene motivos particulares para no creer en la riqueza. El resultado de sus meditaciones a este respecto es la convicción de que
andan por ahí
, veinticinco duros y algunos diamantes que van dando la vuelta al mundo de mano en mano. Los primeros los ha tenido en la suya una vez, según asegura. A los segundos no los conoce más que de vista, todavía.

Don Miguel es uno de los hombres más friolentos del Viejo Continente. Nadie puede jactarse de haberlo visto en la calle, como no sea en el mes de julio, sin levita, gabán, capa, bufanda y chanclos. Toma, sin embargo, en el estío sus
baños de bastón
que consisten en hacer preparar la tina con agua templada, ponerse en mangas de camisa y meter en el líquido refrigerante el tercio inferior de su palo habitual. La impresión de la frescura absorbida por el bastón dice que le basta para tiritar un momento. En seguida se abriga convenientemente y sale del cuarto con las mayores precauciones.

(A esto él llamaba hidroterapia.)

Diccionario Enciclopédico Hispanoamericano
, XVIII, 688, 689.

Un dios abandona a Alejandría

Sitiado Antonio por las tropas de César, se cuenta que en aquella noche, la última, cuando la ciudad de Alejandría estaba en el mayor silencio y consternación con el temor y esperanza de lo que iba a ocurrir, se oyeron gradualmente los acordados ecos de muchos instrumentos y gritería de una gran muchedumbre con cantos y bailes satíricos, como si pasara una inquieta turba de Bacantes: que esta muchedumbre partió como del centro de la ciudad, hacia la puerta por donde se iba al campo enemigo; y que saliendo por ella se desvaneció aquel tumulto feliz, que había sido muy grande. A los que dan valor a estas cosas les parece que fue una señal dada a Antonio de que era abandonado por Baco: aquel Dios a quien siempre hizo ostentación de parecerse, y en quien singularmente confiaba.

Plutarco
,
Las vidas de los varones ilustres
.

La discípula

La hermosa Hsi Shih frunció el entrecejo. Una aldeana feísima que la vio, quedó maravillada. Anheló imitarla; asiduamente se puso de mal humor y frunció el entrecejo. Luego pisó la calle. Los ricos se encerraron bajo llave y rehusaron salir; los pobres cargaron con sus hijos y sus mujeres y emigraron a otros países.

Herbert Allen Giles
,
Chuang Tzu
(1889).

El noveno esclavo

Ibrahim, príncipe de Shirvan, besó la ínfima grada del trono de su conquistador. Sus ofrendas de sedas, de alhajas y de caballos, constaban (según es uso de los tártaros) de nueve piezas cada una, pero un espectador observó que sólo había ocho esclavos.

El noveno soy yo
, declaró Ibrahim, y su lisonja mereció la sonrisa de Tamerlán.

Gibbon
,
Decline and Fall of the Roman Empire
, LXV.

Un vencedor

Diferente compasión se
vio
en Himilcón, el cual, habiendo alcanzado en Sicilia grandes victorias, porque en ellas perdió mucha gente por enfermedades que sobrevinieron al ejército, entró en Cartago, no triunfante, sino vestido de luto, y con una esclavina suelta, hábito de esclavo, y en llegando a su casa, sin hablar a nadie, se dio la muerte.

Saavedra Fajardo
,
Idea de un príncipe político-cristiano
(1640), empresa XCVI.

De la moderación de los milagros

Parece que Bertrand Russell recordaba siempre la anécdota de Anatole France en Lourdes; al ver en la gruta amontonadas muletas y anteojos, France preguntó:

—¿Cómo? ¿Y no hay piernas artificiales?

John Wisdom
,
Multum y Parvo
(Philadelphia, 1929).

El peligroso taumaturgo

Un clérigo que descreía del mormonismo fue a visitar a Joseph Smith, el profeta, y le pidió un milagro. Smith le contestó:

—Muy bien, señor. Lo dejo a su elección. ¿Quiere usted quedar ciego o sordo? ¿Elige la parálisis, o prefiere que le seque una mano? Hable, y en el nombre de Jesucristo yo satisfaré su deseo.

El clérigo balbuceó que no era esa la clase de milagro que él había solicitado.

—En tal caso, señor —dijo Smith—, usted se va a quedar sin milagro. Para convencerlo a usted no perjudicaré a otras personas.

M. R. Werner
,
Brigham Young
(1925).

No exageremos

El Ming Tang era un edificio mágico, que aseguraba poder sobre el Universo y tenía su forma. Según los libros antiguos debía ser una choza, con techo de paja. La emperatriz Wu Hou no se resignó a tanta humildad, y levantó un Ming Tang enorme y suntuoso, que desagradó al cielo.

Arthur Walley
,
Li Po
.

El castillo

Así llegó a un inmenso castillo, en cuyo frontispicio estaba grabado: "A nadie pertenezco, y a todos; antes de entrar, ya estabas aquí; quedarás aquí, cuando salgas".

Diderot
,
Jacques Le Fataliste
(1773).

La estatua

La estatua de la diosa, en Saís, tenía esta inscripción enigmática: "Soy todo lo que ha sido, todo lo que es, todo lo que será, y ningún mortal (hasta ahora) ha alzado mi velo".

Plutarco
,
Tratado De Isis y Osiris
, noveno párrafo.

La advertencia

En las Islas Canarias se levantaba una enorme estatua de bronce, de un caballero que señalaba, con su espada, el Oeste. En el pedestal estaba escrito: "Volveos. A mis espaldas no hay nada".

R. F. Burton
,
1001 Nights, II
, 141.

Las facultades de Villena

Pocos años después de la muerte del Señor de Iniesta ya comenzaron a apoderarse de su nombre los alquimistas y otros iluminados o embaucadores, y a inventar libros apócrifos con su nombre o que se suponían hallados entre los de su famosa biblioteca. Uno de éstos fue el libro del Tesoro o del Candado, que por otra falsedad todavía mayor se quiso achacar a la gloriosa memoria de Alfonso el Sabio. Pero aún es más curiosa y significativa en este aspecto la
carta
que se supone escrita
por los veinte sabios cordobeses
a D. Enrique de Villena: En tan estupendo documento se le atribuyen entre otras facultades maravillosas la de
embermejecer
el sol con la piedra
heliotropia
, adivinar lo porvenir por medio de la ohelonites, hacerse invisible con ayuda de la hierba
andrómena
, hacer tronar y llover a su guisa con el
baxillo de arambre
, y congelar en forma esférica el aire, valiéndose para ello de la hierba yelopia. En la respuesta, D. Enrique refiere a sus discípulos un sueño alegórico, en que se le aparece Hermes Trismegisto, maestro universal de las ciencias, montado sobre un pavón, para comunicarle una pluma, una tabla con figuras geométricas, la llave de su encantado palacio, y, finalmente, el arqueta de las cuatro llaves, donde se encerraba el gran misterio alquímico.

Menéndez y Pelayo
,
Antología de poetas líricos castellanos
.

La sombra de las jugadas

En uno de los cuentos que integran la serie de los Mabinogion, dos reyes enemigos juegan al ajedrez, mientras en un valle cercano sus ejércitos luchan y se destrozan. Llegan mensajeros con noticias de la batalla; los reyes no parecen oírlos e inclinados sobre el tablero de plata, mueven las piezas de oro.

Gradualmente se aclara que las vicisitudes del combate siguen las vicisitudes del juego. Hacia el atardecer, uno de los reyes derriba el tablero, porque le han dado jaque mate y poco después un jinete ensangrentado le anuncia:

—Tu ejército huye, has perdido el reino.

Edwin Morgan
,
The Week-End Companion to Wales and Cornwall
(Chester, 1929).

La sombra de las jugadas

Cuando los franceses sitiaban la capital de Madagascar, en 1893, los sacerdotes participaron en la defensa jugando alfanorona
[1]
, y la reina y el pueblo seguían con mayor ansiedad ese partido que se jugaba, según los ritos, para asegurar la victoria, que los esfuerzos de sus tropas.

Celestino Palomeque
,
Cabotaje en Mozambique
(Porto Alegre, s. f.).

Los ojos culpables

Cuentan que un hombre compró a una muchacha por cuatro mil denarios. Un día la miró y se echó a llorar. La muchacha le preguntó por qué lloraba; él respondió:

—Tienes tan bellos ojos que me olvido de adorar a Dios.

Cuando quedó sola, la muchacha se arrancó los ojos. Al verla en ese estado el hombre se afligió y le dijo:

—¿Por qué te has maltratado así? Has disminuido tu valor.

Ella respondió:

—No quiero que haya nada en mí que te aparte de adorar a Dios.

A la noche, el hombre oyó en sueños una voz que le decía: "La muchacha disminuyó su valor para ti, pero lo aumentó para nosotros y te la hemos tomado". Al despertar, encontró cuatro mil denarios bajo la almohada. La muchacha estaba muerta.

Ah'med ech Chiruani
,
H'adiquat el Afrah
.

Una nostalgia

Al avanzar hacia el patíbulo, Li Su dirigió estas palabras a su hijo:

—Ah, si estuviéramos en Shangts'ai, cazando liebres con nuestro perro blanco.

Arthur Walley
,
Po Chu-I
.

El profeta, el pájaro y la red

Cuenta una tradición israelita que un profeta pasó junto a una red tendida; un pájaro que estaba allí cerca le dijo:

—Profeta del Señor, ¿en tu vida has visto un hombre tan simple como el que tendió esa red para cazarme, a mí que la veo?

El profeta se alejó. A su regreso, encontró el pájaro preso en la red.

—Es extraño —exclamó—. ¿No eras tú quien hace un rato decías tal y tal cosa?

—Profeta —replicó el pájaro—, cuando el momento señalado llega no tenemos ya ojos ni orejas.

Ah'med Et Tortuchi
,
Siradj el Moluk
.

Los ciervos celestiales

El Tzu Puh Yú refiere que en la profundidad de las minas viven los ciervos celestiales. Estos animales fantásticos quieren salir a la superficie y para ello buscan el auxilio de los mineros. Prometen guiarlos hasta las vetas de metales preciosos; cuando el ardid fracasa, los ciervos hostigan a los mineros y éstos acaban por reducirlos, emparedándolos en las galerías y fijándolos con arcilla. A veces los ciervos son más y entonces torturan a los mineros y les acarrean la muerte.

Los ciervos que logran emerger a la luz del día se convierten en un líquido fétido, que difunde la pestilencia.

G. Willoughby-Meade
,
Chinese Ghouls and Goblins
(1928).

El cocinero

Eran tan comilones como estirados, el señor y la señora. La primera vez que el cocinero vino, gorro en mano, a decirles:

—Permítanme, ¿el señor y la señora están satisfechos?

Le contestaron:

—Se lo haremos saber por el mayordomo.

La segunda vez no contestaron. La tercera vez pensaron echarlo a la calle, pero no pudieron resolverse, porque era un cocinero excepcional. La cuarta vez (¡Dios mío!, vivían en las afueras, siempre estaban solos, se aburrían tanto), la cuarta vez empezaron:

—La salsa de alcaparras, formidable, pero el canapé de perdiz, medio duro.

Llegaron a hablar de deportes, de política, de religión. Es lo que quería el cocinero, que no era otro que Fantomas.

Max Jacob
,
Le Cornet à Dés
(1917).

Polemistas

Varios gauchos en la pulpería conversan sobre temas de escritura y de fonética. El santiagueño Albarracín no sabe leer ni escribir, pero supone que la palabra
trara
[2]
no puede escribirse. Crisanto Cabrera, también analfabeto, sostiene que todo lo que se habla puede ser escrito.

—Pago la copa para todos —le dice el santiagueño— si escribe trara.

—Se la juego —contesta Cabrera; saca el cuchillo y con la punta traza unos garabatos en el piso de tierra.

De atrás se asoma el viejo Álvarez, mira el suelo y sentencia:

—Clarito, trara.

Luis L. Antuñano
,
Cincuenta años en Gorchs. Medio siglo en campos de Buenos Aires
(Olavarría, 1911).

Perplejidades del cobarde

Estalló una revuelta en el ejército. Un korasiano se abalanzó sobre su cabalgadura para ensillarla, pero, en la confusión, puso la cabezada en la cola y dijo al caballo:

—¡Cómo se te ha ensanchado la frente y cómo se te ha alargado la crin!

Ah'med el Iberlichi
,
Mostatref
.

La restitución de las llaves

Cuando las legiones romanas ocuparon la ciudad de Jerusalén, el sumo sacerdote, que sabía que iba a perecer por la espada, quiso restituir al Señor las llaves del santuario. Las arrojó a los cielos; la mano del Señor las tomó. Todo esto ya lo había profetizado el Apocalipsis de Baruch.

Del capítulo XXIX del tratado
Taanith
de la
Mishnah
.

Sepulcros adiestrados

En Hyrcania, la plebe alimenta perros públicos: los grandes y nobles perros domésticos. Ya sabes que en aquellas tierras se da una de las mejores castas de perros. Y estos perros los cría cada uno según sus facultades, para que después de la muerte los devoren, y creen que ésta es la mejor sepultura.

Cicerón
,
Cuestiones Tusculanas
, libro primero.

Los observadores

Los cangrejos de tierra, en la isla de Trinidad Sur, son una pesadilla. Lo espían a usted desde cada rincón y desde cada piedra. Con sus ojos muertos y mirones le siguen los pasos, como diciendo: «Si por lo menos te cayeras, nosotros haríamos el resto». Acostarse y dormir en cualquier parte de la isla equivaldría al suicidio. Si está de pie, quieto, procuran morderle las botas, mirándolo con fijeza todo el tiempo.

BOOK: Cuentos breves y extraordinarios
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