Authors: Christopher Moore
Joshua tardó una semana en regresar junto a nosotros, y pasó un día más hasta que él y yo tuvimos ocasión de hablar. Estábamos en el comedor, y Joshua ya se había comido su arroz y el mío. Yo, entretanto, había pensado mucho en la triste situación del abominable hombre de las nieves y, lo más importante, en su origen.
—¿Crees que antes había muchos como él, Josh?
—Sí. No tantos como hombres, pero había muchos más.
—¿Y qué les sucedió?
—No estoy seguro. Cuando el yeti canta, veo imágenes en mi mente. Vi que los hombres venían a estas montañas y mataban a los yetis. Ellos carecían de instinto para la lucha. Casi todos ellos permanecían inmóviles, observando mientras los asesinaban. Perplejos ante la maldad de los hombres. Otros escapaban, huían, se internaban en las montañas. Creo que este tenía compañera, y familia. Todos murieron de hambre, o de alguna enfermedad lenta. No sé decírtelo.
—¿Es un hombre?
—No creo que lo sea.
—¿Es un animal?
—No, tampoco creo que sea un animal. Sabe quién es. Sabe que es el único de su especie.
—Creo que ya sé qué es.
Joshua me miró por encima del borde del cuenco que sostenía.
—¿Y bien?
—¿Te acuerdas de las patas de mono que Baltasar compró a aquella anciana en Antioquía? ¿No nos pareció que eran muy similares a los pies humanos?
—Sí.
—Y debes admitir que el yeti se parece mucho al hombre. Más que cualquier otra criatura, ¿verdad? ¿Y si se tratara de una criatura que se está convirtiendo en hombre? ¿Y si no es, en realidad, el último de su especie, sino el primero de la nuestra? Lo que me ha hecho pensar en ello ha sido el modo en que Gaspar habla de eso de librarnos de nuestro karma a través de diversas reencarnaciones, como criaturas distintas. A medida que, en cada vida, aprendemos más, tal vez vayamos convirtiéndonos en criaturas más elevadas. Y tal vez al resto de criaturas les suceda lo mismo. Tal vez, a medida que el yeti tenga que vivir donde la temperatura es más elevada, vaya perdiendo el pelo. O, no sé, a medida que los monos tengan que cuidar de vacas y ovejas, vayan haciéndose más altos. No todos a la vez, sino a través de muchas reencarnaciones. Tal vez las criaturas evolucionen como Gaspar cree que evolucionan las almas. ¿Qué opinas tú?
Joshua se acarició la barbilla un momento, y me miró como si se hallara sumido en hondos pensamientos, mientras yo temía que de un momento a otro se echara a reír. Me había pasado toda la semana pensando en ello. Aquella teoría me había asaltado mientras me entrenaba y mientras meditaba, desde que hicimos la peregrinación al valle del yeti. Y quería que, como mínimo, Joshua reconociera mis esfuerzos.
—Colleja —me dijo—, tal vez ésta sea la idea más tonta que se te ha ocurrido en tu vida.
—O sea, que no crees que sea posible.
—¿Por qué iba a crear Dios a una criatura solo para dejar que se extinguiera? ¿Por qué iba a permitir Dios algo así? —dijo Joshua.
—¿Y qué me dices del Diluvio? Murieron todos menos Noé y su familia.
—Pero eso fue porque la gente se había vuelto mala. El yeti no es malo. Si su especie se ha extinguido ha sido precisamente por carecer de capacidad para el mal.
—Muy bien, explícamelo tú, ya que eres el Hijo de Dios.
—Que el yeti desaparezca es la voluntad de Dios —dijo.
—¿Por qué? ¿Porque no hay en él ni rastro de maldad? —repliqué yo, sarcàstico—. Si el yeti no es hombre, entonces tampoco es pecador. Es inocente.
Joshua asintió, con la mirada fija en el cuenco ya vacío.
—Sí, es inocente. —Se levantó y bajó la cabeza, saludándome, algo que rara vez hacía, a menos que estuviéramos entrenándonos—. Ahora estoy cansado, Colleja. Tengo que retirarme a rezar y a dormir.
—Lo siento, Josh, no era mi intención entristecerte. Me parecía que podía ser una teoría interesante.
Joshua esbozó una sonrisa fugaz, volvió a dedicarme una reverencia y se metió en su celda.
En el transcurso de los siguientes años, Joshua pasaba, como mínimo, una semana al mes en las montañas, con el yeti, trasladándose hasta allí no solo con todos los grupos de monjes, tras pedir limosna en la aldea, sino también solo. Dedicaba varios días y, en verano, semanas enteras, a estar con él. Nunca hablaba de lo que hacía mientras se encontraba en las cumbres, salvo que, según me contó en una ocasión, la criatura lo había llevado a la cueva en la que vivía y le había mostrado los huesos de sus congéneres. Mi amigo había hallado algo en el yeti, y aunque yo no tenía el valor de preguntárselo, sospechaba que el vínculo que compartía con aquel hombre de las nieves era el conocimiento de que ambos eran criaturas únicas, que nadie más como ellos caminaba sobre la tierra, y que, dejando de lado la conexión que ambos pudieran sentir con Dios y el universo, allí, en ese lugar, estaban absolutamente solos, y solo se tenían el uno al otro.
Gaspar no le prohibía a Joshua sus peregrinaciones y lo cierto era que hacía un gran esfuerzo por fingir que no se daba cuenta de que el monje Veintidós se había ausentado. A pesar de ello, yo notaba cierta incomodidad en el abad cada vez que Joshua desaparecía.
Él y yo seguíamos ejercitándonos con las estacas, y tras dos años saltando y aprendiendo a mantener el equilibrio, a nuestra rutina habitual se añadió el baile y el manejo de armas. Joshua se negó a usarlas y, de hecho, no quiso nunca aprender ningún arte que implicara causar dolor a otro ser. Ni siquiera aceptaba reproducir los movimientos de la lucha sustituyendo espadas y lanzas por cañas de bambú. Al principio, Gaspar se alteró mucho con la negativa de Joshua, y lo amenazó con expulsarlo del monasterio, pero cuando me llevé al abad aparte y le conté la historia del arquero al que Joshua había dejado ciego cuando íbamos camino de la fortaleza de Baltasar, optó por ceder. Junto con dos de los monjes más viejos, que habían sido soldados, idearon para Joshua un entrenamiento de lucha sin armas que no implicaba atacar ni ofender a nadie, sino que canalizaba la energía del atacante para repelerla. Como aquel nuevo arte lo practicaba solo Joshua (y, a veces, yo mismo), los monjes lo llamaron Jud-dô, «la vía del Judío».
Además de aprender kung-fu y Jud-do, Gaspar nos envió a que aprendiéramos a hablar y escribir en sánscrito. La mayoría de los libros sagrados del budismo estaban escritos en ese idioma, y todavía no se habían traducido al chino, lengua en la que Joshua y yo habíamos alcanzado bastante dominio.
—Es la lengua de mi infancia —nos contó Gaspar antes de que empezáramos las lecciones—. Debéis aprenderla para comprender las palabras del Gautama Buda, pero también para seguir vuestro dharma hasta vuestro siguiente destino.
Joshua y yo nos miramos. Hacía mucho tiempo que no hablábamos de abandonar el monasterio, y oír hablar de ello nos puso nerviosos. La rutina alimenta la ilusión de seguridad y, otra cosa no, pero rutina, en el monasterio, había de sobra.
—¿Cuándo nos vamos, maestro? —le pregunté.
—Cuando sea el momento —respondió él.
—¿Y cómo sabremos que ha llegado el momento de irnos?
—Cuando haya terminado el momento de quedarse.
—¿Y sabremos que ha llegado ese momento cuando finalmente nos des una respuesta directa y concreta a alguna pregunta, en lugar de mostrarte obtuso y raro? —dije.
—¿Conoce el renacuajo que aún no ha salido del huevo el universo de la rana adulta?
—No, claro que no —intervino Joshua.
—Correcto —dijo el maestro—. Meditad sobre ello.
Cuando mi amigo y yo entrábamos en el templo para iniciar la meditación, le dije:
—Cuando llegue la hora y sepamos que ha llegado el momento de irnos, pienso abrirle esa cabecita calva y brillante con una vara de lucha.
—Medita sobre ello —me dijo Josh.
—Lo digo en serio. Va a lamentar haberme enseñado a luchar —insistí.
—De eso estoy seguro. Yo ya lo lamento.
—Y no tiene por qué ser el único que reciba un mamporrazo en la cara cuando llegue el momento de los mamporrazos en la cara —dije.
Joshua me miró como si acabara de despertarlo de una siesta.
—En todo el tiempo que dedicamos a meditar, ¿qué haces tú realmente, Colleja?
—Medito... a veces. Escucho el sonido del universo, y esas cosas.
—Pero casi siempre te limitas a quedarte ahí, sentado.
—He aprendido a dormir con los ojos abiertos.
—Eso no te ayudará a alcanzar la iluminación.
—Es que quiero estar bien descansado cuando llegue al nirvana.
—No pierdas demasiado tiempo preocupándote por ello.
—Eh, tú. Yo tengo disciplina. Mediante la práctica he aprendido a provocarme poluciones nocturnas espontáneas.
—Todo un logro —opinó el Mesías, sarcàstico.
—Sí, sí, búrlate de mí si quieres, pero cuando regresemos a Galilea, tú dedícate a vender tu «Ama a tu prójimo porque es como tú mismo», y yo ofreceré mi programa de «Sueños húmedos a voluntad», a ver quién de los dos tiene más seguidores.
Joshua sonrió.
—Creo que a cualquiera de los dos nos irá mejor que a mi primo Juan con su «No los saques del agua hasta que se muestren de acuerdo con tu sermón».
—Llevo años sin pensar en él. ¿Crees que sigue con eso?
En ese preciso instante, el monje Número Dos, con aspecto adusto y muy poco iluminado, atravesó el templo en dirección adonde nos encontrábamos, con una caña de bambú en la mano.
—Lo siento, Josh, pero tengo que sumergirme en la no mente —le dije, adoptando la postura del loto, formando con los dedos la mudra del buda compasivo, y en un periquete me quedé sentado, inmóvil, emprendiendo la vía de ser uno con la todoesidad.
A pesar de la velada advertencia de Gaspar sobre nuestra partida, volvimos a instalarnos en la rutina, rutina que incluía las lecciones de sánscrito, además del tiempo que Joshua pasaba con el yeti. Yo había alcanzado tal dominio en las artes marciales que era capaz de romper con la cabeza piedras gruesas como manos, y podía acercarme al más despierto de los monjes, darle un golpe en la oreja y regresar a la postura del loto sin darle tiempo a darse la vuelta y arrancarme el corazón que aún me latía en el pecho. (En realidad, nadie estaba seguro de que eso pudiera hacerse. Todos los días, el monje Número Tres declaraba que había llegado el momento de practicar el ejercicio de «Arrancar del pecho el corazón que aún late», y todos los días solicitaba voluntarios. Tras una breve espera, al constatar que nadie se presentaba, pasaba al siguiente ejercicio, que solía ser el de «Amputar un miembro con un abanico». Todos dudábamos de si Número Tres era capaz de hacerlo en realidad, pero nadie se lo preguntaba. Conocíamos bien los métodos de enseñanza que los monjes budistas usaban. Alguien mostraba curiosidad por algo y, en un momento un hombre calvo te acercaba a la cara un pedazo de carne ensangrentada y palpitante, y tú te preguntabas por qué, de pronto, tenías un agujero en la túnica, a la altura del tórax. No, gracias, tampoco es que nos interesara tanto saberlo.)
Entretanto, Joshua se hizo tan experto evitando golpes que era como si hubiera vuelto a ser invisible. Incluso los mejores monjes luchadores, entre los que no me contaba, tenían dificultades para ponerle la mano encima a mi amigo, y en muchas ocasiones, si lo intentaban, terminaban en el suelo, boca arriba. Joshua parecía divertirse mucho durante aquellos ejercicios, se reía a menudo a carcajadas cuando esquivaba por los pelos el filo de una espada que había estado a punto de arrancarle un ojo. A veces le quitaba la lanza a Número Tres, solo para dedicarle una reverencia y entregársela, esbozando una sonrisa de oreja a oreja, como si al curtido soldado se le hubiera caído al suelo, y no le hubiera sido arrebatada de la mano. Cuando Gaspar presenciaba esas exhibiciones, abandonaba el patio meneando la cabeza y murmurando algo sobre el ego. Los demás, cuando se iba, nos entregábamos a un paroxismo de risotadas, a costa del abad. Incluso los números Dos y Tres, que normalmente seguían la disciplina a rajatabla, llegaban a dibujar un atisbo de sonrisa en sus rostros siempre ceñudos. Aquella fue una buena época para Joshua. La meditación, la oración, el ejercicio, y el tiempo que pasaba con el yeti parecían ayudarlo a librarse de la carga colosal que le había tocado llevar a cuestas. Por primera vez parecía contento de veras, por lo que mi asombro fue total el día en que mi amigo entró en el patio con lágrimas en los ojos. Solté la lanza con la que me entrenaba y corrí hacia él.
—¿Joshua?
—Está muerto —me dijo.
Lo abracé, y él se desplomó en mis brazos, sollozando. Llevaba puestas las perneras de lana y las botas, por lo que supe al instante que acababa de regresar de una de sus visitas a las montañas.
—Le ha caído un bloque de hielo del techo de la cueva. Lo he encontrado debajo. Aplastado. Estaba totalmente congelado.
—Y no has podido...
Joshua se apartó un poco y me agarró de los hombros.
—Exacto. No llegué a tiempo. No solo no pude salvarlo, sino que ni siquiera estaba ahí para consolarlo.
—Sí estabas ahí.
Joshua me clavó sus dedos en los hombros y me zarandeó como si yo estuviera histérico y él intentara llamar mi atención, hasta que de pronto me soltó y se encogió de hombros.
—Me voy al templo a rezar.
—Yo también voy enseguida. Quince y yo debemos practicar tres movimientos más. —Mi pareja de lucha aguardaba pacientemente en el otro extremo del patio, con la lanza en la mano, observando.
Joshua había llegado casi a las puertas cuando se giró.
—¿Conoces la diferencia entre rezar y meditar, Colleja?
Negué con la cabeza.
—Rezar es hablar con Dios. Meditar es escuchar. Me he pasado la mayor parte de estos últimos seis años escuchando. ¿Y sabes lo que he oído?
No respondí.
—Ni una sola cosa, Colleja. Ahora tengo unas cuantas cosas que decir.
—Siento lo de tu amigo —le dije.
—Ya lo sé. —Y, volviéndose, hizo ademán de entrar en el monasterio.
—Josh —le llamé, y él se detuvo y giró la cabeza—. Yo no permitiré que eso te suceda a ti. Eso lo sabes, ¿verdad?
—Lo sé —dijo, y entró a soltarle una bronca divina a su padre.
A la mañana siguiente Gaspar nos convocó en la sala del té. Parecía llevar varios días sin dormir y, fuera cual fuese su edad, llevaba un siglo de tristeza escrito en la mirada.
—Sentaos —nos dijo, y nosotros le obedecimos—. El anciano de la montaña ha muerto.