Authors: Christopher Moore
—Espero que puedas ayudarme tú con esto —le dije antes de perder el conocimiento.
—Tendrás que practicar más esa parte del truco —me dijo Joshua cuando recobré el sentido—. Tal vez yo no esté aquí siempre para curarte la muñeca.
Me hablaba en hebreo, lo que significaba que no quería que se enterase nadie más.
Vi a Joshua arrodillado delante de mí, y que por detrás de él se extendía un mar de rostros morenos, llenos de curiosidad. El recientemente asesinado Nagesh era de los primeros.
—Eh, Nagesh, ¿qué tal ha ido el renacimiento? —le pregunté yo en sánscrito.
—Debo de haber perdido mi dharma en mi última vida, porque me he reencarnado en intocable una vez más. Y mi mujer sigue siendo la misma fea.
—Desafiaste al maestro Levi, al que llaman Colleja —le dije—. Es normal que no hayas ascendido en la escala. Tienes suerte de no haberte reencarnado en un bicho, o en algo peor. Ya ves que la destrucción no es la gran panacea que creías.
—Te hemos traído las cosas que nos has pedido.
Me puse en pie, sintiéndome descansado, lleno de energía.
—Qué bien —le dije a Joshua—. Me siento como si acabara de tomarme uno de esos cafés tan cargados que preparabas en la fortaleza de Baltasar.
—Echo de menos el café —dijo Josh.
Yo miré a Nagesh.
—Vosotros, aquí, no tendréis...
—Nos alimentamos de desperdicios.
—No te preocupes, no importa. —Y a continuación añadí algo que, cuando era niño, en Galilea, jamás habría imaginado que acabaría diciendo—: ¡Está bien, intocables, traedme las vejigas de cordero!
Rumi había dicho que a la diosa Kali la servía una hueste de diablesas de piel negra, que a veces, durante la festividad, atraían a los hombres hasta los rincones del altar y copulaban con ellos mientras la sangre se derramaba desde la boca de la diosa, llena de dientes afilados como dagas.
—Está bien, Josh, tú serás una de ellas.
—¿Y qué vas a ser tú?
—La diosa Kali, por supuesto. A ti te tocó ser dios la última vez.
—¿Qué última vez?
—Todas las últimas veces. —Me volví hacia mis intrépidos secuaces—. Intocables, ¡a pintarlo!
—No se van a creer que un muchacho judío con el pelo cortado a cepillo es su diosa de la destrucción.
—Ay de vosotros que no tenéis fe —repliqué.
Tres horas después nos encontrábamos de nuevo agazapados debajo del árbol, junto al templo de Kali. Los dos íbamos vestidos de mujer, cubiertos de pies a cabeza con saris, pero a mí el mío me quedaba peor, a causa de la gran cantidad de brazos, y de la guirnalda de cabezas cortadas, que en aquella ocasión eran, en realidad, vejigas de cordero llenas de explosivos y suspendidas alrededor de mi cuello mediante unos pelos largos de cola de elefante. Cualquier observador que se hubiera aproximado lo bastante para ver con detalle aquellos bultos se habría alejado al momento, disuadido por el olor que desprendíamos Joshua y yo. Habíamos usado la mugre que se acumulaba en el fondo del agujero de Rumi para pintarnos los cuerpos de negro. No había tenido el valor de preguntar qué había sido aquella sustancia en vida, pero si existía algún lugar en el que se permitía que los buitres se pudrieran al sol antes de convertirlos en una pasta fina y de mezclarla con la cantidad exacta de mierda de búfalo, ese lugar era lo que Rumi llamaba hogar. Los intocables también habían pintado unos círculos rojos alrededor de los ojos de Joshua, le habían colocado una peluca hecha con colas de buey y le habían pegado al torso seis pechos pequeños y turgentes hechos con brea.
—Mantente alejado del fuego, o los senos se te encenderán como volcanes.
—¿Por qué yo he de tener seis y tú solo dos?
—Porque yo soy la diosa, y debo llevar la guirnalda de cráneos, y los brazos de más.
Mis brazos los habíamos confeccionado con las pieles sin curtir, usando los míos como modelos, y secando los modelados en el fuego. Las mujeres me cosieron un arnés que los mantenía en su sitio, debajo de los míos, y después los pintamos de negro, recurriendo a la misma mugre. Se movían un poco, pero resultaban ligeros, y en la oscuridad podían pasar por auténticos.
Todavía faltaban horas para el momento álgido de la ceremonia, que tendría lugar a medianoche, cuando los niños serían sacrificados, pero queríamos llegar con tiempo de impedir, si era posible, que los participantes cortaran los dedos de aquellas criaturas. En aquel momento, los elefantes se mantenían inmóviles en sus pedestales giratorios, pero el altar de Kali ya empezaba a llenarse de espantosos tributos. Las cabezas de mil cabras habían sido dispuestas sobre él, frente a la divinidad, y la sangre corría sobre las losas y se colaba por los canales, hasta caer en los inmensos recipientes de latón dispuestos en las cuatro esquinas. Había acolitas que subían aquellas grandes ollas por una escalera estrecha, apoyada en la espalda de la gran estatua de Kali, y vertían su contenido en una especie de represa desde la que se alimentaban las fauces de la diosa. Debajo, a la luz de las antorchas, los fieles bailaban, regados por aquella ducha pegajosa.
—Mira, esas mujeres están vestidas como yo —dijo Joshua—. Pero ellas solo tienen dos pechos.
—En teoría no van vestidas, sino pintadas. Tú te ves muy atractivo como diablesa negra, Josh. ¿No te lo había dicho?
—Esto no va a salir bien.
—Pues claro que va a salir bien.
Calculé que podía haber ya unos diez mil fieles en la plaza del templo, bailando, entonando cánticos, haciendo sonar tambores. Una procesión avanzaba por la avenida, formada por treinta hombres que llevaban cestas bajo el brazo. Al llegar junto al altar, cada uno de ellos arrojaba el contenido de aquellas cestas sobre las cabezas de cabra sanguinolentas, dispuestas en hileras.
—¿Qué es eso? —preguntó Joshua.
—Eso es exactamente lo que crees que es.
—¿Son cabezas de niños?
—No, creo que son las de los forasteros que pasaban por el camino por el que veníamos nosotros, antes de que Rumi apareciera por ahí y nos salvara, metiéndonos en el campo de hierba.
Una vez las cabezas cortadas estuvieron esparcidas por todo el altar, las acolitas se separaron de la multitud cargando con el cadáver decapitado de un hombre, que depositaron en los peldaños que conducían al templo. A continuación, cada una de ellas hizo como que mantenía relaciones sexuales con el cuerpo sin vida, y se frotó los genitales en el muñón ensangrentado que era el cuello, antes de alejarse bailando, los muslos chorreantes de rojo sangre y ocre.
—Diría que hay un tema que se repite —comenté.
—Me parece que voy a vomitar —dijo Joshua.
—Respira conscientemente —le sugerí, recurriendo a la expresión que usaba siempre Gaspar en las clases de meditación. Yo sabía que si Joshua era capaz de permanecer varios días seguidos con el yeti sin morir congelado, también sería capaz de controlar su cuerpo para no vomitar. Yo, si no vomitaba, era precisamente por la magnitud bárbara de la carnicería, como si la atrocidad de la escena fuera tal que mi mente no fuera capaz de procesarla entera, y solo aceptara la dosis máxima que mi cordura y mi estómago le dictaban para permanecer incólumes.
Desde la multitud se elevó un grito, y al mirar en su dirección vi una litera con andas, iluminada por antorchas, que pasaba sobre las cabezas de los fieles. Sobre ella, reclinado, un hombre medio desnudo, las caderas cubiertas por una piel de tigre, la piel teñida de ceniza gris. Llevaba el pelo untado de grasa, y sostenía los huesos de un brazo humano, y una calavera. Al cuello llevaba una gargantilla hecha con cráneos, también humanos.
—El sumo sacerdote —susurré.
—Ni siquiera se van a fijar en ti, Colleja. ¿Cómo vas a llamar su atención, después de que hayan presenciado todo esto?
—Esta gente no ha visto lo que yo voy a enseñarles.
Cuando la litera abandonó a la muchedumbre, frente al altar, vimos que una procesión seguía detrás: encadenada a esta, una hilera de niños desnudos, la mayoría de ellos de unos cinco o seis años, o menores aún, con las manos atadas, flanqueados por sacerdotes ataviados con ropajes menos llamativos, que los controlaban. Los sacerdotes empezaron a desatar a los pequeños y a llevarlos a los grandes elefantes de madera que se alineaban en la avenida. Entre la muchedumbre se distinguía a personas que ya blandían sus afiladas armas: espadas cortas, hachas, las lanzas de punta afilada que Joshua y yo habíamos visto. El sumo sacerdote estaba sentado sobre el cadáver decapitado, declamando un poema sobre la liberación divina que traía la destrucción de Kali, o algo así.
—Aquí es donde entramos nosotros —dije, desenvainando la daga de cristal negro que llevaba oculta bajo el sari—. Tómala.
Joshua contempló el brillo del filo a la luz de las antorchas.
—Yo no pienso matar a nadie —dijo. Unos gruesos lagrimones descendían por sus mejillas, dibujando líneas rojas, largas, en el maquillaje negro, que, en todo caso, le conferían un aspecto aún más fiero.
—Claro, claro, pero te va a hacer falta para liberarlos.
—Tienes razón. —Y me arrebató el arma.
—Josh, tú ya sabes lo que viene ahora. Lo has visto antes. Los demás no lo han visto nunca, sobre todo los niños. Tú no puedes cargar con todos, o sea que tendrán que estar lo bastante serenos como para seguirte. Sé que tú sabrás hacer que no tengan miedo. Empléate a fondo.
Joshua asintió y se colocó sobre los labios la tira de dientes de cocodrilo pegadas a un pellejo sin curtir, dejando que sobresalieran como fauces. Yo hice lo mismo, y me interné corriendo en la noche, rodeando la multitud.
Al acercarme a la parte trasera del altar extraje, de debajo del cinturón de manos humanas, una antorcha especial que me había fabricado. (En realidad, mi cinturón de manos humanas estaba hecho con ubres de cabra secas rellenas de paja, pero las mujeres intocables habían hecho un buen trabajo, y parecían, en efecto, manos, a menos que uno se parara a contar los dedos.) A través de las piernas de piedra de Kali, veía que los sacerdotes ataban a cada niño a la trompa de un elefante de madera. Cuando las cuerdas estuvieron bien amarradas, los sacerdotes desenvainaron un arma de bronce y la levantaron, dispuestos a amputarles un dedo tan pronto como el sumo sacerdote diera la señal.
En ese momento froté mi antorcha contra la pared del altar, grité con todas mis fuerzas, me desprendí del sari y subí corriendo los peldaños, mientras la antorcha se iluminaba en un estallido de luz azulada, cegadora, que iba soltando chispas a mi paso. Salté sobre las cabezas de cabra y me planté entre las piernas de la estatua de Kali, con la antorcha en alto, en una mano, y una de mis cabezas cortadas sujeta del pelo, en la otra.
—¡Soy Kali! —grité—. ¡Temedme! —mascullé entre mis dientes falsos.
Algunos de los tambores dejaron de sonar, y el sumo sacerdote se volvió y me miró, más por el brillo intenso de la luz que emitía la antorcha que por mi fiera proclama.
—¡Soy Kali! —repetí—. ¡Diosa de la destrucción y de toda esta porquería asquerosa que tenéis por aquí!
Nadie parecía entender nada. El sumo sacerdote hizo una seña al resto para que se acercara a mí desde los lados. Algunas de las acolitas intentaban también avanzar hacia mí atravesando la pista de las decapitaciones.
—¡Es en serio! ¡Postraos ante mí!
Los sacerdotes me embistieron. Al fin la multitud me prestaba atención, aunque mi divinidad no parecía infundirles el más mínimo temor. Veía que Joshua se metía entre los elefantes, pues los sacerdotes custodios habían abandonado sus puestos para darme alcance a mí.
—¡Os lo digo muy en serio!
Tal vez fuera por los dientes, que, por cierto, escupí en dirección al atacante que me quedaba más cerca.
Correr sobre un mar de cabezas resbaladizas, ensangrentadas, no es, como se comprenderá, tarea fácil. Ni siquiera si has pasado los últimos seis años de tu vida saltando de estaca en estaca, incluso cuando nevaba y helaba, pero para el sacerdote homicida medio, resulta más difícil todavía. Y éstos, como también las acolitas, resbalaban sobre las cabezas humanas y caprinas, caían unos encima de otros, se golpeaban con los pies de la estatua, y uno de ellos llegó incluso a empalarse con el cuerno de una cabra al caer.
Uno de los sacerdotes había conseguido llegar a escasa distancia de donde me encontraba, y hacía esfuerzos por no clavarse su propia espada mientras se arrastraba sobre todo aquel amasijo viscoso.
—¡He de traer la destrucción...! ¡Bah, a la mierda! —dije. Encendí la mecha de la cabeza amputada que sostenía, la hice pasar entre mis piernas y la arrojé, describiendo un gran arco, por encima de mí. Camino de la boca abierta de la diosa, la cabeza soltó unas chispas, antes de desaparecer.
Propiné un puntapié en la cara al sacerdote que se acercaba y me puse a bailar al otro lado de las cabezas de cabra, salté sobre la del sumo sacerdote, y me encontraba ya cerca de Joshua, junto al primer elefante de madera, cuando Kali, en respuesta ensordecedora, empezó a escupir fuego sobre la multitud, hasta que la parte superior de su testa explotó.
Finalmente lo había logrado, había captado la atención de los congregados, que se pisoteaban unos a otros para escapar, pero que me prestaban atención. Entonces me coloqué en mitad de la avenida, haciendo girar en círculos la segunda cabeza cortada, esperando a que la mecha se consumiera antes de soltarla sobre los congregados, que seguían retrocediendo. Esta vez, la bomba estalló en pleno vuelo. Un círculo de fuego se elevó por los aires, y, sin duda, más de un fiel cercano a la explosión ensordeció.
Joshua tenía a siete de los niños a su alrededor, aferrados a sus piernas, mientras él avanzaba hacia el siguiente elefante. Varios sacerdotes se habían incorporado, y descendían a toda velocidad por la escalinata del altar, en dirección a mí, dagas en mano. Extraje otra cabeza de la guirnalda que llevaba a la cintura, encendí la mecha y se la arrojé.
—Ah, ah, ah —les advertí—. Soy Kali, la diosa de la destrucción. De la ira, etcétera.
Al ver la mecha chisporroteante, se detuvieron y empezaron a retroceder.
—Ésa, ésa es la clase de respeto que deberías haberme mostrado antes.
Agarré la cabeza por el pelo y le di unas cuantas vueltas. Los sacerdotes perdieron todo atisbo de valor, se dieron media vuelta y se alejaron a la carrera. Yo lancé la cabeza a las alturas, hacia atrás, y fue a caer en el altar, donde explotó. Restos de cabezas de cabra saltaron en todas direcciones.