Authors: Christopher Moore
—Todavía no me has enseñado todo lo que necesito saber —dijo el Mesías.
—Tienes razón, yo no te he enseñado nada. No habría podido enseñarte nada. Todo lo que necesitas saber ya estaba ahí. A ti, simplemente, te hacía falta conocer la palabra que se correspondía con ello. Hay quien necesita a Kali y a Shiva para que destruya el mundo y pueda ver, más allá de la ilusión, la divinidad que hay en él; otros necesitan que Krishna los conduzca hasta un lugar desde el que poder percibir lo que de eternos hay en ellos. Otros vislumbran la chispa divina que hay en ellos solo a través del conocimiento de que esa chispa habita en todas las cosas, y en ello hallan un vínculo. Pero que la chispa divina resida en todo no significa que todos la descubran. Tu dharma no está en aprender, Joshua, sino en enseñar.
—¿Y cómo voy a enseñar a la gente la chispa divina? Y, antes de responderme ten presente que también me refiero a Colleja.
—Solo tienes que encontrar las palabras justas. La chispa divina es infinita, pero el camino para encontrarla no lo es. El principio de ese sendero es el verbo.
—¿Por eso Baltasar, Gaspar y tú seguisteis la estrella? ¿Para encontrar el sendero hacia la chispa divina que habita en todos los hombres? ¿Por el mismo motivo por el que yo vine a conoceros a vosotros?
—Nosotros éramos buscadores, y tú eres aquello que se busca, Joshua. Tú eres la fuente. El fin es la divinidad, el principio es el verbo. Y tú eres el verbo.
«Soy ligero, ahora vuelo, ahora me veo
a mí mismo por debajo de mí mismo,
ahora un dios baila en mí.»
—Friedrich Nietzsche
Condujimos a Vana en dirección a la Ruta de la Seda, bordeando el gran desierto indio que a punto estuvo de acabar con las fuerzas de Alejandro Magno cuando regresaban a Persia tras conquistar la mitad del mundo conocido, hacía ya tres siglos. Aunque nos habríamos ahorrado un mes de viaje de haber atravesado aquella vasta extensión de tierra desolada, Joshua no estaba seguro de poder invocar siempre la aparición de agua para la elefanta. El hombre debe aprender las lecciones del pasado, y aunque yo insistía en que, seguramente, los hombres de Alejandro estaban cansados tras tanta conquista —a diferencia de nosotros, que nos habíamos pasado dos años sentados en la playa—, él insistió en que siguiéramos la ruta menos hostil que pasaba por Delhi y que, por el norte, se adentraba en lo que hoy es Paquistán, hasta encontrarnos de nuevo con la Ruta de la Seda.
Poco después de llegar a ella, me pareció que recibíamos otro mensaje de María. Nos habíamos detenido a descansar un rato. Al reemprender el viaje, Vana, sin querer, pisó el excremento que acababa de soltar, y la boñiga adquirió al instante la apariencia de un rostro femenino, la caca oscura recortada contra la tierra grisácea, clara.
—Mira, Josh, aquí hay otro mensaje de tu madre.
Él miró hacia donde le decía, pero al instante apartó la vista.
—Ésa no es mi madre.
—Sí, mira la boñiga de la elefanta. Es la cara de una mujer.
—Ya lo sé. Pero no es mi madre. Está deformada por el soporte. Pero no se parece a ella en absoluto. Mírale los ojos.
Tuve que montarme a lomos de la elefanta para obtener una visión más general, un plano con más perspectiva.
—Supongo que tienes razón. El soporte ha oscurecido el mensaje.
—Eso, eso es lo que te decía.
—Pero seguro que se parece a la madre de alguien.
El desvío que tomamos para evitar el desierto hizo que tardáramos dos meses en llegar a Kabul. Aunque Vana era una andariega intrépida, escalar, como ya he comentado, no se le daba tan bien, por lo que con frecuencia debíamos tomar rutas mucho más largas para bordear las montañas de Afganistán. Josh y yo sabíamos que no podríamos llevarla por el desierto elevado y rocoso que se extendía más allá de la ciudad, por lo que acordamos dejar a la elefanta al cuidado de Dicha, si lográbamos dar con la que había sido cortesana.
Una vez en Kabul, preguntamos en el mercado si habían oído hablar de una mujer china llamada Diminutos Pies de la Danza Divina del Orgasmo Dichoso, pero nadie supo darnos razón de ella. Nadie había visto tampoco a alguien que respondiera al nombre de Dicha. Tras un día entero buscándola, Joshua y yo estábamos a punto de rendirnos cuando recordé algo que, en una ocasión, ella misma me había comentado. Y fui a preguntar a un vendedor de té.
—¿Vive por aquí una mujer, muy rica tal vez, que se haga llamar Dragona, o algo así?
—Sí, por supuesto señor —respondió aquel tipo, y al decirlo se estremeció, como si un mal bicho le hubiera pasado por el cuello—. La llaman la Cruel y Maldita Princesa Dragona.
—Bonito nombre —le dije a Dicha cuando, a lomos de la elefanta, franqueamos las inmensas puertas de piedra del patio que daba acceso a su palacio.
—En el caso de una mujer que vive sola, es conveniente que su reputación la preceda —replicó la Cruel y Maldita Princesa Dragona. Estaba prácticamente igual que hacía nueve años, cuando nos habíamos despedido de ella, siendo la única diferencia, tal vez, que llevaba encima alguna joya más. Era menuda, delicada, hermosa. Llevaba una túnica blanca, de seda, bordada con dragones, y el pelo, negro como el azabache, descendía por su espalda, casi hasta las rodillas, atado sencillamente con una cinta plateada que impedía que se le desparramara por los hombros cuando se volvía—. Bonita elefanta —añadió.
—Es un regalo para ti —dijo Joshua.
—Es preciosa.
—¿Te sobran un par de camellos, Dicha? —le pregunté yo.
—Oh, Colleja, la verdad es que esperaba que pasarais los dos la noche conmigo.
—Nos encantaría, pero Josh mantiene su juramento de no probar las almejas.
—¿Jovencitos, entonces? Dispongo de varios efebos para... bueno... ya sabéis.
—No, eso tampoco lo prueba.
—Oh, Joshua, mi pobrecito Mesías. Seguro que este año, por tu cumpleaños, nadie te ha preparado comida china.
—Comimos arroz —dijo él.
—Bien, ya veremos qué puede hacer la Maldita Princesa Dragona para compensarte —replicó Dicha.
Nos bajamos de la elefanta e intercambiamos abrazos con nuestra vieja amiga, hasta que un adusto guardia, ataviado con armadura de cota de malla, se llevó a Vana a los establos, y otros cuatro, armados con lanzas, nos flanquearon mientras Dicha nos conducía a la casa principal.
—¿Una mujer sola? —dije yo, observando a los guardias que parecían custodiar todas y cada una de las puertas.
—En mi corazón, querido —respondió ella—. Éstos no son ni amigos, ni familiares, ni amantes; son empleados.
—¿De ahí te viene lo de «Maldita»?
—Estoy dispuesta a renunciar a ese nombre, y quedarme solo en Cruel Princesa Dragona, si con ello logro que os quedéis.
—No podemos. Hemos sido llamados.
Dicha asintió con tristeza y nos llevó a la biblioteca (que contenía los libros de Baltasar), donde un jovencito, y unas muchachas que, sin duda, se había traído de China, nos sirvieron café. A mí me vinieron a la mente todas las muchachas, mis amigas y amantes, asesinadas por el demonio hacía tanto tiempo, y me tomé el café con un nudo en la garganta.
Hacía mucho que no veía a Joshua tan excitado. Tal vez fuera por el café.
—No te creerías la cantidad de cosas que he aprendido desde que salí de aquí, Dicha. Sobre el hecho de ser el agente del cambio (el cambio está en la raíz de la creencia, ¿sabes?), y sobre el hecho de que la compasión ha de llegar a todos, porque todos somos parte de los demás, y, lo más importante de todo, que existe un poquito de Dios en todos nosotros; en la India lo llaman la chispa divina.
Se pasó una hora así, hablando sin parar, y finalmente a mí se me pasó la melancolía, porque él consiguió contagiarme el entusiasmo por las cosas que los magos le habían enseñado.
—Sí —añadí yo—, y además Josh es capaz de meterse dentro de un ánfora de vino de tamaño normal. Después hay que sacarlo de ahí rompiendo la tinaja con un martillo, sí, pero resulta interesante de ver.
—¿Y tú, Colleja? —me preguntó Dicha sonriendo, sin apartar la vista de la taza.
—Bueno.... Después de cenar te enseñaré una cosita que a mí me gusta llamar «Búfalo de agua quitándole las pepitas a la granada».
—Eso suena...
—No te preocupes, no es tan difícil de aprender. He traído dibujos.
Pasamos cuatro días en el palacio de Dicha, disfrutando de unas comodidades y unos alimentos de los que no habíamos vuelto a gozar desde la última vez que la habíamos visto. Yo podría haber seguido allí toda la vida, pero la mañana del quinto día Josh se plantó frente a la puerta de la alcoba de Dicha, con el zurrón al hombro. No pronunció ni una sola palabra: no le hizo falta. Desayunamos en compañía de nuestra anfitriona, que después nos acompañó hasta la puerta para despedirse de nosotros.
—Gracias por la elefanta —dijo.
—Gracias por los camellos —dijo Joshua.
—Gracias por el libro del sexo —dijo Dicha.
—Gracias por el sexo —dije yo.
—Ah, se me olvidaba. Me debes cien rupias —soltó Dicha. Yo le había hablado de Kashmir. La Cruel y Maldita Princesa Dragona me sonrió—. No, es broma. Cuídate, amigo. No pierdas el amuleto que te di, y no me olvides, ¿de acuerdo?
—Por supuesto. —La besé y me subí a mi camello, que a una orden mía se puso en pie.
Dicha abrazó a Joshua y lo besó en los labios, con un beso apasionado y largo. El no pareció apartarla en ningún momento.
—Eh, tenemos que irnos, Josh —le dije yo.
Dicha no se separó demasiado del Mesías, y le dijo:
—Siempre serás bienvenido aquí, eso lo sabes, ¿verdad?
Josh asintió y se montó en su camello.
—Queda con Dios, Dicha —le dijo.
Al pasar por las puertas del palacio, los guardias dispararon flechas de fuego que llenaron el aire de chispas, hasta que explotaron en el aire, sobre el camino. Era el último adiós de la concubina, un tributo a la amistad y a un conocimiento arcano que los tres habíamos compartido. Los camellos se cagaron de miedo con el estruendo.
Cuando ya llevábamos un buen rato avanzando por el camino, Joshua me preguntó:
—¿Te has despedido de Vana?
—Lo he intentado, pero cuando he llegado al establo he visto que estaba practicando yoga, y no he querido molestarla.
—¿Lo dices en serio?
—Totalmente. Tenía las piernas retorcidas en una de las posturas que tú le enseñaste.
Joshua esbozó una sonrisa. No podía hacerle ningún daño creerse aquello.
El viaje por aquel tramo de la Ruta de la Seda, que transcurría por páramos elevados, desérticos, duró un mes, y se desarrolló sin incidentes destacables, salvo por el ataque de un pequeño grupo de bandidos. Cuando yo intercepté al vuelo las dos flechas que me habían disparado y se las arrojé a ellos, éstos dieron media vuelta y salieron corriendo. El clima continuó siendo suave, o todo lo suave que puede esperarse de un desierto desolado y brutal, pero Joshua y yo habíamos viajado tanto por paisajes extremos como aquellos que ya no nos afectaba demasiado. Sin embargo, poco antes de llegar a Antioquía nos pilló una tormenta de arena que provenía del desierto, y tuvimos que pasarnos dos días refugiados entre los dos camellos, respirando a través de las túnicas, quitándonos el polvo de la boca cada vez que bebíamos algo. Finalmente, la tormenta amainó lo bastante y pudimos reanudar la marcha, y avanzábamos ya casi al galope por las calles de Antioquía cuando Joshua encontró una posada recurriendo al método de impactar con la frente en el cartel que la anunciaba. Cayó del camello y quedó sentado en medio de la calle, el rostro ensangrentado.
—¿Te has hecho mucho daño?—le pregunté, arrodillándome junto a él. La nube de polvo que nosotros mismos habíamos levantado apenas me dejaba ver.
Joshua se miró las manos que acababa de llevarse a la cara, y se vio la sangre.
—No lo sé, no me duele mucho, pero no estoy seguro.
—Vamos dentro —le sugerí, ayudándolo a levantarse. Apoyado en mí, entramos en la posada.
—¡Cerrad la puerta! —atronó el posadero, que veía que el viento se colaba en su local—. ¿Es que habéis nacido en un establo?
—Yo sí —respondió Joshua.
—Él sí —confirmé yo—. Pero en un establo con ángeles en el tejado.
—Cerrad esa maldita puerta —insistió el posadero.
Dejé a Joshua sentado junto a la puerta mientras yo salía a encontrar refugio para los camellos. Cuando regresé, mi amigo se secaba la cara con un paño que alguien le había dado. Había un par de hombres a su lado, impacientes por ayudarle. Yo le devolví el paño a uno de ellos, y examiné las heridas de Josh.
—Sobrevivirás. Tienes un chichón grande, y dos cortes, pero sobrevivirás. ¿No puedes sanarte a ti mis...?
Joshua negó con la cabeza.
—Eh, mirad esto —dijo uno de los viajeros que habían ayudado a Joshua, levantando el paño que el Mesías había usado para limpiarse la cara. El polvo y la sangre que se la cubrían habían estampado una imagen perfecta sobre la tela, incluso de las huellas de los dedos que se había pasado por las heridas—. ¿Puedo quedármelo? —le preguntó aquel tipo, que hablaba latín con acento extranjero.
—Sí, claro —le respondí yo—. ¿De dónde sois, muchachos?
—De la tribu ligur, de los territorios septentrionales de Roma. De una ciudad del Po que se llama Turín. ¿Habéis oído hablar de ella?
—Yo no. Muchachos, podéis hacer lo que queráis con ese trapo, pero en el camello llevo varios dibujos eróticos de Oriente que algún día valdrán mucho dinero. Si queréis, os los vendo por un precio razonable.
Los turineses se alejaron llevándose su triste trapo lleno de barro como si fuera una reliquia sagrada. Aquellos cabrones ignorantes no habrían reconocido una obra de arte ni aunque se la hubiera clavado debajo mismo de la nariz.
Vendé las heridas de Joshua y optamos por pasar la noche en la posada.
A la mañana siguiente, decidimos quedarnos con los camellos y seguir ruta por tierra hasta Damasco. Llegamos a la gran ciudad, la atravesamos, y cuando ya salíamos de ella, franqueando sus puertas, y emprendíamos, así, el tramo final del viaje, Joshua empezó a preocuparse.
—Colleja, yo no estoy preparado para ser el Mesías. Si he sido llamado de regreso para dirigir a nuestro pueblo, no sé siquiera por dónde debo empezar.