Authors: Christopher Moore
Oí un grito tras de mí, y antes de poder girarme, Joshua cabalgó hacia donde me encontraba, al galope, pasando junto a los arqueros y los lanceros que se alineaban a nuestro lado de la caravana, en dirección a aquel amasijo de bandidos muertos y moribundos. Se bajó del camello y empezó a correr entre los atacantes como un loco, agitando los brazos y gritando hasta quedarse afónico.
—¡Basta, basta!
Un bandido se movió, tratando de ponerse en pie, y nuestros hombres tensaron los arcos para impedírselo. Pero Joshua interpuso su cuerpo entre ellos y el enemigo, y lo hizo caer de nuevo al suelo. Oí que Ahmad daba la orden de no disparar.
Una nube de polvo flotaba sobre el cañón y se alejaba, movida por la brisa suave del desierto. Un camello con la pata rota aullaba de dolor, y alguien le clavó una flecha en un ojo para acabar con el sufrimiento del animal. Ahmad le quitó la lanza a uno de los guardias, y a lomos de su camello se acercó hacia donde Joshua protegía al bandido herido.
—Apártate, Joshua —le dijo levantando la lanza—. Hay que terminar este trabajo.
Joshua miró a su alrededor. Todos los bandidos y sus animales estaban muertos. La sangre descendía en riachuelos sobre la arena. Se congregaban ya las primeras moscas para darse un festín. Joshua avanzó entonces por aquel campo de muerte, hasta que su pecho rozó la punta de la lanza de Ahmad. Tenía los ojos arrasados en lágrimas.
—¡Esto está mal! —atronó.
—Eran bandidos. Nos habrían matado a nosotros, y nos habrían robado todo lo que tenemos si no hubiéramos terminado con ellos. ¿Acaso no destruye tu propio Dios, tu padre, a aquellos que pecan? Y ahora apártate, Joshua. Terminemos con esto.
—Yo no soy mi padre, y tampoco lo eres tú. No matarás a este hombre.
Ahmad bajó la lanza y meneó la cabeza, muy serio.
—Va a morir de todos modos, Joshua.
Yo notaba que los guardias empezaban a ponerse nerviosos, que no sabían qué hacer.
—Dame el pellejo del agua —le pidió Joshua.
Ahmad se lo lanzó sin moverse del camello, antes de dar media vuelta y regresar junto a sus hombres. Joshua acercó el agua al herido y le sostuvo la cabeza mientras bebía. Del vientre de aquel hombre sobresalía una flecha, y tenía la túnica negra brillante de sangre. Con gran delicadeza, Joshua posó una mano sobre los ojos del bandido, como si quisiera indicarle que se durmiera. Entonces, de un tirón, le arrancó la flecha y la arrojó lejos. El bandido ni torció el gesto siquiera. Joshua aplicó las manos sobre la herida.
Desde que Ahmad había ordenado a sus hombres que dejaran de disparar, éstos se habían mantenido inmóviles, observando. Al cabo de unos minutos, el bandido logró sentarse, y Joshua dio un paso atrás y le sonrió. En ese preciso instante, una flecha se clavó en la frente del herido, que cayó al suelo, muerto.
—¡No! —exclamó Joshua, volviéndose para mirar en dirección a la caravana. El guardia que había disparado la flecha todavía mantenía el arco alzado, como para disparar otra y poner fin de una vez por todas al trabajo. Aullando de rabia, Joshua movió la mano abierta, como si golpeara el aire, y el guardia se cayó del camello y aterrizó en el suelo.
—¡Ya basta! —gritó.
Cuando el guardia logró sentarse en la arena, sus ojos eran como dos lunas plateadas en sus órbitas; se había quedado ciego.
Más tarde, tras dos días en los que ni Joshua ni yo habíamos pronunciado una sola palabra, y en los que viajábamos muy retrasados respecto de la caravana, pues los guardias nos temían, di unos tragos de agua del pellejo y se lo alargué a mi amigo. Él bebió también, y me lo devolvió.
—Gracias —me dijo, y esbozó una sonrisa que me hizo saber que todo volvía a la normalidad.
—Joshua, hazme un favor.
—¿Cuál?
—Recuérdame que no te enoje, ¿de acuerdo?
La ciudad de Kabul se alzaba sobre cinco colinas desoladas, con calles construidas en terrazas y edificios que aprovechaban en parte los desniveles. La influencia arquitectónica griega y romana no había llegado hasta allí, y las construcciones de mayor tamaño se cubrían con tejados de tejas que se curvaban hacia arriba en sus aleros, en un estilo que Joshua y yo veríamos en toda Asia durante nuestro viaje. Las gentes, en su mayoría, eran flacas y rudas, parecidas a los árabes pero sin el brillo de la piel que éstos lograban gracias a su dieta rica en aceite de oliva. Los rostros de aquellos, en cambio, parecían más chupados, más curtidos, a causa del viento frío y seco de la estepa. En el mercado se veían vendedores y comerciantes llegados desde China, y otros de aspecto similar al de Ahmad y sus arqueros, raza que los chinos denominaban, sencillamente, «de los bárbaros».
—Los chinos temen tanto a mi pueblo que han construido una muralla tan alta como el más alto de los palacios, tan ancha como la avenida más ancha de Roma, y que se extiende diez veces más allá de donde alcanza la vista.
—Sí, sí —le dije yo, pensando, menudo embustero estás tú hecho.
Joshua no había hablado con Ahmad desde el ataque de los bandidos, pero sonrió al oír la historia de aquella gran muralla.
—Así es —insistió Ahmad—. Esta noche dormiremos en una posada, y mañana os llevaré a ver a Baltasar. Si salimos temprano, podemos estar allí a mediodía, y a partir de ese momento dejaréis de ser mi problema y pasaréis a ser responsabilidad del mago. Nos reuniremos en la puerta al alba.
Aquella noche el posadero y su mujer nos sirvieron una cena que consistía en cordero especiado y arroz, regado con algo similar a la cerveza, también elaborada con arroz, que arrastró garganta abajo dos meses de polvo del desierto, y cubrió nuestra mente de una nebulosa plácida. Para ahorrar dinero, dormimos en unos jergones bajo los anchos aleros del tejado de la posada, y aunque era todo un lujo contar con un techo sobre nuestras cabezas por primera vez en varios meses, descubrí que echaba de menos contemplar las estrellas antes de conciliar el sueño. Permanecí despierto, medio embriagado, durante un largo rato. Joshua dormía el sueño de los inocentes.
A la mañana siguiente, Ahmad se reunió con nosotros delante de la posada, acompañado de sus dos guardias africanos, y con dos camellos de más.
—Venga, vamos. Para vosotros esto es, seguramente, el final de vuestro viaje, pero para mí no es más que un desvío —dijo. Nos lanzó un mendrugo de pan a cada uno y un pedazo de queso, y yo deduje que pretendía que desayunáramos de camino.
Salimos de Kabul y enfilamos colina arriba, hasta que nos internamos en un laberinto de cañones que serpenteaban por entre montañas áridas, unas montañas que parecían creadas por Dios con barro y dejadas secar al sol, hasta que el barro había adquirido un tono dorado que reflejaba la luz de tal manera que esta devoraba y destruía las sombras. Hacia el mediodía, yo había perdido por completo el sentido de la orientación y no sabía hacia dónde nos dirigíamos. No podría haber jurado que no estuviéramos desandando el camino, pasando de nuevo por los mismos desfiladeros, pero los guardias negros de Ahmad parecían conocer la ruta. Finalmente, doblamos una esquina y nos encontramos junto a una pared de doscientos pies de altura, que se diferenciaba de otras que habíamos visto por las ventanas y los balcones tallados en ella. Se trataba de un palacio excavado directamente en la roca. En su base se distinguía una puerta de hierro que, por su aspecto, parecía requerir de la fuerza de veinte hombres para abrirse.
—La casa de Baltasar —anunció Ahmad, empujando a su camello para que se arrodillara, y poder así desmontar.
Joshua me dio un golpecito con la fusta.
—Eh, ¿es como la esperabas?
Negué con la cabeza.
—No sé qué esperaba. Tal vez algo más... no lo sé... pequeño.
—¿Podrías encontrar el camino de regreso, si no tuvieras otro remedio?
—No. ¿Y tú?
—En absoluto.
Ahmad avanzó hasta el gran portón y tiró de una cuerda que colgaba de un hueco de la pared. Al momento oímos que, dentro, sonaba algo parecido a una campana. (Solo luego supimos que se trataba del sonido de un gong.) Una portezuela pequeña, encajada en la grande, se abrió, y una muchacha asomó la cabeza por ella.
—¿Qué?
Tenía la cara redonda y los pómulos prominentes característicos de los orientales, y lucía unas alas azules, enormes, pintadas por encima de los ojos.
—Soy Ahmad. Ahmad Mahadd Ubaidullaganji. Le traigo a Baltasar el niño que lleva tiempo esperando —aclaró, señalando en nuestra dirección.
La pequeña se mostraba escéptica.
—Es flaco. ¿Estás seguro de que es este?
—Sí, es él. Dile a Baltasar que tiene que pagarme.
—¿Y quién es ese que va con él?
—Ése es el tonto de su amigo. Por él no cobro nada.
—¿Traes las patas de mono? —le preguntó la muchacha.
—Sí, y las hierbas y los minerales que Baltasar me pidió.
—De acuerdo, esperad aquí. —Cerró la portañuela solo un segundo, antes de volver a abrirla—. Que entren solo los dos. Baltasar debe examinarlos. Luego ya cerrará el trato contigo.
—No hay razón para tantos misterios, mujer. He estado cientos de veces en casa de Baltasar. Así que déjate ya de remolonear y abre la puerta.
—¡Silencio! —exclamó la joven—. Del gran Baltasar no se burla nadie. Que entren los muchachos. Solos.
Cerró la puerta, y a través de las ventanas que se abrían más arriba oímos el resonar de sus pasos.
Ahmad meneó la cabeza, molesto, y nos indicó que nos acercáramos al portón.
—Entrad. No sé qué se trae entre manos, pero entrad.
Joshua y yo desmontamos, recogimos nuestros zurrones y nos acercamos a aquella inmensa puerta. Joshua me miró como preguntándose qué debía hacer, y acto seguido, acercó la mano a la cuerda de la campana, pero, mientras lo hacía, una de las dos hojas se abrió apenas lo bastante como para dejarnos pasar, de uno en uno, y de lado. La oscuridad del interior era total, salvo por una rendija fina de luz, que no permitía adivinar nada. Joshua volvió a mirarme, arqueando las cejas.
—A mí no me mires, yo solo soy el amigo tonto por el que no se cobra nada —dije, dedicándole una reverencia—. Tú primero.
Joshua se acercó más a la puerta, y yo lo seguí. Apenas la habíamos franqueado cuando se cerró con un ruido atronador, y permanecimos ahí en completa oscuridad. Yo estaba seguro de que, a nuestro alrededor, en la negrura, había cosas que se movían.
Vimos un destello muy brillante, y una gran columna de humo rojo se alzó ante nosotros, iluminada por una luz que procedía de algún lugar indeterminado del techo. El olor a azufre se me metió en la nariz. Joshua tosió, y los dos dimos un paso atrás para alejarnos del fuego. Él —o lo que fuera—, resultó ser tan alto como dos hombres puestos uno sobre el otro, a pesar de su delgadez. Llevaba una túnica larga, color púrpura, bordada con símbolos raros, dorados y plateados, e iba embozado, y se cubría gran parte del rostro con una capucha, por lo que no veíamos más que unos ojos rojos, resplandecientes, que sobresalían en un campo negro. Alargó el brazo en el que llevaba una lámpara encendida, como para examinarnos a la luz.
—Satán —le dije a Joshua entre dientes, apretando la espalda contra la gran puerta de hierro con mucha fuerza, tanta que notaba que, a través de la túnica, los pedazos oxidados se me clavaban a la piel.
—No es Satán —replicó Joshua.
—¿Quién osa perturbar la santidad de mi fortaleza? —atronó aquella figura y yo, al oír su voz, estuve a punto de orinarme encima.
—Soy Joshua de Nazaret —dijo Joshua, haciendo esfuerzos por sonar relajado, aunque se le quebró la voz al decir «Nazaret»—. Y éste es Colleja, también de Nazaret. Estamos buscando a Baltasar, que vino a Belén, mi lugar de nacimiento, hace muchos años, buscándome a mí. Debo formularle algunas preguntas.
—Baltasar ya no es de este mundo.
La figura oscura se metió la mano en la túnica y extrajo una daga brillante, que levantó mucho, antes de hundírsela en el pecho. Se produjo entonces una explosión, un destello, seguido de un rugido de dolor, como si alguien hubiera matado a un león. Joshua y yo nos volvimos y, desesperados, empezamos a arañar el portón de hierro, en busca de algún tirador. Los dos emitíamos un sonido que no puedo describir más que como el equivalente verbal de una huida, algo así como un aullido largo y rítmico que solo interrumpimos cuando nos quedamos sin aire.
Entonces oí las carcajadas, y Joshua me agarró del brazo. El volumen de las risas aumentaba. Joshua me giró para que viera la muerte vestida de púrpura.
Mientras lo hacía, la figura oscura se retiró la capucha y pude ver el rostro negro, sonriente, y la cabeza rasurada de un hombre; de un hombre altísimo, pero un hombre al fin y al cabo. Cuando se abrió los ropajes comprobé que, en efecto, se trataba de un hombre. De un hombre que llevaba un rato de pie sobre los hombros de dos jóvenes asiáticas, ocultas hasta entonces tras aquella túnica tan larga.
—Nada, solo os estaba tomando el pelo —dijo entre risitas.
Se bajó de los hombros de aquellas mujeres y aspiró hondo, antes de volver a retorcerse de la risa. De sus ojos castaños no dejaban de brotar las lágrimas.
—Deberíais haber visto las caras que poníais. Niñas, ¿habéis visto eso?
Las jóvenes, ataviadas con sencillas ropas de lino, no parecían tan divertidas como el hombre. Se las veía, más bien, avergonzadas y algo impacientes, como si hubieran preferido encontrarse en cualquier otro lugar, haciendo cualquier otra cosa.
—¿Baltasar? —le preguntó Joshua.
—Sí —respondió el mago, que al incorporarse demostró ser apenas más alto que yo—. Lo siento. No recibo muchas visitas. De modo que tú eres Joshua.
—Sí —le confirmó él con tono desconfiado.
—No te había reconocido sin la ropita de cuna. ¿Y éste es tu criado?
—Mi amigo, Colleja.
—Bueno, es lo mismo. Trae a tu amigo. Entra. Las muchachas se ocuparán de Ahmad. —Se internó por un pasadizo que se adentraba en la montaña, la túnica larga, color púrpura, arrastrando tras él como una cola de dragón.
Nosotros permanecimos ahí, junto a la puerta, inmóviles, hasta que nos dimos cuenta de que, una vez Baltasar doblara la esquina con su lámpara, volveríamos a quedarnos a oscuras. Entonces corrimos tras él.
Mientras lo hacíamos, pensé en lo lejos que habíamos llegado, en todo lo que habíamos dejado atrás, y sentí que estaba a punto de vomitar.