Authors: Christopher Moore
—Bueno, pero escuchar no te va a hacer ningún daño.
—No creo que sea lo mismo.
—¿Estás seguro de que no quieres probarlo tú mismo, Josh? En realidad, el ángel no fue nunca del todo claro sobre si podías estar o no con mujeres.
Para ser sincero, yo también estaba un poco asustado. Mi experiencia con Magda apenas me facultaba para estar con una meretriz.
—No, hazlo tú. Limítate a describirme lo que sucede en cada momento, y lo que tú sientes. Debo entender el pecado.
—Está bien. Si insistes...
—Gracias por hacer esto por mí, Colleja.
—No lo hago solo por ti, Josh. También lo hago por nuestro pueblo.
Y así fue como acabamos en dos establos separados. Josh permanecería en uno mientras yo, junto con la ramera de mi elección, le instruiría desde el otro en el noble arte de la fornicación.
De vuelta en la entrada de la posada, cerré el trato con mi maestra ayudante. Se trataba de una posada de ocho putas, si así es como se clasifican las posadas. (Creo que hoy en día se adjudican estrellas. En este momento nos encontramos en una de cuatro estrellas. No sé a qué viene esa reconversión de rameras en estrellas.) Da igual, el caso es que aquel día, junto a la puerta, había ocho putas. Su edad variaba desde las que apenas tenían unos años más que nosotros hasta las que habrían podido ser nuestras madres. Y cubrían toda la gama de tamaños y formas, aunque todas coincidían en el hecho de ir muy maquilladas y untadas en aceite.
—Todas se ven muy... muy guarras.
—Son rameras, Colleja. Se supone que deben parecer unas guarras. Escoge una.
—Vamos a echar un vistazo a otras.
Llevábamos un rato a unas puertas de aquellas trabajadoras del sexo, pero ellas sabían perfectamente que las estábamos mirando. Me acerqué a la posada, me detuve junto a una que era muy alta y le dije:
—Disculpa, ¿sabes dónde podemos encontrar una selección distinta de rameras? No te ofendas, es que mi amigo y yo...
Entonces ella se abrió la blusa y nos mostró sus pechos desnudos, brillantes de aceite, salpicados de motas de mica, y se apartó la falda y levantó una pierna larguísima y con ella me rodeó la cintura, y yo noté el vello áspero que tenía entre las piernas, y que se me hundía en la cadera, y sus pezones maquillados me acariciaron las mejillas, y en ese instante, de mi ser se levantó una dura protuberancia.
—Ésta está bien, Josh.
Las otras meretrices nos despidieron ululando, exaltadas. (Eso de ulular suena como la sirena de una ambulancia. Que yo tenga una erección cada vez que pasa uno de esos vehículos por delante del hotel parecería algo morboso, si no conocierais la historia de «Cómo Colleja contrató los servicios de una ramera».) La ramera se llamaba Set. Era bastante más alta que yo (me sacaba más de una cabeza), y su piel era del color de un dátil maduro. Tenía los ojos grandes, castaños, salpicados de manchas doradas, y el pelo tan negro que, a la luz tenue del establo, parecía azul. Se diría diseñada especialmente para ser puta, ancha donde debía serlo, estrecha donde debía serlo, delicada en tobillos y cuello, de conciencia laxa, e intrépida y empeñada en un solo objetivo una vez recibía el dinero. Era egipcia, pero había aprendido griego y algo de latín para lubricar mejor el discurso de su oficio. Nuestra situación requería de más creatividad de la que parecía acostumbrada a desplegar, pero tras emitir un profundo suspiro, murmuró algo así como «Si te acuestas con un hebreo, haz sitio en la cama para que quepa su culpa también», y luego me metió en el establo y cerró el portón. (Sí, los establos se usaban para guardar animales. En el que quedaba frente al de Josh se alojaba un burro.)
—¿Qué está haciendo? —me preguntó mi amigo.
—Me está desnudando.
—¿Y ahora?
—Ahora se está desnudando ella. ¡Oh! ¡Jopé! ¡Ay!
—¿Qué? ¿Estáis fornicando?
—No, ella está frotando todo su cuerpo contra el mío, con bastante suavidad. Cuando intento moverme, ella me da un bofetón.
—¿Y cómo te sientes?
—¿Cómo voy a sentirme? Como cuando alguien me da un bofetón, tonto.
—No, quiero decir que cómo te sientes al notar su cuerpo contra el tuyo. ¿Te sientes pecador? ¿Es como si Satán se estuviera restregando contra ti? ¿Te quema como un fuego?
—Sí, veo que lo pillas. Es algo así, sí.
—Estás mintiendo.
—Oh, vaya.
Entonces Josh dijo algo en griego que no entendí del todo, y la ramera respondió, más o menos.
—¿Qué ha dicho? —me preguntó Josh.
—No lo sé, ya sabes que mi griego no es bueno.
—Pues el mío sí lo es, y no he entendido lo que ha dicho.
—Tiene la boca llena.
Set se incorporó.
—Llena del todo, no —dijo en griego.
—Eh, que eso lo he entendido.
—¿Te tiene a ti dentro de la boca?
—Sí.
—Eso es atroz.
—A mí no me lo parece.
—¿Ah, no?
—No, Josh, para serte sincero, la verdad es que es... Oh, Dios mío...
—¿Qué? ¿Qué está pasando?
—Se está vistiendo.
—¿Ya habéis terminado de pecar? ¿Ya está?
La ramera dijo algo en griego que no entendí.
—¿Qué ha dicho? —le pregunté a Joshua.
—Ha dicho que, teniendo en cuenta el dinero que le has dado, sí, ya hemos terminado.
—¿Crees que ahora ya entiendes qué es la fornicación?
—En realidad no.
—Bueno, entonces dale un poco más de dinero, Joshua. No nos moveremos de aquí hasta que aprendas lo que necesitas saber.
—Eres un buen amigo, mira que sufrir todo lo que estás sufriendo por mí...
—No me lo agradezcas.
—En serio —insistió Joshua—. Nadie tiene mayor amor que el que entrega su cuerpo por su amigo.
—Ésa es buena, Josh. Deberías conservarla para más adelante.
La ramera, entonces, habló largo y tendido.
—¿Quieres saber qué es esto para mí, muchacho? Pues es como un trabajo. Lo que implica que, si quieres que lo termine, tienes que pagarme. Así son las cosas. —(Joshua me lo tradujo luego.)
—¿Qué ha dicho? —le pregunté.
—Quiere recibir el salario del pecado.
—¿Y cuánto suma?
—En este caso, tres siclos.
—Es una ganga. Págaselos.
Por más que lo intenté —y lo intenté—, no lograba transmitirle a Joshua lo que él estaba interesado en aprender. En el transcurso de las semanas siguientes, me acosté con otras seis rameras, y me gasté gran parte del dinero que habíamos reunido para el viaje, pero él seguía sin comprender. Yo le sugerí que tal vez aquella fuera una de las cosas que debía enseñarle el mago Baltasar. Lo cierto es que, cuando orinaba, sentía un escozor, y no me apetecía seguir orientando a mi amigo en el noble arte del pecado.
—Si vamos por mar, tardaremos una semana o menos hasta Seleucia, y desde ahí hay menos de un día de camino hasta Antioquía —me dijo Joshua tras conversar con un grupo de pescadores que bebían en la posada—. Por tierra son dos o tres semanas.
—Vayamos por mar, pues —zanjé yo. Muy valiente, considerando que jamás había puesto el pie en un barco.
Encontramos un carguero romano de quilla baja y proa alta que se dirigía a Tarso, y que fondeaba en todos los puertos del camino, incluida Seleucia. El patrón era un fenicio flaco, con cara de hacha, que se llamaba Tito Inventio, y que aseguraba haberse embarcado a la edad de cuatro años, y haber navegado hasta el borde del mar dos veces, hasta que se le cayeron las pelotas, aunque yo no tenía la menor idea de qué relación podía existir entre aquellos dos hechos.
—¿Qué sabéis hacer? ¿Cuál es vuestro oficio? —nos preguntó Tito, que nos observaba desde debajo de su gran sombrero de paja, mientras controlaba a los esclavos, que cargaban ánforas de vino y aceite en la nave. Sus ojos eran dos cuentas negras hundidas en sendas cuevas de arrugas, formadas tras largos años de entrecerrarlos para protegerse del sol.
—Bien, yo soy albañil, y él es el Hijo de Dios —respondí, sonriendo. Suponía que aquella diversidad nos haría más atractivos que si decíamos que los dos éramos albañiles.
Tito se echó hacia atrás el sombrero y miró a Joshua de arriba abajo.
—Así que Hijo de Dios, ¿no? ¿Y eso está bien pagado?
Joshua me dedicó una mirada asesina.
—He trabajado como albañil y como carpintero, y los dos tenemos la espalda muy dura.
—No hay mucha piedra con la que trabajar a bordo de un barco. ¿Habéis estado antes en el mar?
—Sí —respondí yo.
—No —respondió Joshua.
—Aquel día se encontraba mal y no vino —me apresuré a añadir—. Pero yo sí me he embarcado.
Tito se echó a reír.
—Bien. Ayudad a subir esas ánforas a bordo. Debo llevar un cargamento de cerdos hasta Sidón. Os encomiendo la misión de mantenerlos tranquilos y con vida, a pesar del calor. Mientras tanto, ya se me ocurrirá algo en que ocuparos. Pero algo tendréis que pagarme.
—¿Cuánto? —preguntó Joshua.
—¿Cuánto tenéis?
—Cinco siclos —me adelanté yo.
—Veinte siclos —corrigió Joshua.
Yo le di un codazo al Mesías en las costillas, con tanta fuerza que habría podido doblarlo por la mitad.
—No, tenemos diez, cinco cada uno —aclaré—. Por eso antes he dicho cinco.
Me sentía como si estuviera negociando conmigo mismo y no se me diera nada bien.
—Está bien, diez siclos, más el trabajo que encuentre para vosotros. Pero si vomitáis en mi barco, os arrojo por la borda, ¿entendido? Diez siclos, o no hay viaje.
—Sí, sí, claro —le dije, y arrastré a Joshua hasta el muelle donde los esclavos cargaban las ánforas.
Cuando nos alejamos los bastante para que no pudiera oírnos el capitán Tito, Joshua me dijo:
—Tienes que decirle que somos judíos y no podemos cuidar de los cerdos.
Yo sostuve un ánfora enorme por las asas y empecé a arrastrarla hacia el barco.
—No pasa nada, son cerdos romanos. A ellos no les importa.
—Ah, claro. —Pareció convencerse, y levantó otra ánfora para cargársela a la espalda. Pero entonces cayó en la cuenta y la apoyó en el suelo—. ¡Eh, un momento! Eso no es así.
Zarpamos a la mañana siguiente, aprovechando la marea. Joshua, yo, una tripulación formada por treinta hombres, y cincuenta cerdos supuestamente romanos.
Hasta que no nos separamos del muelle —Josh y yo manejando uno de aquellos largos remos— y abandonamos la protección del puerto; hasta que no levantamos los remos y la gran vela cuadrada se hinchó sobre la cubierta como la panza de un genio glotón; hasta que Joshua y yo no nos dirigimos a la popa del barco, donde Tito se encontraba de pie sobre el puente, aferrado a uno de los dos timones, y yo miré hacia atrás, en dirección a la tierra que se alejaba, y ya no vi la ciudad, sino una mancha diminuta en el horizonte; hasta entonces, no tenía ni idea de que sufría de un más que arraigado miedo a navegar.
—Estamos muy lejos de la tierra —comenté—. Demasiado lejos. Tito, en serio, tienes que navegar más pegado a la costa. —Y se la señalé con el dedo, por si el capitán dudaba de qué dirección debía tomar.
Tiene su lógica, ¿no os parece? Yo había crecido en un país árido, tierra adentro, donde incluso los ríos eran poco más que zanjas húmedas. Mi pueblo proviene del desierto. Y la única vez que habíamos tenido que cruzar un mar, lo hicimos a pie. A mí, la verdad, aquello de navegar me parecía bastante antinatural.
—Si el Señor hubiera querido que navegáramos, nos habría dado... no sé, mástiles.
—Ésa es la tontería más grande que has dicho en tu vida —observó Joshua.
—¿Sabéis nadar? —preguntó Tito.
—No —respondí yo.
—Sí sabe —dijo Joshua.
Entonces, Tito me agarró por el cogote y me arrojó al mar por la popa.
El ángel y yo estábamos viendo una película sobre Moisés. Raziel estaba enfadado porque en ella no salía ningún ángel. Allí, en aquel largometraje, ninguno de los egipcios se parecía en nada a los que yo había conocido.
—¿Y Moisés tenía ese aspecto? —le pregunté a Raziel, que le estaba quitando el borde a su pizza de queso de cabra mientras escupía vitriolo sobre la pantalla.
—No —respondió—. Pero ese otro tipo sí se parece al Faraón.
—¿En serio?
—Sí —dijo, sorbiendo escandalosamente, con la pajita, la Coca-Cola que le quedaba en el vaso de papel, que arrugó y lanzó a la papelera.
—O sea, que tú estuviste presente durante el Éxodo.
—E inmediatamente antes. Estaba a cargo de las langostas.
—¿Y qué tal fue eso?
—A mí, la verdad, no me entusiasmó. Yo lo que quería era la plaga de ranas. Las ranas me encantan.
—A mí también me gustan.
—Te aseguro que la plaga de ranas no te habría gustado. De ellas se ocupó Esteban, un serafín. —Meneó la cabeza, como si hubiera algo triste en el hecho de que fuera serafín—. Perdimos muchas ranas. Aunque supongo que fue para bien —concluyó, suspirando—. Si lo hubiera hecho yo, la cosa habría sido más bien una reunión amistosa de ranas.
—No habría funcionado —observé yo.
—Tampoco funcionó de la otra manera. Vaya, que lo que digo es que se le ocurrió a Moisés, un judío. Para los judíos, las ranas eran criaturas impuras. O sea que para ellos aquello fue una plaga. Pero para los egipcios fue como darse un festín de ancas de rana caídas del cielo. A Moisés aquello no le salió bien. Me alegro de que no le hiciéramos caso con lo de la plaga de cerdos.
—¿De veras que quería enviar una plaga de cerdos? ¿Cerdos cayendo del cielo?
—No, más bien trozos de carne de cerdo. Costillas, jamones, manitas... Quería que todo quedara ensangrentado. Ya sabes, por aquello de lo impuro del cerdo y lo impuro de la sangre. Pero los egipcios se habrían comido el cerdo. O sea que lo convencimos para que enviara solo la sangre.
—¿Estás sugiriendo que Moisés era un inútil? —No se lo pregunté con ironía, era consciente de que se lo preguntaba al mayor inútil de todos, pero, aun así...
—No, era solo que no le preocupaban los resultados —dijo el ángel—. El Señor había endurecido el alma del Faraón, que no permitía partir a los judíos. Podríamos haber arrojado bueyes desde el cielo, y ni así habría cambiado de idea.
—Pues eso sí habría sido digno de verse —dije.
—Fui yo quien sugirió que lloviera fuego.
—¿Y qué tal fue eso?
—Muy bonito. Solo hicimos que lloviera fuego sobre los palacios y los monumentos de piedra. Quemar a todos los judíos habría ido en contra de nuestros propósitos.