Authors: Christopher Moore
—Muy bien. Tendrá que ser suficiente. —El santón se llevó al regazo el cuenco con los tres granos de arroz y cerró los ojos. Su respiración se volvió más lenta, hasta que pareció que dejaba de respirar del todo.
Josh y yo aguardamos. Y nos mirábamos. Y Melchor no se movía. Su pecho esquelético no ascendía ni descendía. Yo tenía hambre, y estaba muy cansado, pero seguía esperando. Y el santón pasó casi una hora sin moverse. Teniendo en cuenta las bajas en las cavidades que se habían producido recientemente, a mí me preocupaba un poco que Melchor hubiera sido víctima de alguna virulenta epidemia que atacaba a los yoguis.
—¿Está muerto? —pregunté.
—No sabría decírtelo.
—Pellízcalo.
—No. Es mi maestro, es un santo, no pienso pellizcarlo.
—O sea, que este hombre también es «intocable».
Joshua no pudo resistirse a mi ironía, y le pellizcó. Al momento el yogui abrió los ojos, señaló en dirección al mar y dijo:
—¡Mirad! ¡Una gaviota! —Miramos hacia donde nos señalaba y, cuando volvimos a posar la vista en el yogui, descubrimos que sostenía un cuenco lleno de arroz—. Vamos, id a cocer este arroz —nos ordenó.
Así empezó, pues, el aprendizaje de Joshua para alcanzar lo que Melchor llamaba la «chispa divina». El santón se mostraba muy adusto conmigo, pero con mi amigo demostraba una paciencia infinita, y no tardó en hacerse evidente que, por más que yo intentara sumarme a las lecciones, en realidad suponía un lastre para él. De modo que, cuando llevaba tres días viviendo en el acantilado, eché una reconfortante meadita desde mi cueva (¿existe algo más placentero que mear desde un sitio elevado?), bajé a la playa y me dirigí a la población más cercana en busca de trabajo. Aunque Melchor fuera capaz de mantenerse con tres granos de arroz, yo ya me había cansado de rebuscar en mi zurrón y en el de Joshua, que no daban más de sí. Sí, tal vez el yogui pudiera enseñarnos a retorcernos y lamernos las pelotas, pero, francamente, yo no veía que de ahí fuéramos a obtener mucho alimento.
El nombre de la ciudad a la que llegué era Nicobar, y doblaba en tamaño a la de Séforis, en mi país. En ella vivirían, tal vez, unas veinte mil personas, y casi todas ellas parecían obtener el sustento del mar, bien como pescadores, bien como comerciantes, bien como fabricantes de embarcaciones. Tras preguntar en unos pocos lugares, me di cuenta de que, por una vez, no era mi falta de habilidades lo que me impedía ganarme la vida, sino el sistema de castas, que impregnaba la sociedad mucho más de lo que Rumi nos había explicado. Las subcastas que existían dentro de cada una de las cuatro castas principales determinaban que, si nacías cantero, tus hijos serían canteros, y después lo serían los hijos de tus hijos, y estabas ligado a tu oficio por nacimiento, y no podías desempeñar ningún otro, sin que importara que se te diera bien o mal. Si nacías plañidero, o mago, morirías plañidero o mago, y el único modo de apartarse de la muerte, o de la magia, era reencarnarse en otra cosa. El único oficio que parecía no requerir de la pertenencia a una casta determinada era el de tonto del pueblo, pero los hindúes parecían confiárselo a los santones más excéntricos, por lo que tampoco ahí había espacio para mí. Pero tenía un cuenco, y mi experiencia recolectando limosnas para el monasterio, por lo que probé como mendigo; aun así, cada vez que encontraba una buena esquina, veía aparecer a mi lado a algún ciego con una pierna amputada que me robaba el protagonismo. A media tarde había recaudado apenas una moneda diminuta, de cobre, y el jefe del gremio de los pordioseros había venido ya a advertirme de que si volvía a pillarme mendigando en Nicobar, él mismo se encargaría de hacer que me admitieran en su gremio, para lo que antes tendrían que cortarme los brazos y las piernas.
Compré un puñado de arroz en el mercado, y ya abandonaba la ciudad, cabizbajo, con el cuenco frente a mí, como un buen monje, cuando vi los dedos de los pies más delicados que había contemplado en mi vida, las uñas pintadas de rojo intenso, tras las que seguían dos pies preciosos, sendos tobillos decorados con elegantes cadenillas, dos pantorrillas incitantes, cubiertas de dibujos intrincados hechos con alheña, tan delicados que parecían de encaje, y, más arriba, una falda colorida que me condujo, en línea ascendente, hasta un ombligo oculto tras una piedra preciosa, y después hasta unos senos generosos, cubiertos de seda amarilla, y luego a unos labios que eran como ciruelas, y a una nariz fina y recta como las de las estatuas romanas, y a unos ojos castaños, a unos párpados maquillados de azul, perfilados para que parecieran mayores que los de un tigre. Y aquellos ojos me engulleron.
—Eres forastero —dijo ella. Un dedo largo se clavó en mi pecho y me impidió seguir avanzando. Intenté ocultar el cuenco de arroz bajo la camisa, y en una muestra fabulosa de destreza manual, terminé echando por tierra todos y cada uno de los granos.
—Soy de Galilea, Israel.
—No sé dónde está eso. ¿Queda lejos? —Acercó la mano a mi camisa y empezó a quitarme granos de arroz que se me habían quedado pegados en el fajín, pasándome las uñas por los músculos del vientre y devolviendo el arroz, grano a grano, a su recipiente.
—Muy, muy lejos. He venido hasta aquí con mi amigo para obtener la sabiduría sagrada y antigua, y esas cosas.
—¿Cómo te llamas?
—Colleja. O Levi a quien llaman Colleja. Nosotros, en Israel, usamos mucho eso de «a quien llaman».
—Sígueme, Colleja, que yo te enseñaré una sabiduría antigua y sagrada.
Me enganchó el fajín con un dedo y tiró de mí hasta una puerta cercana, absolutamente convencida —no sé por qué— de que la seguiría.
Dentro, y entre montones de cojines de colores esparcidos por el suelo, y sobre unas alfombras mullidas de las que no había vuelto a ver desde que vivíamos con Baltasar, en la fortaleza, se alzaba un atril de madera de alcanforero sobre el que, abierto, reposaba un gran códice. El libro estaba encuadernado en bronce, con filigranas de plata y cobre, y sus páginas eran del pergamino más fino que había visto jamás.
La mujer me empujó para que me acercara más a él, y mientras yo contemplaba la página por la que estaba abierto, ella continuó con la mano posada en mi espalda. La caligrafía dorada resultaba tan intrincada que apenas distinguía las palabras, lo que no importaba demasiado, pues fueron las ilustraciones las que llamaron mi atención. Un hombre y una mujer desnudos, perfectos los dos. El hombre tenía a la mujer boca abajo sobre una alfombra, con los pies anclados sobre sus hombros, los brazos de ella a su espalda, mientras él la penetraba. Intenté hacer acopio de mis años de formación y disciplina budistas para no tener que avergonzarme en presencia de aquella mujer.
—Sabiduría antigua y sagrada —dijo ella—. Este libro fue el regalo de un cliente. Se llama Kama Sutra. «El hilo del deseo.»
—Buda decía que el deseo es la fuente del sufrimiento —repliqué yo, sintiéndome como el maestro de kung-fu que sabía que era.
—¿A ti te parece que estos dos están sufriendo?
—No. —Me eché a temblar. Llevaba mucho tiempo sin compañía femenina. Demasiado tiempo.
—¿Te gustaría probarlo? Ese sufrimiento, digo. Conmigo.
—Sí —respondí. Todo mi entrenamiento, toda mi disciplina, todo mi control, al garete con una sola palabra.
—¿Tienes veinte rupias?
—No.
—Entonces sufre —dijo, y se alejó de mí.
—¿Lo ves? Ya te lo decía.
Y ella se fue, camino de la puerta, dejando a su paso una fragancia a rosas y a sándalo, mientras sus caderas me decían adiós con su vaivén, las pulseras de sus brazos y sus tobillos resonando como diminutas campanillas votivas que me llamaran a la oración en su cueva secreta. Una vez en la puerta, dobló el dedo índice, instándome sin palabras a que la siguiera. Y yo la seguí.
—Me llamo Kashmir —me dijo—. Regresa. Te enseñaré un conocimiento antiguo y sagrado. Una página cada vez. Veinte rupias por página.
Yo recogí mis absurdos, patéticos e inútiles granos de arroz y regresé junto a mis santos, absurdos e inútiles amigos.
—He comprado algo de arroz —le dije a Joshua tras escalar hasta mi refugio del acantilado—. Con él, Melchor puede hacer esas cosas que hace, y así nosotros tendremos suficiente para cenar.
Josh se hallaba sentado en el repecho de la cavidad, con las piernas dobladas en la posición del loto, las manos formando el mudra del Buda compasivo.
—Melchor me está enseñando la Vía de la Chispa Divina —anunció—. Primero hay que apaciguar la mente. Por eso se requiere tanta disciplina física, tanta atención al modo de respirar: hay que alcanzar un control absoluto para poder ver más allá de la ilusión del cuerpo.
—¿Y qué diferencia hay con lo que hacíamos en el monasterio?
—La diferencia es sutil, pero existe. Allí, la mente se montaba en una ola de acción, podíamos meditar mientras nos ejercitábamos con las estacas, o mientras disparábamos flechas, o mientras luchábamos. Aquí, el objetivo es ver más allá del momento, llegar al alma. Creo que empiezo a intuirlo. Estoy aprendiendo las posturas. Melchor dice que un yogui experimentado puede pasar todo su cuerpo por una argolla del tamaño de su cabeza.
—Genial, Josh, qué práctico. Y ahora, déjame que te hable yo a ti de la mujer que he conocido. —De un salto me planté en el saliente del acantilado en el que meditaba mi amigo, y me puse a contarle lo que me había ocurrido, a hablarle de la mujer, del Kama Sutra, y le expuse mi opinión, que tal vez aquella fuera precisamente la clase de información antigua y espiritual que un joven Mesías podía necesitar—. Se llama Kashmir, que significa blanda y costosa.
—Pero esa mujer es una prostituta, Colleja.
—No parecías tener nada en contra de las prostitutas cuando quisiste que te ayudara a aprender sobre el sexo.
—No, si no es que tenga nada contra ellas, es que tú no tienes dinero.
—Me ha parecido que le gustaba. Es posible que me haga un «pro bono», no sé si me explico. —Le di un codazo en las costillas, y le guiñé un ojo.
—Pro bono significa «por el bien público». ¿Es que se te está olvidando ya el latín?
—Ah, creía que significaba otra cosa. No, por el bien público no lo va a hacer.
—Creo que no —dijo Joshua.
De modo que, al día siguiente, a primera hora, me dirigí a Nicobar decidido a encontrar trabajo, pero hacia mediodía ya me encontraba en la calle, sentado junto a uno de aquellos niños mendigos, ciegos y sin piernas. La calle estaba atestada de comerciantes que pregonaban sus mercancías, cerraban tratos, compraban bienes y servicios, y el niño hacía su agosto con la calderilla que resultaba de todas aquellas transacciones. Yo no salía de mi asombro al ver la cantidad de monedas que cabían en el cuenco del muchacho. Allí debía de haber dinero suficiente como para poner en práctica tres páginas del Kama Sutra. No, no es que yo estuviera pensando en robarle a un pobre niño ciego.
—Óyeme, Patinete, se te ve algo cansado. ¿No quieres que te vigile el cuenco mientras tú reposas un poco?
—¡Saca tus manos de aquí! —El niño me agarró la muñeca (a mí, el maestro de kung-fu). Era rápido, el jovencito—. Sé lo que estás haciendo.
—Está bien, perfecto. ¿Quieres que te enseñe unos trucos de magia? ¿Unos juegos de manos?
—Sí, me encantará, teniendo en cuenta que soy ciego.
—Pues a ver si te aclaras.
—Si no te vas, llamo ahora mismo al maestro del gremio.
Me fui. Desolado, derrotado, sin dinero para ojear siquiera la primera línea del Kama Sutra. Regresé a los acantilados, trepé hasta mi cavidad y decidí consolarme con el poco de arroz que había sobrado de la cena. Abrí el zurrón y...
—¡Aaaah! —retrocedí de un salto—. Josh, ¿qué estás haciendo tú aquí metido? —Porque ahí estaba él, el rostro beatífico con las dos plantas de los pies pegadas a sus grandes orejas, algunas vértebras asomando, una mano, mi frasquito con el veneno del yin yang, y un frasco de mirra—. Sal de aquí. ¿Cómo has entrado?
Ya os he hablado en otras ocasiones de nuestros zurrones. En realidad, supongo que podríamos llamarlos también «petates». Estaban hechos con piel, tenían un asa larga para poder pasárnoslos por encima del hombro, y supongo que, si me lo hubierais preguntado antes de aquel día, os habría dicho que sí, que una persona cabía dentro, aunque no entera.
—Me lo ha enseñado Melchor. He tardado toda la mañana en meterme aquí. Quería darte una sorpresa.
—Pues me la has dado, te aseguro que me la has dado. ¿Puedes salir tú solo?
—Me temo que no. Diría que tengo las caderas dislocadas.
—De acuerdo. ¿Dónde está mi daga de filo de cristal?
—Está al fondo del zurrón.
—No sé por qué, pero sabía que ibas a responder eso.
—Si me sacas, te enseñaré otra cosa que he aprendido. Melchor me ha enseñado a multiplicar el arroz.
Minutos después, Joshua y yo estábamos sentados en el borde de mi cueva, atacados por las gaviotas, que se sentía atraídas por el arroz cocido que se amontonaba entre nosotros, en el repecho.
—Esto es lo más asombroso que he visto en mi vida.
Aunque, en realidad, no había visto cómo lo hacía. No se veía. Tú tenías un puñadito de arroz, y al momento, el puñadito ya era un cesto.
—Melchor dice que normalmente los yoguis tardan mucho más en aprender a manipular la materia de este modo.
—¿Cuánto más?
—Treinta, cuarenta años. Pasan mucho tiempo antes de aprenderlo.
—O sea, que esto para ti es como lo de sanar. Parte de tu herencia.
—Esto no es como lo de sanar, Colleja. Esto puede aprenderse, con el tiempo.
Lancé un puñado de arroz al aire para que se lo comieran las gaviotas.
—Te diré una cosa. Es evidente que a Melchor no le caigo bien, o sea que a mí no va a enseñar nada. Te propongo que intercambiemos conocimientos.
Empecé a comprar arroz, se lo llevaba a Joshua, él lo multiplicaba y vendíamos el excedente en el mercado. Al cabo de un tiempo pasamos a hacerlo con pescado, en vez de con arroz, porque se tardaba menos en reunir veinte rupias. Pero, antes de que eso sucediera, le pedí a Joshua que me acompañara al mercado. Aquel día también estaba lleno de vendedores que pregonaban sus mercancías, cerraban tratos, compraban bienes y servicios. A un lado, un mendigo ciego y sin piernas hacía su agosto con la calderilla.
—Patinete, quiero presentarte a mi amigo Joshua.
—Yo no me llamo Patinete —dijo el huérfano.