Authors: Christopher Moore
—¿Dónde vas? —me gritó el monje.
—A casa —le respondí.
—Muy bien. Ve a asustar a unos cuantos niños con tu ignorancia supina.
—Eso haré.
Intenté mantener los hombros rectos mientras caminaba, alejándome, pero sentía como si alguien desgarrara mi alma tirando de los músculos de mi espalda. Me juré que no me daría la vuelta y, despacio, con gran dolor, desanduve el sendero por el que habíamos llegado, convencido de que no volvería a ver a Joshua.
He iniciado una especie de rutina monótona aquí, en el hotel, y en ese sentido las cosas me recuerdan a mis tiempos en China. Mis horas de vigilia las ocupo escribiendo estas páginas, viendo la televisión, haciendo lo posible por enojar al ángel, y metiéndome en el baño a leer los Evangelios. Creo que son ellos los culpables de que mis noches se hayan convertido en un paisaje de pesadilla del que despierto cansado. He terminado el de Marcos, y el tipo vuelve a comentar eso de la resurrección, de unos hechos que van más allá de la muerte de Joshua, y de la mía. Se parece a la de ese otro, Mateo, el orden está algo cambiado, pero, básicamente, los dos relatan la historia del ministerio de Joshua, aunque a mí, lo que me hiela la sangre, es el relato de los acontecimientos de aquella última semana de la Pascua judía. El ángel no ha sido capaz de guardar el secreto: las enseñanzas de Joshua sobrevivieron y alcanzaron gran popularidad. (Ya ni siquiera cambia de canal cada vez que se menciona a Joshua en la tele, como sí hacía al principio, cuando llegamos.) Pero ¿es este el libro del que se extraen las enseñanzas de Joshua? Sueño con sangre y sufrimiento, y una soledad tan vacía que ni el eco sobrevive en ella, y despierto gritando, empapado en sudor, y ni al hacerlo logro sacudirme la sensación de soledad hasta que ha transcurrido un buen rato.
Ayer noche, cuando desperté, creí ver a una mujer de pie, a los pies de mi cama, y a su lado al ángel, las alas negras extendidas, rozando las paredes de la habitación. Entonces, sin darme tiempo a despertar del todo, el ángel cubrió a la mujer con las alas, y ella desapareció en su oscuridad y se marchó. Creo que fue entonces cuando desperté realmente, porque el ángel estaba ahí, tendido en la otra cama, contemplando la oscuridad, los ojos como perlas negras, fijos en las luces rojas, intermitentes, que parpadeaban en el rascacielos de enfrente, de esas que avisan a los aviones de la presencia de edificios. Ni rastro de alas, ni de túnica negra, ni de mujer. Solo Raziel con la mirada fija.
—¿Pesadilla? —me preguntó Raziel.
—Recuerdo —le respondí yo. ¿Estaba realmente dormido cuando tuve aquella visión? Recuerdo esa misma luz roja, parpadeante, muy tenue, reflejándose en el pómulo y la nariz de la mujer de la pesadilla (eran las únicas partes de su rostro que veía). Y aquellos perfiles elegantes encajaron en los recovecos de mi memoria como una llave en una cerradura, y abrieron la puerta a la canela, el sándalo, y a una risa más dulce que el mejor día de la infancia.
Dos días después de mi partida, ya me encontraba de nuevo a las puertas del monasterio, haciendo sonar el gong. El ventanuco se abrió, y del otro lado apareció el rostro de un monje nuevo, recién rasurado, con la piel del cuero cabelludo muchísimo más clara que la del resto de la cara.
—¿Qué?
—Los aldeanos se han comido nuestros camellos.
—Vete. La forma de tu nariz es desagradable, y tienes el alma algo grumosa.
—Joshua, déjame entrar. No tengo adonde ir.
—No puedo dejarte entrar así, sin más —susurró—. Debes esperar tres días, como todos. —Y entonces, sin duda para que le oyeran desde dentro, añadió—: ¡Pareces infestado de beduinos! ¡Lárgate!
Y cerró el ventanuco con vehemencia.
Me quedé ahí y esperé. Y esperé. A los pocos minutos volvió a abrirlo.
—¿Infestado de beduinos? —le pregunté.
—No seas así. Soy nuevo. ¿Has traído pan y agua para resistir?
—Sí. La anciana desdentada me ha vendido un poco de carne de camello seca. Había una oferta especial.
—La carne de camello es impura, seguro —comentó Joshua.
—¿Te acuerdas de la panceta?
—Ah, sí, lo siento. Intentaré conseguirte un poco de té y una manta sin que me vean. Pero tardaré un poco.
—¿Y crees que Gaspar me dejará regresar?
—Le ha desconcertado mucho que quisieras irte. Ha comentado que si alguien tiene que aprender disciplina, ese eres..., bueno, ya sabes, que creo que habrá algún castigo.
—Siento haberte dejado solo.
—No me has dejado. —Sonrió. Su aspecto, con la cabeza bicolor, le hacía parecer más tonto de lo que parecía normalmente—. Te diré una cosa que ya he aprendido.
—¿Qué cosa?
—Cuando yo mande, si alguien llama a la puerta, podrá entrar sin tener que esperar. Negarle la entrada a alguien que busca refugiarse del frío es peor que un pedazo de mantequilla rancia de yak.
—Amén.
Josh cerró con violencia la portezuela, sin duda el modo prescrito de hacerlo. Yo permanecí de pie, preguntándome cómo haría Joshua, cuando aprendiera a ser Mesías, para integrar la frase «pedazo de mantequilla rancia de yak» en un sermón. Eso, justo lo que necesitábamos los judíos: más restricciones alimentarias, pensé yo.
Los monjes me desnudaron y me echaron agua fría en la cabeza, antes de pasarme por el pelo, con gran vigor, unos cepillos hechos con cerdas de jabalí. A continuación me lo mojaron con agua caliente, me frotaron bien, volvieron a echarme agua fría, y así hasta que yo ya no podía más y les grité que pararan. En ese momento me rasuraron la cabeza, llevándose, en el proceso, tiras de cuero cabelludo. Después me echaron agua en el cuerpo para quitarme los pelos que se habían quedado pegados a él, y me alargaron una túnica naranja limpia, una manta y un cuenco de madera para el arroz. Más tarde me entregaron unas sandalias tejidas con las fibras de alguna planta, y yo me fabriqué unos calcetines con lana de yak, pero durante seis años, en esencia, ése fue el alcance de mi riqueza: una túnica, una manta, un cuenco, unas sandalias y unos calcetines.
Mientras el monje Número Ocho me conducía a mi encuentro con Gaspar, yo pensaba en mi viejo amigo Bartolomé, y en cómo le habría gustado a él la idea de mi recién hallada austeridad. A menudo comentaba que su maestro en el cinismo, Diógenes, se pasó años cargando con su cuenco, hasta que en una ocasión vio que alguien bebía juntando las dos manos, y declaró: «He sido un necio por cargar durante todos estos años con un cuenco, cuando al final de mis brazos tenía dos recipientes muy útiles».
Y, sí, muy bien, para Diógenes lo veo perfecto, pero cuando eso es todo lo que tienes, si alguien hubiera intentado quitarme el cuenco a mí, ese alguien habría perdido esos dos útiles recipientes que cuelgan al final de los brazos.
Gaspar estaba sentado en el suelo, en el mismo cuarto pequeño, con los ojos cerrados y las manos dobladas sobre las rodillas, delante de él.
—Siéntate.
Obedecí.
—Estas son las cuatro reglas por las que puedes ser expulsado del monasterio: una, los monjes no pueden mantener relaciones sexuales con nadie, ni siquiera con animales.
Joshua me miró y torció el gesto, como temiendo que yo fuera a decir algo que enojara a Gaspar.
—Está bien, nada de relaciones sexuales —me limité a comentar.
—Dos: los monjes, ya se encuentren en el monasterio o en la aldea, no tomarán nada que no les sea dado. Tres: si un monje, intencionadamente, le quita la vida a un ser humano o a un ser parecido al ser humano, ya sea recurriendo a su mano o a un arma, será expulsado.
—¿Un ser parecido a un ser humano?
—Ya lo entenderás —replicó Gaspar—. Cuatro: los monjes que aseguren haber alcanzado los estadios superiores, o que aseguren haber alcanzado la sabiduría de los santos, y no lo hayan hecho, serán expulsados. ¿Comprendes estas cuatro reglas?
—Sí —respondí. Joshua asintió.
—Entiende también que no existen circunstancias atenuantes. Si los demás monjes consideran que has cometido alguna de estas ofensas, deberás abandonar el monasterio.
Volví a asentir, y el mago pasó entonces a enumerar las trece reglas cuyo incumplimiento podía llevar a expulsar a un monje del monasterio durante quince días (la primera de las cuales no era otra que «no puede darse más emisión de semen que la que se produzca como resultado de un sueño»), y a continuación las noventa ofensas por las que podía producirse una reencarnación desfavorable si uno no se arrepentía de sus pecados (ofensas que iban desde la destrucción de todo tipo de vegetación hasta la privación deliberada de la vida de todo animal, pasando por sentarse al aire libre en compañía de una mujer, o declarar ante un seglar que se tenían poderes sobrenaturales, por más que fuera cierto). En resumen, que había un número extraordinario de reglas, más de cien relativas al decoro y las buenas maneras, docenas de ellas para la resolución de disputas... Pero no olvidéis que nosotros éramos judíos, que habíamos sido educados bajo la influencia de los fariseos, para los que prácticamente todos los actos de la vida cotidiana iban en contra de la Ley de Moisés. Y, además, con Baltasar, habíamos estudiado a Confucio, cuya filosofía era poco más que un sistema detallado de buenas maneras. A mí no me cabía duda de que Joshua podría cumplir con todo ello, y tal vez existiera la posibilidad de que yo también lo hiciera, si a Gaspar no le daba por usar su caña de bambú con demasiada frecuencia y yo lograba invocar de algún modo los sueños húmedos. (Eh, eh, que tenía dieciocho años y acababa de pasarme cinco años en una fortaleza, rodeado de concubinas disponibles. Había desarrollado cierta dependencia, ¿vale?)
—Monje Veintidós —le dijo Gaspar a Joshua—. Debes empezar por aprender a sentarte.
—Yo ya sé —tercié.
—Tú, número Veintiuno, esquilarás un yak.
—Eso es solo una manera de hablar, ¿verdad?
Pero no lo era.
El yak es un animal muy grande y muy peludo, parecido al búfalo, y con unos cuernos negros de aspecto peligroso. Si habéis visto alguna vez un búfalo de agua, imagináoslo cubierto de una peluca de cuerpo entero que le arrastra por el suelo. Espolvoreadlo con un poco de almizcle, excrementos y leche agria, y tendréis un yak. En una cueva que hacía las veces de establo, los monjes tenían un yak hembra, al que dejaban salir durante el día para que pastara por los caminos de la montaña. De hecho, no sé qué era lo que se llevaba a la boca, pues en los montes no parecía haber la suficiente vida vegetal como para alimentar a un animal de sus dimensiones (su grupa me llegaba a la cabeza), pero, bien mirado, en Judea tampoco parecía haber la suficiente vida vegetal para las cabras, y sin embargo el pastoreo era una de las principales ocupaciones.
El yak proporcionaba la cantidad justa de leche y de queso para recordar a los monjes que un solo yak no bastaba para surtir de leche y de queso a un monasterio formado por veintidós monjes. El animal también daba una lana larga, áspera, que debía ser esquilada dos veces al año. Esa tarea venerada, así como la de peinar la lana para limpiarla de excrementos, hierbas y ramas, recayó sobre mí. Además de esto que os cuento, no hay mucho más que decir sobre los yaks, salvo por un hecho relevante que a Gaspar le pareció más oportuno que yo aprendiera con la práctica: los yaks no soportan que los esquilen.
En los monjes Ocho y Siete recayó la tarea de vendarme, inmovilizarme las dos piernas y un brazo —fracturados—, y limpiarme las boñigas de yak que llevaba incrustadas por todo el cuerpo. Creedme: os hablaría de la diferencia entre aquellos dos estudiantes solemnes si se me ocurriera alguna, pero no me veo capaz. La meta de todo monje era desprenderse del ego, del yo, y exceptuando unas arrugas de más en el rostro de los más ancianos, todos me parecían idénticos, vestían y se comportaban igual. Yo, por mi parte, me diferenciaba bastante de los demás, a pesar de la cabeza rasurada y la túnica de color azafrán, pues llevaba más de la mitad del cuerpo vendado, y tres de mis cuatro extremidades unidas a cabestrillos de bambú.
Tras el desastre esquilando al yak, Joshua esperó hasta la medianoche para acercarse de puntillas a mi celda. Los suaves ronquidos de los monjes llenaban los pasillos, y el ligero aleteo de los murciélagos, que entraban en su cueva a través del monasterio, reverberaba en las paredes de piedra, produciendo algo así como el estertor final de una sombra epiléptica.
—¿Te duele? —me preguntó Joshua.
A pesar del frío intenso, las gotas de sudor me resbalaban por la cara.
—Apenas puedo respirar.
Los monjes Siete y Ocho me habían vendado las costillas, pero cada vez que respiraba era como si me clavaran un cuchillo en el costado.
Joshua posó su mano en mi frente.
—Me pondré bien, Josh. No tienes por qué hacerlo.
—¿Y por qué no habría de hacerlo? —replicó—. Habla en voz baja.
En cuestión de segundos, el dolor había desaparecido, y volvía a respirar con normalidad. Después me dormí, o me desmayé de gratitud. Cuando desperté, al alba, Joshua seguía arrodillado, a mi lado, con la mano todavía apoyada en mi frente. Se había quedado dormido en aquella posición.
Le llevé la lana limpia a Gaspar, que entonaba sus cánticos en el gran templo de la caverna. Abultaba bastante, y la dejé en el suelo, detrás del monje.
Ya empezaba a retirarme, caminando hacia atrás, cuando me llamó.
—Espera —me dijo, levantando un solo dedo al aire. Completó su cántico y se volvió hacia mí—. Té —añadió.
Se puso en marcha, y yo lo seguí hasta el cuarto en el que nos había recibido a Joshua y a mí cuando llegamos.
—Siéntate —me ordenó—. Siéntate, no esperes más.
Obedecí, mientras lo veía encender unos carbones sobre un brasero pequeño, de piedra, usando una cuerda con la que hacía girar un palo sobre un pedazo de musgo seco.
—Yo he inventado un bastoncillo que enciende los fuegos al instante —dije—. Podría enseñart...
Gaspar me dedicó una mirada asesina y volvió a levantar un dedo para apartar mis palabras del aire.
—Siéntate —dijo—. No hables. No esperes.
Calentó agua en un cazo de cobre hasta que hirvió, colocó unas hojas de té en un recipiente de barro cocido y vertió el agua sobre ellas. Dispuso dos tazas pequeñas sobre la mesa, y sirvió la bebida.
—¡Eh, atontado! —le grité—. Estás derramando el maldito té.
Gaspar sonrió y dejó el cuenco en la mesa.