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Authors: Christopher Moore

Cordero (35 page)

BOOK: Cordero
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—Tienes que llegar a ser el frío —dijo Joshua.

—Me gustabas más antes de que alcanzaras la iluminación —repliqué.

A partir de entonces Gaspar empezó a supervisar personalmente nuestro entrenamiento. Estaba con nosotros siempre que saltábamos de poste en poste, y nos obligaba a ejercitarnos sin piedad en las complejas series de manos y pies que componían nuestras prácticas de kung-fu. (Yo, mientras nos las enseñaba, no podía dejar de pensar en que ya había visto antes aquellos movimientos, hasta que recordé a Dicha ejecutando sus complicados pasos de baile en la fortaleza de Baltasar. ¿Habría enseñado Gaspar al brujo, o viceversa?) Mientras permanecíamos sentados, meditando, en ocasiones toda la noche, él se mantenía de pie, detrás de nosotros, con la caña de bambú preparada, y periódicamente nos golpeaba la espalda o la cabeza con ella, sin motivo aparente.

—¿Por qué lo hace? Yo no he hecho nada —me quejaba yo ante Joshua mientras tomábamos el té.

—No te golpea para castigarte, te golpea para que te mantengas en el momento.

—Bueno, pues ahora estoy en el momento, y en este momento lo que me gustaría sería darle una paliza y que se cagara.

—No lo dices en serio.

—¿Ah, no? ¿Qué se supone, que debo querer ser la mierda que le salga cuando se cague de la paliza que le dé?

—Sí, Colleja —respondió Joshua, muy serio—. Debes ser esa mierda. —Pero no logró mantener el rictus durante mucho tiempo, y mientras sorbía el té se le escapó la risa, y la bebida se le salió por la nariz. No podía parar de reírse a carcajadas. Los demás monjes, que sin duda habían estado escuchando nuestra conversación, se rieron también. Dos de ellos se reían tanto que empezaron a retorcerse en el suelo, sujetándose los costados.

Es muy difícil seguir sintiéndote ofendido cuando tienes una sala llena de tipos calvos, vestidos con túnicas naranjas, riéndose. Ay, el budismo.

Gaspar nos hizo esperar dos meses antes de llevarnos al peregrinaje de meditación especial, por lo que el invierno estaba ya bastante avanzado cuando emprendimos la agotadora expedición. La nieve se acumulaba de tal modo en la ladera de la montaña que, literalmente, debíamos excavar un túnel en el patio todas las mañanas para poder practicar nuestros ejercicios. Antes de que se nos permitiera empezar, Joshua y yo debíamos retirar la nieve de todo el patio, lo que implicaba que, algunos días, no empezábamos a entrenarnos hasta pasado el mediodía. En otras ocasiones, el viento de las montañas soplaba con tal fuerza que no veíamos más allá de un palmo de nuestras narices, y Gaspar ideaba ejercicios que pudieran ejecutarse en el interior del monasterio.

Ni a Joshua ni a mí nos devolvieron nuestras mantas, y yo me pasaba las noches tiritando de frío hasta que lograba conciliar el sueño. Aunque las ventanas altas estaban cerradas y los braseros de carbón ardían en las celdas ocupadas, durante el invierno nunca se alcanzaba algo remotamente parecido al bienestar físico. Para mi alivio, constataba que a los demás monjes el frío también les afectaba, y me di cuenta de que la postura habitual durante los desayunos consistía en envolver todo el cuerpo en torno a la taza humeante de té, para impedir que escapara la mínima cantidad del preciado calor que desprendía. Alguien que hubiera entrado en esos momentos en el comedor, al vernos allí acurrucados, ataviados con nuestras túnicas color azafrán, habría creído que se encontraba en un campo de calabazas gigantes. Pero, como mínimo, los demás (incluido Joshua), parecían hallar cierto alivio durante su meditación cuando, según decían, alcanzaban un estado en el que eran capaces de generar su propio calor. Yo todavía me encontraba en fase de aprendizaje de aquella disciplina. A veces me planteaba la posibilidad de encaramarme al fondo del templo, allí donde la cueva se estrechaba y centenares de murciélagos hibernaban, formando un amasijo de pelo y tendones. Seguro que el hedor resultaba insoportable, pero al menos se estaría calentito.

Cuando finalmente llegó el día de emprender el peregrinaje, yo seguía tan lejos como al principio de generar mi propio calor, por lo que sentí un gran alivio cuando Gaspar nos condujo a cinco de nosotros hasta un armario y nos entregó unas perneras y unas botas de lana de yak.

—La vida es sufrimiento —dijo Gaspar mientras le entregaba las perneras a Joshua—, pero es mejor soportarlo con las piernas en su sitio.

Partimos poco antes del alba de un día cristalino, que nacía tras una noche de viento brutal que había levantado gran parte de la nieve de la base de la montaña. Gaspar nos llevó hasta la aldea. En ocasiones avanzábamos con nieve hasta la cintura, otras veces saltábamos de piedra en piedra, y entonces nuestro entrenamiento con las estacas nos parecía de pronto mucho más práctico de lo que jamás creímos posible. En la ladera de aquella montaña, resbalar al pisar alguna de aquellas piedras podría haber supuesto que cayéramos quebrada abajo, y nos viéramos sepultados bajo quince metros de nieve.

Los aldeanos nos recibieron con gran alborozo, salieron de sus casas de piedra y barro para llenarnos los cuencos con arroz y tubérculos. Hicieron sonar unas campanillas de latón y tañeron el cuerno de yak en nuestro honor antes de regresar apresuradamente junto a sus fuegos y cerrar las puertas para protegerse del frío. Fue un momento festivo, pero fugaz. Gaspar nos condujo a la casa de la mujer desdentada a la que Joshua y yo habíamos conocido hacía ya tanto tiempo, y todos nos acostamos sobre la paja de su establo, entre sus cabras y un par de yaks. (Sus yaks eran mucho más pequeños que el que nosotros criábamos en el monasterio, se parecían más a vacas de tamaño normal. Más tarde descubriría que la nuestra era descendiente de los yaks salvajes que vivían en las altas planicies, mientras que los suyos eran de los que llevaban miles de años domesticados.)

Cuando los demás se acostaron, yo me colé furtivamente en casa de la anciana, en busca de algo de comer. Se trataba de una construcción pequeña, de piedra, con dos estancias. La primera de ellas recibía la luz tenue a través de una única ventana, cubierta por una piel oscura y lisa de animal, luz amarillenta, pues la emitía la luna llena. Yo distinguía sombras, más que objetos, pero avancé palpando hasta encontrarme con lo que creí que era un saco de nabos. Extraje uno de aquellos tubérculos secos de la bolsa, le quité la tierra con la palma de la mano y sin esperar más hundí los dientes y di un buen mordisco a la carne crujiente, terrosa, que me llenó de placer. Hasta ese momento nunca me habían gustado los nabos, pero allí mismo resolví que iba a sentarme y dar buena cuenta de ellos, hasta que el contenido del saco quedara transferido en su totalidad a mi estómago. Pero entonces oí un ruido en el aposento.

Dejé de masticar y presté atención. Al poco vi que había alguien de pie, en el quicio de la puerta que separaba los dos cuartos. Contuve la respiración y oí que la mujer hablaba en chino, con su peculiar acento.

—Quitarle la vida a un ser humano, o a un ser parecido a un ser humano. Tomar algo que no te es dado. Asegurar poseer poderes sobrenaturales.

Tardé un poco, pero finalmente me di cuenta de que aquella mujer recitaba las reglas por las que un monje podía ser expulsado del monasterio. Cuando se plantó frente a la luz tenue que provenía de la ventana, añadió:

—Mantener relaciones sexuales, aunque sea con animales.

Solo entonces vi que aquella anciana desdentada estaba completamente desnuda. Un pedazo de nabo, a medio masticar, abandonó mi boca y fue a aterrizar en medio de mi túnica. La vieja, ya muy cerca, dio un paso al frente. Yo creí que lo hacía para recoger lo que se me había caído, pero lo que hizo fue agarrar lo que yo tenía debajo de la túnica.

—¿Tienes poderes sobrenaturales? —me preguntó la anciana tirando de mi hombría, una hombría que, para mi asombro, respondió asintiendo.

Creo que es de justicia aclarar, llegados a este punto, que desde que había abandonado la fortaleza de Baltasar habían transcurrido dos años, y otros seis meses desde que el demonio había matado a todas las muchachas menos a Dicha, recortando así mi suministro habitual de compañeras sexuales. Y quiero que conste en acta que había mostrado una adhesión inquebrantable a las reglas del monasterio, permitiendo solo la emisión de las poluciones nocturnas que acompañaban algunos sueños (aunque, todo hay que decirlo, había adquirido cierta práctica a la hora de dirigir esos sueños en la dirección que me interesaba; la disciplina mental y la meditación no eran del todo inútiles, después de todo). Pues bien, dicho esto, lo cierto es que mis resistencias se hallaban en un estado de gran precariedad cuando aquella anciana apergaminada y sin un solo diente me convenció mediante la amenaza y la intimidación de compartir con ella lo que los chinos llaman la Danza Prohibida del Mono. Cinco veces.

Imaginad, pues, mi vergüenza cuando el hombre que salvaría el mundo me encontró a la mañana siguiente con aquel amasijo retorcido de carne china, con aquella arpía, oralmente sujeta a mi carnosa pagoda de dicha expandible, por más que yo estuviera roncando, entregado a la trascendente digestión del nabo.

—¡Aaah! —dijo Joshua, girándose hacia la pared y cubriéndose la cabeza con la túnica.

—¡Aaah! —dije yo, ya que la asqueada exclamación de mi amigo me había despertado.

—¡Aaah! —dijo la mujer, creo. (Su habla se veía generosamente impedida en esos momentos; si nadie me lo dice, tendré que decirlo yo.)

—¡Ostras! —balbució Joshua—. No puedes... Quiero decir que... la lujuria... ¡Ostras, Colleja!

—¿Qué? —le pregunté, como si no supiera a qué se refería.

—Me has echado a perder el sexo para el resto de mi vida. Cada vez que piense en sexo, me vendrá esta imagen a la mente.

—¿Y? —le pregunté, apartando a la anciana y llevándola a la otra estancia.

—Y... —Joshua se volvió y me miró fijamente a los ojos, antes de esbozar una sonrisa de oreja a oreja—. Gracias.

Yo me puse en pie y le dediqué una reverencia.

—Aquí estoy, para servirte —le dije, sonriendo también.

—Gaspar me envía a buscarte. Ya está listo para partir.

—Está bien. Será mejor que me despida, ya sabes —le dije, apuntando hacia la otra habitación.

Joshua se estremeció.

—No te ofendas —le dijo a la anciana, que se hallaba oculta en algún rincón, fuera de nuestra vista—. Es solo que me ha sorprendido.

—¿Quieres un nabo? —le dije, alargándole uno.

Joshua se dio media vuelta y se dirigió a la puerta.

—¡Ostras, Colleja! —dijo mientras salía.

19

Otro día pasado caminando por la ciudad con el ángel, otro sueño en el que una mujer estaba de pie a los pies de mi cama, y finalmente, al despertar —después de tantos años— he comprendido cómo debía sentirse Joshua, al menos en ciertos momentos, siendo único en su especie. Sé que no paraba de decir y repetir que era hijo del hombre, nacido de una mujer, que era uno de nosotros, pero era su herencia paterna la que lo hacía distinto. Ahora, yo, que estoy bastante seguro de que soy la única persona que camina sobre la tierra y que ya lo hacía dos mil años atrás, experimento una sensación muy intensa de ser único, de ser el único. Uno se siente solo. Por eso Joshua se internaba tan a menudo en aquellas montañas, y permanecía tanto tiempo en compañía de aquella criatura.

Ayer noche soñé que el ángel hablaba con alguien en la habitación, mientras yo dormía. En mi sueño, le oía decir: «Tal vez lo mejor sería matarle cuando termine. Partirle el cuello, echarlo a una alcantarilla». Es curioso que lo dijera sin un ápice de maldad en la voz. Al contrario, sonaba triste, muy triste. Por eso sé que era un sueño.

Nunca habría dicho que me apetecería regresar al monasterio, pero tras abrirme paso entre la nieve durante medio día, los muros de piedra y los pasillos oscuros me parecieron tan acogedores como el fuego encendido en un hogar. La mitad del arroz que habíamos recolectado como limosna se hirvió al momento y se introdujo en cilindros de bambú de medio palmo de diámetro, altos como piernas de hombre. La mitad de los tubérculos se almacenó, y el resto lo metimos en unos zurrones, junto con un poco de sal y otras cañas de bambú huecas, rellenas de té. Tuvimos el tiempo justo para sacudirnos un poco el frío del cuerpo arrimándonos a los fuegos donde se cocinaba el arroz, porque enseguida Gaspar nos ordenó que recogiéramos los cilindros y los zurrones y nos llevó a las montañas. Yo, hasta entonces, nunca me había fijado en que los monjes llevaran tanta comida cuando partían en peregrinación para entregarse a la meditación secreta. Y no entendía que, si cargábamos con más comida de la que podríamos comer en los cuatro o cinco días que estuviésemos fuera, Joshua y yo nos hubiéramos entrenado tanto en el ayuno y la abstinencia.

Al principio, la ascensión a la montaña nos resultó más sencilla, pues el viento había barrido la nieve del camino. Fue al llegar a los altos páramos, donde pastaban los yaks y la nieve nos azotaba el rostro, cuando la marcha se hizo difícil. Nos turnábamos para no ser los primeros de la fila, y abríamos camino en la nieve.

A medida que nos elevábamos, el aire se volvía tan ligero que incluso los monjes más curtidos debían detenerse con frecuencia a recobrar el aliento. El viento, además, traspasaba nuestras túnicas y perneras, como si no las lleváramos. Que el aire resultara tan fino y que, simultáneamente, el viento nos helara los huesos resulta irónico, supongo, aunque en aquel momento me costaba darme cuenta de la ironía.

—¿Por qué no podrías limitarte a ir donde los rabinos y aprender a ser Mesías con ellos, como hace todo el mundo? —dije—. ¿A ti te suena que en la historia de Moisés aparezca la nieve por alguna parte? No. ¿El señor se apareció a Moisés en forma de montaña de nieve? Yo diría que no. ¿Elías ascendió a los cielos en un carro de hielo? No. ¿Daniel salió ileso de una ventisca? No. A nuestro pueblo se le da mejor el fuego, Joshua, no el hielo. A mí no me suena para nada que en la Tora se mencione la nieve. Probablemente ni el Señor aparece por sitios en los que nieva. Esto es un inmenso error, no deberíamos haber venido, deberíamos regresar a casa tan pronto como esto termine. En conclusión: no siento los pies.

Todo esto lo dije sin resuello, resoplando.

—Daniel no salió ileso del fuego —observó Joshua sin inmutarse.

—¿Y quién va a culparle por ello? Seguramente estaba calentito ahí dentro.

—Salió ileso de la guarida del león.

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