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Authors: Christopher Moore

Cordero (34 page)

BOOK: Cordero
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—¡Mira, Raziel, pizza! —he exclamado, señalándole un cartel—. Compremos pizzas.

Él ha sacado algo de dinero del bolsillo y me lo ha entregado.

—Hazlo tú. Sabes hacerlo, ¿verdad?

—Sí, en mi época ya había comercio —he replicado, sarcástico—. Pizza no teníamos, pero comercio sí.

—Bien. ¿Y sabes usar esa máquina? —Ha apuntado con el dedo en dirección a una caja que contenía periódicos tras un cristal.

—Si no se abre tirando de esa asa, entonces no.

El ángel me ha parecido algo alterado.

—¿Cómo es que puedes recibir el don de lenguas y de pronto entender todos los idiomas, y no existe ningún don que te diga cómo funcionan las cosas en esta época? Explícamelo tú, porque yo no lo entiendo.

—Tal vez, si soltaras alguna vez el mando a distancia de la tele, hubiese aprendido algo más.

Lo que quería decir era que podría haber aprendido más del mundo exterior gracias a la tele, pero Raziel ha pensado que quería decir que necesitaba más práctica presionando los botones de los canales.

—Aprender a usar un televisor no es suficiente. Tienes que saber cómo funciona todo en este mundo.

Y, dicho esto, el ángel ha dado media vuelta y, a través del ventanal de la pizzeria, se ha puesto a mirar a los hombres que arrojaban discos de masa al aire.

—¿Por qué, Raziel? ¿Por qué tengo que saber cómo funciona este mundo? Pero si has sido tú el que me ha impedido aprender nada.

—Pues eso ya se terminó. Vamos a comernos una pizza.

—¿Raziel?

No ha querido explicarme nada más, y hemos dedicado el resto del día a pasear por la ciudad, a gastar dinero, a conversar con la gente, a aprender. A media tarde, Raziel le ha preguntado a un conductor de autobús dónde podíamos ir para conocer a Spiderman. La expresión de desengaño del ángel al oír la respuesta del conductor no querría volver a verla en otros dos mil años. Hemos regresado aquí, a la habitación, donde Raziel ha dicho:

—Echo de menos destruir ciudades llenas de seres humanos.

—Sí, ya te entiendo —le he dicho, aunque fue mi mejor amigo el causante de que esa práctica dejara de estar de moda, y ya iba siendo hora. Pero al ángel le hacía falta oírlo. No es lo mismo levantar falsos testimonios que solidarizarse con los sentimientos de los demás. Incluso Joshua comprendía la diferencia entre las dos cosas.

—Joshua, me asustas —le dije, hablando con la voz incorpórea que flotaba ante mí, en el templo—. ¿Dónde estás?

—Estoy en todas partes y en ningún lugar —me respondió la voz de mi amigo.

—¿Y cómo es que tu voz está frente a mí?

Todo aquello no me gustaba nada. Sí, claro, mis años junto a Joshua me habían curtido en lo que a experiencias sobrenaturales se refiere, pero mi meditación no me había llevado a un punto en el que pudiera aceptar con naturalidad que mi amigo fuera invisible.

—Supongo que es la naturaleza de la voz la que debe provenir de algún lugar, pero solo para que pueda ser liberada.

Gaspar estaba sentado en el templo, y al oír nuestras voces se levantó y se dirigió hacia mí. No parecía enfadado, aunque lo cierto era que nunca lo parecía.

—¿Por qué? —me preguntó, queriendo decir: «¿Por qué estás hablando y alterando la meditación de todos con tu ruido infernal, bárbaro?».

—Joshua ha alcanzado la iluminación —le respondí.

Gaspar no añadió nada, como si dijera: «¿Y qué? Para eso estáis aquí, insignificante esquilador de yaks».

—Y es invisible.

—Mu —pronunció la voz de Joshua. «Mu» significa «Nada más allá de la nada» en chino.

En un acto claro de espontaneidad descontrolada, Gaspar emitió un gritito de niña y dio un gran salto. Los monjes dejaron de entonar sus cánticos y alzaron la vista.

—¿Qué ha sido eso?

—Ha sido Joshua.

—Estoy libre de mi yo, de mi ego —prosiguió Joshua. Se oyó una especie de pitido breve, y un hedor molesto impregnó el aire.

Miré a Gaspar, que negó con la cabeza. Él, a su vez, me miró a mí, y yo me encogí de hombros.

—¿Has sido tú? —le preguntó Gaspar a Joshua.

—¿Yo en el sentido de que formo parte de todas las cosas, o yo en el sentido de que soy quien ha emitido el gas fétido? —preguntó Joshua.

—Esto último —aclaró Gaspar.

—No —respondió entonces Josh.

—Mientes —tercié yo, tan asombrado por ello como por el hecho de no poder ver a mi amigo.

—Y ahora, debería dejar de hablar. Tener voz me separa de todo lo que es. —Y dicho esto se sumió en el silencio, y Gaspar miró a su alrededor, como si estuviera a punto de dejarse arrastrar por el pánico.

—No te vayas, Joshua —le imploró el abad—. Quédate como estás, si debes hacerlo, pero ven a la sala del té mañana, al amanecer. —Gaspar me miró—. Y ven tú también.

—Yo debo entrenarme con las estacas mañana —dije.

—Quedas excusado —me aclaró Gaspar—. Y si Joshua vuelve a dirigirte la palabra esta noche, intenta persuadirlo para que comparta con nosotros su existencia.

Y, dicho esto, se alejó a toda prisa, de un modo muy poco iluminado.

Esa noche, ya estaba quedándome dormido cuando oí un pitido junto la pared, en el exterior de mi celda, seguido de un olor absolutamente repugnante que me desveló al instante.

—¿Joshua? —A gatas, abandoné mi celda y me dirigí al pasillo. Había unas aberturas altas en las paredes que permitían que por ellas se colara la luz de la luna, pero yo no veía más que su luz débil y azulada sobre las losas de piedra—. ¿Joshua? ¿Eres tú?

—¿Cómo lo has sabido? —me preguntó la voz incorpórea.

—Pues, para serte sincero, porque apestas, Josh.

—La última vez que bajamos a la aldea a pedir limosna, una mujer nos dio a Número Catorce y a mí un huevo milenario. Y no me sentó muy bien.

—Pues no entiendo por qué. Creo que, pasados, no sé, unos doscientos años, más o menos, es mejor no comérselos.

—Los entierran, los dejan en un sitio y luego los desentierran.

—¿Es por eso por lo que no puedo verte?

—No, eso es porque estoy de meditación. Me he liberado de todo. He alcanzado la libertad perfecta.

—Tú has sido libre desde que abandonamos Galilea.

—No es lo mismo. Eso es lo que he venido a decirte, que yo no puedo liberar a nuestro pueblo del yugo de Roma.

—¿Por qué no?

—Porque ésa no es la verdadera libertad. Toda libertad que puede ser concedida, también puede ser suprimida. No hacía falta que Moisés le pidiera al Faraón que liberara a nuestro pueblo, no hacía falta que los babilonios liberaran a nuestro pueblo, y no hace falta que nuestro pueblo sea liberado de los romanos. Yo no puedo darles la libertad. La libertad está en sus corazones, y las personas, simplemente, deben encontrarla.

—O sea que lo que estás diciendo es que no eres el Mesías.

—¿Cómo podría serlo? ¿Cómo un humilde ser va a pretender dar algo que no puede darse?

—Si no eres tú, ¿quién, Josh? Los ángeles y los milagros, tu poder para sanar y confortar. ¿Quién, si no tú, es el elegido?

—No lo sé. Yo no sé nada. He venido a decirte adiós. Estaré contigo, como parte de todas las cosas, pero tú no me percibirás hasta que alcances la iluminación. Ni te imaginas qué se siente, Colleja. Lo eres todo, lo amas todo, no necesitas nada.

—Muy bien. A partir de ahora, no te harán falta los zapatos, supongo.

—Las posesiones se interponen entre uno y su libertad.

—A mí eso me suena a un no. Pero hazme un favor, ¿de acuerdo?

—Por supuesto.

—Ven a escuchar lo que Gaspar quiere decirte mañana. —Y dame tiempo para pensar en una respuesta inteligente a alguien que es invisible y está loco, pensé para mí. Joshua era inocente, pero no era tonto. Debía ocurrírseme algo para salvar al Mesías, y que éste, a su vez, pudiera salvarnos a todos.

—Me voy al templo a pensar. Te veo mañana.

—No si yo te veo primero.

—Muy gracioso —dijo Josh.

Gaspar parecía más viejo que otras veces, muy viejo, de hecho, aquella mañana, cuando me reuní con él en la sala del té. Sus aposentos se limitaban a una celda del mismo tamaño que la mía, pero contigua a la sala de té, y con una puerta que podía cerrar. El frío se apoderaba del monasterio por las mañanas, y mientras el maestro preparaba la bebida caliente yo veía el vaho que salía de nuestras bocas. No tardó en sumarse a las nubes de vapor que se elevaban una tercera, que salía de mi lado de la mesa.

—Buenos días, Joshua —dijo Gaspar—. ¿Has dormido, o te has liberado también de esa necesidad?

—No, yo ya no duermo —le respondió Josh.

—Nos disculparás a Veintidós y a mí, pues a nosotros todavía nos hace falta alimentarnos.

Gaspar sirvió el té y cogió dos bolas de arroz del estante. Me alargó una, y yo la acepté.

—No he traído mi cuenco —me disculpé, temeroso de que Gaspar se enojara conmigo. ¿Cómo iba a saberlo? Los monjes siempre desayunaban juntos. Aquello se salía de la norma.

—Tienes las manos limpias —dijo Gaspar. Dio un sorbo al té y se sentó tranquilamente un rato, sin pronunciar palabra. El calor que proporcionaba el brasero que el sabio había usado para calentar el té no tardó en impregnar la habitación, y el aliento de Joshua dejó de verse. Resultaba claro que mi amigo se había liberado también de los problemas gástricos causados por la ingestión de aquel huevo de mil años. Yo empezaba a ponerme nervioso, consciente de que Número Tres nos estaba esperando a Joshua y a mí para proseguir con nuestro entrenamiento. Estaba a punto de decir algo cuando Gaspar levantó el índice para que no hablara.

—Joshua —dijo Gaspar—. ¿Sabes qué es un bodhisattva?

—No, maestro, no lo sé.

—Gautama Buda fue un bodhisattva. Los veintisiete patriarcas que ha habido desde Gautama Buda también fueron bodhisattvas. Hay quien dice que yo mismo soy un bodhisattva, aunque yo no lo digo.

—No hay budas —dijo Joshua.

—No, claro —admitió Gaspar—. Pero cuando alguien alcanza el lugar del buda y se da cuenta de que no hay buda porque todo es buda, cuando alguien alcanza la iluminación pero toma la decisión de no evolucionar hacia el nirvana hasta que todos los seres sensibles lo hayan precedido en el camino, entonces es un bodhisattva. Un salvador. Un bodhisattva, al tomar esa decisión, comprende lo único que puede comprenderse: la compasión ante el sufrimiento de sus congéneres. ¿Lo comprendes?

—Creo que sí —dijo Joshua—. Pero la decisión de convertirse en bodhisattva parece un acto de ego, una negación de la iluminación.

—Y lo es, Joshua. Es un acto de amor hacia uno mismo.

—¿Me estás pidiendo que me convierta en un bodhisattva?

—Si te dijera «Ama al prójimo como te amas a ti mismo», ¿te estaría pidiendo que fueras egoísta?

Se hizo el silencio durante unos instantes, y cuando miré hacia el punto del que provenía la voz de Joshua, vi que, gradualmente, volvía a hacerse visible.

—No —respondió.

—¿Por qué? —le preguntó Gaspar.

—«Ama al prójimo como a ti mismo... —se hizo una larga pausa, y yo imaginé que Joshua alzaba la vista al cielo en busca de respuesta, como hacía a menudo, antes de proseguir— pues él eres tú, y tú eres él, y todo lo que merece la pena amar es todo.» Joshua terminó de materializarse delante de nuestros ojos, totalmente vestido, con buen aspecto.

Gaspar le sonrió, y aquellos años de más que parecían asomar a su rostro parecieron esfumarse. Una gran paz se apoderó de sus rasgos, y por un momento habría podido ser tan joven como nosotros.

—Así es, Joshua. Eres un ser verdaderamente iluminado.

—Seré un bodhisattva para mi pueblo —dijo Joshua.

—Muy bien. Y, ahora, ve a esquilar el yak.

Al oírlo, se me cayó el cuenco de arroz al suelo.

—¿Qué?

—Y tú ve a reunirte con Número Tres y empezad a entrenar sobre las estacas.

—Déjame que lo esquile yo —le dije—. Yo ya lo he hecho.

Joshua me plantó una mano en el hombro.

—No te preocupes.

Gaspar dijo:

—Y, durante la próxima luna, después de pedir limosna, los dos iréis con el grupo a las montañas, y os entregaréis a una meditación especial. Vuestro entrenamiento empieza esta noche. No comeréis durante dos días, y debéis traerme vuestras mantas antes de que se ponga el sol.

—Pero si yo ya estoy iluminado... —protestó Joshua.

—Bien. Ve a esquilar el yak —insistió el maestro.

No sé de qué me sorprendí cuando, al día siguiente, vi aparecer a Joshua en el comedor comunitario con una bala de pelo de yak y ni un solo rasguño. A los demás monjes no les extrañó lo más mínimo. De hecho, apenas levantaron la vista del cuenco de arroz y del té. (En los años que pasé en el monasterio de Gaspar, descubrí que era prácticamente imposible sorprender a un monje budista, sobre todo si había recibido entrenamiento en kung-fu. Todos estaban tan atentos al momento presente que uno tenía que hacerse casi invisible y completamente silencioso si quería acercarse a un monje sin que este lo notara, e incluso en ese caso el susto clásico no bastaba para alterar sus chakras. Para lograr que reaccionara, tenías casi que clavarle una lanza, aunque si oía el silbido de esta al surcar el aire, era muy posible que la interceptara al vuelo, te la arrebatara y te la clavara él a ti. De modo que no, no se sorprendieron lo más mínimo cuando Joshua, intacto, apareció con la lana.)

—¿Cómo? —le pregunté, pues aquella palabra resumía en gran medida lo que me interesaba saber.

—Le he explicado lo que estaba haciendo —me respondió Joshua—. Y ella ha permanecido absolutamente inmóvil.

—¿Le has dicho lo que ibas a hacerle?

—Sí. Como no tenía miedo, no se ha resistido. El miedo nace de intentar ver el futuro, Colleja. Si sabes lo que viene, no tienes miedo.

—Eso no es cierto. Yo sabía lo que te esperaba (que el yak iba a pisotearte, y que a mí lo de sanar a otros no se me da tan bien como a ti), y tenía miedo.

—Ah. En ese caso, debo de estar equivocado. Será, simplemente, que tú no le caes bien.

—Sí, eso es más probable.

Joshua se sentó en el suelo, delante de mí. A él tampoco le estaba permitido comer nada, pero sí nos dejaban beber té.

—¿Tienes hambre?

—Yo sí, ¿y tú?

—Muchísima. ¿Qué tal has dormido esta noche? Sin la manta, digo.

—Hacía frío, pero he recurrido a los entrenamientos y he podido dormir.

—Yo lo he intentado, pero no he dejado de temblar. Y eso que todavía no estamos en invierno, Josh. Cuando empiece a nevar, nos helaremos sin la manta. No soporto el frío.

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