—No —replicó Elliot—. Podemos tomar nuestras propias decisiones. Yo no formaré parte de esto.
—Váyase, entonces —dijo ella—. El Congo no es un buen lugar para académicos.
Ella abrió su mochila y sacó una serie de conos blancos de cerámica y una cantidad de cajitas con antenas.
Unió una caja a cada cono de cerámica, luego entró en el primer túnel, colocó los conos contra la pared y se adentró en la oscuridad.
«Peter no feliz Peter».
—No —dijo Elliot.
«¿Por qué Peter no feliz?».
—Es difícil de explicar, Amy.
«Peter decir Amy buena gorila».
—Lo sé, Amy.
Karen Ross emergió de un túnel, y desapareció en el segundo. Elliot pudo ver el brillo de su linterna cuando colocaba los conos, y luego la perdió de la vista.
Munro salió a la luz del sol, con los bolsillos repletos de diamantes.
—¿Dónde está Ross?
—En los túneles.
—¿Haciendo qué?
—Al parecer está haciendo unas pruebas. —Elliot señaló los tres conos de cerámica que quedaban en el suelo, cerca de su mochila.
Munro cogió uno de los conos y lo examinó.
—¿Sabe qué es esto? —preguntó.
Elliot negó con la cabeza.
—Son RC —dijo Munro—, y está loca si los pone aquí. Hará volar todo.
Los RC, resonantes convencionales, eran explosivos regulados, una potente combinación de microelectrónica y tecnología explosiva.
—Usamos RC hace dos años en los puentes de Angola —explicó Munro—. Con una secuencia adecuada, ciento ochenta gramos de explosivo son capaces de derrumbar cincuenta toneladas de estructuras de acero. Basta uno de estos sensores —indicó una caja de control cerca de la mochila—, que detecta las ondas de choque de las primeras cargas y hace detonar las cargas posteriores en la secuencia regulada, para ocasionar ondas resonantes que literalmente sacuden la estructura, rompiéndola en pedazos. Es impresionante verlos funcionar. —Munro levantó la vista y la fijó en el Mukenko, que humeaba encima de ellos.
En ese momento, Ross salió del túnel, muy sonriente.
—Pronto tendremos nuestra respuesta —dijo.
—¿Respuesta?
—Acerca de la extensión de los depósitos. He puesto seis cargas sísmicas, lo que basta para obtener resultados.
—Usted ha puesto cargas resonantes —dijo Munro.
—Bueno, no tengo otra cosa. Tendrán que servir.
—Servirán —dijo Munro—. Tal vez demasiado bien. El volcán —señaló hacia arriba— está a punto de entrar en erupción.
—He puesto un total de ochocientos gramos de explosivos —dijo Ross—. Eso es menos de tres cuartos de kilo. No puede hacer nada.
—Es mejor que no intentemos descubrirlo.
Elliot escuchaba los argumentos de Ross con sentimientos contradictorios. A simple vista, las objeciones de Munro parecían absurdas: unas pocas cargas explosivas, no importaba cómo estuvieran reguladas, no podían causar una erupción volcánica. Era ridículo. A Elliot le parecía extraño que Munro destacara tan obstinadamente los peligros. Era como si éste supiera algo que ni Elliot ni Ross conocían, y ni siquiera podían imaginar.
En 1978, Munro había guiado una expedición a Zambia entre cuyos integrantes estaba Robert Perry, un joven geólogo de la Universidad de Hawai. Perry había trabajado en el proyecto VULCAN, el programa más avanzado financiado por la División de Proyectos de Investigación Avanzada del Departamento de Defensa.
VULCAN era un proyecto tan controvertido que durante las audiencias de la Subcomisión de Servicios Armados de la Cámara de Representantes, el proyecto VULCAN 7021 DPIAD / DD fue cuidadosamente sepultado entre «varios fondos para proyectos a largo plazo de seguridad nacional». Pero al año siguiente, el senador David Inaga (por Hawai), objetó el proyecto en su totalidad. Exigía saber «con exactitud su objetivo militar, y por qué los fondos provendrían exclusivamente del Estado de Hawai».
Los portavoces del Pentágono explicaron, imperturbables, que VULCAN era un «sistema de advertencia tsunami», de valor para los residentes de las islas hawaianas como también para las instalaciones militares de las mismas. Los expertos del Pentágono recordaron a Inaga que en 1948 había llegado un enorme tsunami que recorrió el océano Pacífico devastando primeramente Kauai, pero avanzando con tanta rapidez por el archipiélago hawaiano que al llegar a Oahu y Pearl Harbor veinte minutos después, no se había podido advertir a nadie sobre la inmensa ola.
«Ese tsunami fue causado por un alud volcánico submarino cerca de la costa del Japón —dijeron—. Pero Hawai tiene sus propios volcanes activos, y ahora Honolulú es una ciudad de un millón y medio de habitantes, con una presencia naval evaluada en más de treinta y cinco mil millones de dólares; en consecuencia, la posibilidad de predecir tsunamis como resultado de erupciones de volcanes hawaianos asume una importante significación a largo plazo».
En realidad, VULCAN no era un proyecto a largo plazo sino que estaba programado que fuese puesto en práctica cuando se produjese la siguiente erupción del Mauna Loa, el volcán activo más grande del mundo, situado en la gran isla de Hawai. El propósito determinado de VULCAN era controlar las erupciones volcánicas a medida que se desarrollaban; el Mauna Loa fue escogido porque sus erupciones eran relativamente suaves.
Aunque sólo alcanza una altura de 5.115 metros, el Mauna Loa es la mayor montaña del mundo. Si se la mide desde su nacimiento en las profundidades del lecho oceánico, Mauna Loa tiene el doble de volumen cúbico que el monte Everest; se trata de una formación geológica única y extraordinaria. Desde hace mucho tiempo, el Mauna Loa es el volcán más cuidadosamente estudiado de la historia: Desde 1928 en su cráter hay un laboratorio científico permanente. Es también el volcán con el que más se ha interferido, pues cada tres años la lava que baja por sus laderas es desviada mediante todo tipo de procedimientos, desde bombardeos aéreos a cuadrillas locales con palas y bolsas de arena.
VULCAN intentaba alterar el curso de la erupción del Mauna Loa «abriendo respiraderos» al gigantesco volcán, liberando de ese modo enormes cantidades de magma fundida mediante una serie de explosiones reguladas, no nucleares, que serían detonadas a lo largo de líneas de falla. En octubre de 1978, VULCAN fue llevado a cabo en secreto, utilizando equipos con experiencia en hacer detonar cargas resonantes de fuertes explosivos. El proyecto VULCAN duró dos días; el tercero, el laboratorio volcánico Mauna Loa, que es civil, anunció públicamente que «la erupción de octubre del Mauna Loa ha sido menor de lo que se esperaba, y no se anticipan futuras erupciones».
El proyecto VULCAN era secreto, pero Munro se había enterado de todo una noche de borrachera alrededor de la fogata del campamento, cerca de Bangazi. Y lo recordó ahora que Ross planeaba una secuencia de explosivos resonantes en una región donde había un volcán en fase eruptiva. El postulado básico de VULCAN era que enormes fuerzas geológicas encerradas —sean de un terremoto, volcán o tifón del Pacífico— pueden ser desatadas de manera devastadora por una descarga de energía relativamente pequeña.
Ross se preparaba a hacer estallar los resonantes cónicos.
—Creo —dijo Munro— que antes de hacerlo debería tratar de ponerse nuevamente en comunicación con Houston.
—Eso no es posible —dijo Ross, muy segura de sí—. Se requiere que juzgue yo sola, y he decidido estimar la extensión de los depósitos de diamantes en las colinas.
A medida que progresaba la discusión, Amy se alejó. Levantó el detonador que estaba junto a la caja de Ross. Era un pequeño dispositivo brillante que fascinó a la gorila. Se dispuso a apretar los botones.
Karen Ross la vio.
—Oh, Dios mío.
Munro se volvió.
—Amy —dijo, suavemente—. Amy, no. No. Amy, sé buena.
«Amy buena gorila. Amy buena».
Amy tenía el detonador en una mano. Se sentía cautivada por los colores brillantes. Echó un vistazo a los seres humanos.
—No, Amy —repitió Munro. Luego se volvió hacia Elliot—. ¿No puede detenerla?
—Oh, qué diablos —dijo Ross—. Adelante, Amy.
Una serie de fuertes explosiones hizo volar fulgurante polvillo de diamantes de los pozos de las minas, y luego todo quedó en silencio.
—Bueno —dijo Ross por fin—, espero que esté satisfecho. Está perfectamente claro que una carga explosiva tan pequeña no podía afectar al volcán. En el futuro, será mejor que sea yo quien se encargue de los aspectos científicos, y…
Entonces, el Mukenko retumbó, y la tierra tembló con tanta fuerza que todos cayeron al suelo.
A la una de la tarde, hora de Houston, R. B. Travis frunció el entrecejo ante la pantalla de la computadora. Acababa de recibir la última imagen fotosférica del observatorio de Kitt Peak. Había esperado la información el día entero. Ésa era una de las razones por las que estaba de mal humor.
La imagen fotosférica era negativa: la esfera del sol aparecía negra en la pantalla, con una brillante cadena blanca de manchas solares. En la esfera había por lo menos quince grandes manchas, una de las cuales originaba la gran explosión solar que estaba convirtiendo su vida en un infierno.
Hacía dos días que Travis dormía en STRT. Todas las operaciones iban mal. La empresa tenía un equipo en el norte de Pakistán, no lejos de la agitada frontera afgana: otro en Malasia central, en una zona donde actuaba la guerrilla comunista; y el grupo del Congo, con problemas de nativos rebeldes y unas criaturas desconocidas semejantes a gorilas.
La explosión solar había interrumpido las comunicaciones con todos los equipos del mundo por más de veinticuatro horas. Travis había hecho simulaciones en la computadora para todos aquellos con puestas al día cada seis horas. Los resultados no le satisficieron. El equipo de Pakistán estaba bien, probablemente, pero tardaría seis días más de lo programado, con un costo adicional de doscientos mil dólares. El grupo de la Malasia estaba en serio peligro, y el del Congo había sido calificado como «de futuro impredecible». Travis había tenido dos equipos igualmente clasificados en el pasado, uno en el Amazonas en 1976, y otro en Sri Lanka en 1978, y en ambos casos había perdido personal.
Las cosas iban mal. Sin embargo, el último informe era mucho más alentador. Al parecer hacía unas horas habían establecido un breve contacto con el Congo, aunque no hubo verificación de respuesta por parte de Ross. No sabía si habría recibido o no la advertencia. Miró la esfera negra con frustración.
Richards, uno de los principales programadores, asomó la cabeza por la puerta.
—Tengo algo importante para el equipo del Congo.
—Suelta —dijo Travis para quien cualquier noticia relacionada con el Congo era de especial interés.
—La estación sismológica sudafricana de la Universidad de Johannesburgo informa de que ha detectado temblores de tierra que se iniciaron a las 12.04 hora local. Las coordenadas estimadas del epicentro señalan el monte Mukenko, en la cadena de Virunga. Los temblores son múltiples, de una intensidad de cinco a ocho en la escala de Richter.
—¿Hay confirmación? —preguntó Travis.
—Nairobi es la estación más próxima, y ellos computan una intensidad de seis a nueve en la escala de Richter, o nueve en la de Morelli, con fuerte deyección del cono. Predicen igualmente que las condiciones atmosféricas locales son idóneas para que se produzcan grandes descargas eléctricas.
Travis consultó su reloj.
—Las 12.04, hora local, fue hace casi una hora —dijo—. ¿Por qué no fui informado?
—La información de la estación africana acaba de llegarnos —dijo Richards—. Supongo que piensan que otra erupción volcánica no es cosa del otro mundo.
Travis suspiró. Ése era el problema. La actividad volcánica estaba considerada como un fenómeno común de la superficie de la Tierra. Desde 1965, el primer año que se registraron datos globales, cada año se habían producido veintidós erupciones importantes a un ritmo de una erupción cada dos semanas aproximadamente. Las estaciones no se apresuraban a informar acerca de fenómenos «comunes». La demora era prueba del tedio.
—Pero tienen problemas —dijo Richards—. Con los satélites obstruidos por las manchas solares, todos tienen que transmitir cables por la superficie de la Tierra. Y supongo que, en lo que les atañe, el noreste del Congo está deshabitado.
Travis preguntó:
—¿Es malo nueve en la escala de Morelli?
Richards hizo una pausa.
—Es muy malo, señor Travis —dijo por fin.
En el Congo el movimiento de la tierra era de intensidad ocho en la escala de Richter, nueve en la de Morelli. Con esta intensidad, la tierra tiembla tanto que es difícil mantenerse en pie. La tierra se desplaza lateralmente y se abren grietas. Se desmoronan los árboles e incluso caen edificios con estructuras de acero.
Para Elliot, Ross y Munro, los cinco minutos siguientes al comienzo de la erupción fueron una horrenda pesadilla. Elliot dijo luego que «
todo
se movía. Todos perdimos el equilibrio; tuvimos que arrastrarnos a gatas, como bebés. Incluso después de que nos alejáramos de los túneles de la mina, la ciudad se balanceaba como un tembladal. Pasó un momento —tal vez medio minuto— antes de que los edificios empezaran a caer. Entonces, todo —paredes y techos— comenzó a derrumbarse al mismo tiempo. Grandes bloques de piedra caían con estrépito en la jungla. Los árboles bailaban, y pronto empezaron a caer también».
El ruido ensordecedor de la ciudad perdida desmoronándose se agregaba al del Mukenko. El volcán había dejado de retumbar, pero se oían explosiones intermitentes de lava. Estas explosiones producían ondas de choque; aun cuando la tierra era firme bajo sus pies, oleadas de aire caliente los arrojaban al suelo de improviso. «Era —recordaba Elliot—, como estar en medio de una guerra».
Amy estaba aterrorizada. Gruñendo de terror, saltó a los brazos de Elliot y de inmediato se orinó encima, mientras corrían de regreso al campamento.
Un fuerte temblor volteó a Ross. Se incorporó, y avanzó a trompicones, consciente de la humedad y de las densas cenizas y humo despedidos por el volcán. A los pocos minutos, el cielo se oscureció, como si fuera de noche, y los primeros relámpagos hendieron las nubes. La noche anterior había llovido; la jungla estaba mojada, el aire saturado de humedad. Es decir, que se daban todos los requisitos para una tormenta eléctrica. Karen Ross se sintió perversamente dividida entre el deseo de observar ese fenómeno único y el de correr para salvar su vida.