Los gorilas atacaban desde todas las direcciones. Seis de ellos se estrellaron al mismo tiempo contra la cerca y fueron repelidos con un estallido de chispas. Entonces cargaron otros, arrojándose contra la tenue tela metálica de la cerca; el siseo de las chispas y el chillido de los monos colobos llenó el aire. De pronto, de las ramas de los árboles comenzaron a descolgarse gorilas sobre el campamento. Munro y Kahega empezaron a disparar hacia arriba, mientras los silenciosos rayos láser horadaban el follaje. Nuevamente oyó el sonido de suspiros. Elliot se volvió y vio más gorilas que tiraban de la cerca, que se había desconectado y ya no hacía más chispas.
Se dio cuenta de que el veloz y sofisticado equipo no contenía a los gorilas: se necesitaba el ruido. Munro tuvo la misma idea, porque gritó algo en swahili a los hombres —que dejaron de disparar— y gritó a Elliot:
—¡Quite los silenciadores! ¡Los silenciadores!
Elliot aferró el cañón negro del primer dispositivo instalado sobre un trípode y lo arrancó, maldiciendo. Estaba muy caliente. Inmediatamente, mientras se apartaba del trípode, un ruido ensordecedor llenó el aire y dos gorilas cayeron pesadamente de los árboles, uno todavía con vida. Éste cargó contra Elliot en el momento en que quitaba el silenciador del segundo trípode. El pesado cañón giró y disparó sobre el gorila casi a quemarropa. Un líquido caliente salpicó a Elliot en la cara. Sacó el silenciador del tercer trípode y se arrojó al suelo.
El fragor de las ametralladoras y las nubes acres de cordita tuvieron un efecto inmediato sobre los gorilas. Retrocedieron desordenadamente. Hubo un período de silencio, si bien los centinelas dispararon varias veces, lo que hizo que las máquinas sobre los trípodes recorrieran rápidamente la jungla, vibrando y buscando un blanco.
Luego las máquinas dejaron de buscar, y se detuvieron. La jungla estaba silenciosa.
Los gorilas se habían ido.
23 de junio de 1979
Los cadáveres de dos gorilas yacían sobre la tierra, poniéndose cada vez más rígidos en la tibieza de la mañana. Elliot pasó dos horas examinando los animales. Los dos eran machos adultos en la plenitud de la vida.
La característica más sorprendente era el color gris uniforme. Las dos razas conocidas de gorilas, el gorila de montaña, de Virunga, y el de los llanos, cerca de la costa, tenían el pelaje negro. Las crías eran a menudo marrones con un mechón de pelo blanco en la zona del sacro, pero se les oscurecía en los cinco primeros años. Para los doce años, los machos adultos tenían una franja plateada en el lomo y el sacro, señal de madurez sexual.
Con el tiempo el pelo se volvía gris, del mismo modo que ocurría con las personas. Al principio, a los gorilas machos les aparecían unos mechones grises sobre las orejas. A medida que pasaban los años, más pelos del cuerpo se tornaban grises. Cuando el animal se convertía en anciano —alrededor de los treinta años de vida— sólo conservaban negros los brazos.
Elliot procedió a medir los cuerpos de los dos ejemplares muertos. De la cabeza a las patas medían, respectivamente, 139,2 centímetros y 141,7 centímetros. Normalmente los gorilas de montaña machos medían entre 149 y 207 centímetros. Para tratarse de gorilas, estos animales eran mucho más bajos, y decididamente pequeños. Los pesó: 127 kilos y 173 kilos, respectivamente. La mayor parte de los gorilas de montaña pesaba entre 140 y 225 kilos.
Elliot registró treinta dimensiones esqueléticas adicionales para analizarlas en la computadora una vez que regresara a San Francisco. Estaba convencido de que encontraría algo interesante. Con un cuchillo hizo una disección en la cabeza del primer animal, cortando el pelaje gris para revelar el músculo y el hueso subyacente. Estaba interesado en la cresta sagital, el reborde óseo que corre por el centro del cráneo desde la frente hasta la nuca. La cresta sagital es un rasgo característico del cráneo del gorila que no se encuentra en otros monos ni en el hombre; es el que les da ese aspecto de cabeza puntiaguda.
Elliot pudo establecer que la cresta sagital estaba poco desarrollada en estos machos. En general, la musculatura craneana parecía más propia de un chimpancé que de un gorila. Elliot tomó medidas adicionales de las cúspides molares, la mandíbula, la plataforma simiesca y la caja del cráneo.
Para el mediodía, su conclusión estaba clara: se trataba, al menos, de una nueva raza de gorila, igual que el de montaña o de los llanos, aunque posiblemente era una especie totalmente nueva.
«Algo sucede al hombre que descubre una nueva especie animal —escribió Lady Elizabeth Forstmann en 1879—. De inmediato olvida a su familia y amigos, y a todos quienes estaban próximos a él, y a quienes quería; olvida a los colegas que apoyaron sus esfuerzos profesionales; con crueldad, olvida a padres e hijos; resumiendo, abandona a todos los que lo conocieron antes de su insensata avidez por la fama en manos del demonio llamado Ciencia».
Lady Forstmann sabía de qué hablaba, pues su marido acababa de abandonarla después de descubrir el urogallo noruego de cresta azul en 1878. «En vano —observaba— pregunta una qué importa que se agregue otro pájaro o animal a la rica variedad de creaciones divinas, que, según estimaciones del Linneo, alcanza a millones. No hay respuestas para esa pregunta, porque el descubridor se ha sumado a las filas de los inmortales, o así lo imagina, y está más allá del poder de la gente común disuadirlo».
Ciertamente, Peter Elliot habría negado que su propio comportamiento se pareciera al del disoluto noble escocés.
[7]
No obstante, descubrió que sentía tedio ante la perspectiva de continuar con las exploraciones en Zinj. No le interesaban los diamantes, ni los sueños de Amy. Sólo quería regresar a su país con un esqueleto del nuevo espécimen, que dejaría alelados a sus colegas de todo el mundo. De repente recordó que no tenía esmoquin, y empezó a preocuparse por asuntos de nomenclatura. Imaginó que en el futuro habría tres especies de simios africanos:
Pan troglodytes
, el chimpancé.
Gorilla gorilla
, el gorila.
Gorilla elliotensis
, una nueva especie de gorila gris.
Aunque en última instancia rechazaran la categoría de la especie y el nombre, él habría logrado mucho más de lo que podía llegar a soñar la mayoría de los científicos dedicados al estudio de los primates.
Elliot estaba encandilado por sus propias perspectivas.
Analizando las cosas retrospectivamente, nadie, en realidad, pensaba con claridad esa mañana. Cuando Elliot dijo que quería transmitir a Houston las grabaciones de los sonidos de respiración, Ross le respondió que era un detalle trivial que podía aguardar. Elliot no insistió. Más tarde ambos lamentaron su decisión.
Y cuando más tarde oyeron fuertes explosiones, como disparos lejanos de artillería, no prestaron atención. Ross supuso que se trataba de los hombres del general Muguru luchando contra los Kiganis. Munro le dijo que la lucha era por lo menos a ochenta kilómetros de allí, demasiado lejos para que pudiera oírse, pero no ofreció una explicación alternativa para el ruido.
Debido a que Ross no hizo la transmisión matinal a Houston, no se enteró de los nuevos cambios geológicos que podrían haber dado una significación distinta a las detonaciones.
Estaban fascinados por la tecnología empleada la noche anterior, seguros de su poder. Sólo Munro permanecía impasible. Había revisado la provisión de municiones, con resultado descorazonador.
—Ese sistema láser es espléndido, pero gasta demasiadas balas —dijo Munro—. Anoche consumimos la mitad de todas nuestras municiones.
—¿Qué podemos hacer? —preguntó Elliot.
—Esperaba que usted tuviera una respuesta —replicó Munro—. Usted examinó los cuerpos.
Elliot expresó su creencia de que estaban ante una nueva especie de primate. Resumió sus descubrimientos anatómicos, que respaldaban sus creencias.
—Eso está muy bien —dijo Munro—. Pero me interesa saber cómo actúan, no cómo son. Usted mismo lo dijo: los gorilas son animales diurnos, y éstos son nocturnos. Los gorilas son tímidos, por lo general, y eluden a los hombres, mientras que estos son agresivos y atacan a los hombres. ¿Por qué?
Elliot tuvo que reconocer que no lo sabía.
—Teniendo en cuenta las provisiones de balas que nos quedan, me parece que es necesario averiguarlo —dijo Munro.
El lugar lógico para empezar era el templo, con su enorme y amenazadora estatua del gorila. Regresaron esa tarde, y detrás de la estatua encontraron una serie de cubículos. Karen Ross pensó que allí vivían los sacerdotes que profesaban el culto a los gorilas.
Dio una explicación complicada:
—Los gorilas de la jungla circundante aterrorizaban a los habitantes de Zinj, que a fin de apaciguarlos ofrecían sacrificios. Los sacerdotes eran una clase aparte, separada de la sociedad. Habrán observado que en la entrada de la fila de cubículos hay un recinto muy pequeño. Aquí había un guardián que evitaba que la gente se acercara a los sacerdotes. Era todo un sistema religioso.
Elliot no se mostró convencido; Munro tampoco.
—Incluso la religión es práctica —dijo Munro—. Supuestamente la gente saca algún provecho de ella.
—Las personas adoran aquello que temen —dijo Ross—, con la esperanza de controlarlo.
—Pero ¿cómo podían controlar a los gorilas? —preguntó Munro—. ¿Qué podían hacer?
Cuando por fin llegó la respuesta, fue sorprendente, pues toda su línea de razonamiento era errónea.
Pasando los cubículos, llegaron a una serie de largos pasillos decorados con bajorrelieves. Utilizando el sistema de computación infrarroja, lograron ver los bajorrelieves, que eran escenas dispuestas en un cuidadoso orden, como en un libro de texto ilustrado.
La primera escena representaba una serie de gorilas enjaulados. Un hombre negro permanecía de pie cerca de las jaulas con un palo en una mano.
La segunda escena mostraba a un africano de pie junto a dos gorilas que tenían con una cuerda alrededor del cuello.
La tercera escena mostraba a un africano instruyendo a los gorilas en un patio. Los animales estaban atados a estacas en cuyo extremo superior se veía un aro.
La escena final mostraban a los gorilas atacando una hilera de muñecos de paja, que colgaban de un soporte de piedra. Ahora conocían el significado de lo que habían encontrado en el patio del gimnasio, y de la cárcel.
—Por Dios —dijo Elliot—. Los
adiestraban
.
Munro asintió.
—En efecto —dijo—. Los adiestraban como guardianes para que vigilaran las minas. Una élite de animales despiadados e insobornables. No es una mala idea, si se analiza.
Ross volvió a examinar el edificio, y se dio cuenta de que no era un templo, sino una escuela. Se le ocurrió una objeción: esas imágenes tenían cientos de años, los adiestradores habían muerto hacía siglos. Sin embargo, los gorilas aún estaban allí.
—¿Quién les enseña ahora?
—Ellos mismos —dijo Elliot.
—¿Es posible?
—Perfectamente posible. La enseñanza entre miembros de la misma especie es común entre los primates.
Se trataba de una pregunta que los investigadores venían haciendo desde hacía mucho tiempo. Pero Washoe, el primer primate de la historia en aprender el lenguaje de signos, se lo enseñó a su cría. Los primates que conocían el lenguaje lo enseñaban libremente a otros animales en cautiverio; además, podían enseñar a las personas, haciendo señas de forma lenta y repetida hasta que los estúpidos e ignorantes seres humanos aprendían.
De modo que era posible que una tradición de lenguaje y comportamiento se trasmitiera de una generación a otra de primates.
—¿Quiere decir —preguntó Ross— que las personas de esta ciudad han desaparecido hace siglos, pero que los gorilas que ellos adiestraron siguen aquí?
—Así parece —afirmó Elliot.
—¿Y usan herramientas de piedra? —preguntó ella—. ¿Paletas de piedra?
—Sí —contestó Elliot. La idea de que se valieran de herramientas no era tan absurda como a simple vista parecía. Los chimpancés eran capaces de valerse de herramientas complicadas, de las cuales la más sorprendente era la utilizada en la denominada «pesca de termitas». Los chimpancés doblaban cuidadosamente una ramita, la introducían en un nido de termitas y «pescaban» larvas suculentas.
Los observadores humanos llamaron a esta actividad «uso primitivo de herramientas», hasta que ellos mismos lo intentaron. Resultó que encontrar una ramita adecuada y pescar termitas no era nada primitivo. Por lo menos, resultó estar fuera de la capacidad de las personas que lo intentaron. Los pescadores humanos abandonaron la tarea, con un nuevo respeto por los chimpancés, y una nueva observación: descubrieron que los chimpancés más jóvenes pasaban días enteros observando cómo sus mayores doblaban las ramitas y las metían en el montículo. Los jóvenes chimpancés
aprendían
, literalmente, cómo hacerlo, y el proceso de aprendizaje se extendía por un período de años.
Esto empezó a parecerse, sospechosamente, a una cultura. El aprendizaje del joven Benjamín Franklin en la imprenta no era tan distinto del aprendizaje de un joven chimpancé dedicado a la pesca de termitas. Ambos aprendían su oficio observando a sus mayores; ambos cometían errores antes de triunfar.
Sin embargo, las herramientas de piedra manufacturadas implicaban un salto cualitativo que iba más allá de las ramitas dobladas. La posición privilegiada de las herramientas de piedra como dominio especial de la humanidad podría haber permanecido intacta de no ser por un investigador iconoclasta. En 1971, el científico británico R. V. S. Wright decidió enseñar a un simio a hacer herramientas de piedra. Su alumno era un orangután de cinco años llamado Abang, del zoo de Bristol. Wright dio a Abang una caja con comida, atada con una soga, y luego le enseñó cómo cortar la soga con un trozo afilado de pedernal; para poder comer Abang aprendió en una hora.
Wright mostró luego a Abang cómo hacer una estaca afilada de pedernal golpeando dos trozos de pedernal entre sí. Ésta fue una lección más difícil; al cabo de varias semanas, Abang necesitaba un total de tres horas para coger el pedernal entre los dedos de las patas, fabricar la estaca, cortar la soga, y llegar a la comida.