Sólo después de la expedición, cuando Elliot estaba de regreso en Berkeley, encontró la explicación de este hecho, que lo dejara perplejo, en
La interpretación de los sueños
, de Freud, publicada por primera vez en 1887:
«En raras ocasiones puede ocurrir que un paciente se enfrente a la realidad que hay detrás de sus sueños. Se trate de una estructura física, de una persona o una situación que posea el tenor de una profunda familiaridad, la reacción subjetiva del que sueña es uniformemente la misma. El contenido emotivo del sueño —ya sea aterrador, placentero o misterioso— desaparece ante la realidad. Podemos estar seguros de que el aparente tedio del sujeto no prueba que el contenido del sueño sea falso. Es más factible que la reacción sea de tedio cuando el contenido del sueño es
real
. El sujeto reconoce en un nivel profundo su incapacidad para alterar las condiciones que siente, y por eso se ve abrumado por la fatiga, el tedio y la indiferencia, para ocultarse a sí mismo
su impotencia fundamental frente a un problema genuino que debe ser rectificado
».
Meses después, Elliot llegó a la conclusión de que la reacción de indiferencia de Amy simplemente indicaba lo profundo de su sentimiento, y que el análisis de Freud era correcto; la protegía de una situación que debía ser cambiada, pero que Amy se sentía incapaz de alterar, especialmente si se consideraban los recuerdos infantiles que pudieran quedarle de la muerte de su madre.
Sin embargo, en ese momento Elliot se sintió decepcionado por la neutralidad de Amy. De todas las reacciones posibles que había imaginado cuando partieran rumbo al Congo, tedio era la menos esperada, y no pudo advertir su significado: la ciudad de Zinj estaba tan llena de peligros que Amy se vio obligada a ignorarla.
Elliot, Munro y Ross pasaron una mañana calurosa y difícil abriéndose paso a través del denso bambú y de las enredaderas para llegar a los nuevos edificios del corazón de la ciudad. Para el mediodía, sus esfuerzos se vieron recompensados pues entraron en estructuras distintas a todo lo que habían visto hasta el momento. Estos edificios eran impresionantes sobre todo porque debajo de ellos había hasta tres y cuatro niveles de vastos sótanos cavernosos.
Ross quedó encantada con las construcciones subterráneas, pues probaban que los habitantes de Zinj habían desarrollado la tecnología necesaria para realizar excavaciones, esencial para las minas de diamantes. Munro expresó un punto de vista similar.
—Esta gente —dijo—, era capaz de hacer cualquier cosa bajo tierra.
A pesar de su entusiasmo, no hallaron nada de interés en las profundidades de la ciudad. Abandonaron entonces la parte subterránea y siguieron su recorrido, encontrando un edificio tan lleno de relieves que lo denominaron «la galería». Con la cámara de vídeo conectada por satélite, examinaron las figuras de la galería.
Mostraban aspectos de la vida cotidiana en la ciudad.
Había escenas domésticas de mujeres cocinando sobre fuego, de niños jugando un juego de pelota con palos, de escribas en cuclillas sobre la tierra mientras anotaban en planchas de arcilla. Había toda una pared de escenas de caza en que los hombres, cubiertos por breves taparrabos, iban armados con lanzas. Y finalmente escenas de minería, en las que los hombres transportaban cestos llenos de piedras extraídas de túneles excavados en la tierra.
En este rico panorama, notaron la ausencia de ciertos elementos. La gente de Zinj tenía perros, que usaban para cazar, y una variedad de civeta doméstica, pero sin embargo no se les había ocurrido utilizar a los animales como bestias de carga. Todo el trabajo manual era hecho por esclavos. Y aparentemente no llegaron a descubrir la rueda, puesto que no había carros ni vehículos de ningún tipo. Todo era llevado a mano, en cestas.
Munro miró las figuras durante un largo rato y finalmente dijo:
—Falta algo más.
Estaban observando una escena de las minas de diamantes, pozos oscuros de los que salían los hombres llevando cestas llenas de gemas.
—¡Por supuesto! —dijo Munro, chasqueando los dedos—. ¡No hay policía!
Elliot reprimió una sonrisa: le parecía lógico que un personaje como Munro notara la ausencia de la policía en una sociedad desaparecida hacía siglos.
Pero Munro insistió en afirmar que su observación era significativa.
—Esta ciudad existía debido a sus minas de diamantes —dijo—. No tenía ninguna otra razón de ser. Zinj era una civilización minera: su riqueza, su comercio, su vida diaria, todo dependía de la minería. Se trataba de la clásica economía dependiente de un solo producto, y sin embargo no lo vigilaba, no lo regulaba, no lo controlaba.
—Aún quedan muchas cosas por ver —dijo Elliot—. Imágenes de gente comiendo, por ejemplo. Quizá fuera tabú mostrar a los guardianes.
—Quizá —dijo Munro, poco convencido—. Pero en todas las otras civilizaciones mineras del mundo los guardianes son representados ostentosamente, como prueba de control. Vayan a las minas de diamantes de Sudáfrica o a las minas de esmeraldas de Colombia y lo primero que notarán serán las medidas de seguridad. Pero aquí —dijo, señalando los relieves—
no hay guardianes
.
Karen Ross sugirió que tal vez no los necesitaran porque la sociedad zinjiana era ordenada y pacífica.
—Después de todo, existió hace mucho tiempo —dijo.
—La naturaleza humana no cambia —insistió Munro.
Cuando dejaron la galería, llegaron a un patio abierto, cubierto de enredaderas. Al costado del patio, y antecedido por unas columnas, había un edificio con aspecto de templo. Pero lo que primero atrajo su atención fue el suelo del patio. Aquí y allá se veían docenas de paletas similares a las que Elliot encontrara anteriormente.
Caminaron cuidadosamente entre ellas y entraron en el edificio que bautizaron como «el templo».
Consistía en una sola estancia, grande y cuadrada. El techo estaba roto en varias partes y por los agujeros se filtraban rayos de sol. Delante vieron un enorme montículo de enredaderas de tal vez tres metros y medio de altura, una pirámide de vegetación. Luego se dieron cuenta de que era una estatua.
Elliot trepó a la estatua y empezó a quitar el follaje adherido a ella. Tuvo que esforzarse pues las enredaderas se habían metido entre las grietas de la piedra. Miró a Munro.
—¿Se ve mejor? —preguntó.
—Venga y compruébelo —dijo Munro, con una extraña expresión en el rostro.
Elliot bajó y retrocedió unos pasos para observar mejor. Aunque la estatua estaba descolorida y llena de agujeros, se veía claramente que representaba un enorme gorila de pie, de expresión feroz, con los brazos extendidos. En cada mano, el gorila tenía una paleta de piedra, como si fueran címbalos.
—¡Dios mío! —exclamó Peter Elliot.
—Gorila —dijo Munro con satisfacción.
—Ahora todo está claro —dijo Ross—. Esta gente adoraba a los gorilas. Era su religión.
—Pero ¿por qué diría Amy que no eran gorilas?
—Pregúntele —dijo Munro, consultando su reloj—. Tengo que hacer todos los preparativos necesarios para esta noche.
Valiéndose de las palas plegables que llevaban cavaron un foso alrededor del campamento. Prosiguieron el trabajo hasta mucho después de la caída del sol; tuvieron que encender las luces rojas nocturnas mientras llenaban la fosa con agua desviada del arroyo vecino. Ross pensaba que aquello era un obstáculo absolutamente inútil: no tenía más que unos pocos centímetros de profundidad y unos treinta centímetros de ancho. Un hombre podía cruzarlo fácilmente. Como respuesta, Munro llamó a Amy.
—Amy, ven aquí, te haré cosquillas.
Con un gruñido de deleite, Amy corrió hacia él, pero se detuvo de repente al llegar al foso.
—Ven, te haré cosquillas —volvió a decir Munro, extendiendo los brazos—. Ven, pequeña.
Ella no se atrevía a cruzar. Hizo un signo de irritación. Munro se adelantó y la alzó por encima del foso.
—Los gorilas odian el agua —dijo a Ross—. Los he visto rehusarse a cruzar un simple arroyuelo.
Amy le hacía cosquillas debajo de los brazos, y luego se señalaba. El significado estaba perfectamente claro.
—Mujeres, mujeres… —dijo Munro, suspirando, se inclinó y le hizo cosquillas vigorosamente. Amy rodó por el suelo, gruñendo, resollando y sonriendo. Cuando él terminó, ella se quedó quieta, esperando más.
—Eso es todo —dijo Munro.
Ella le dijo algo con signos.
—Lo siento, no entiendo. No —dijo Munro, riendo—. No entenderé aunque hagas más despacio los signos. —Pero en seguida entendió lo que ella quería. La alzó para pasar el foso, y entraron en el campamento. Ella le dio un beso húmedo en la mejilla.
—Es mejor que cuide a su mona —le dijo Munro a Elliot cuando se sentaron a comer. Prosiguió en ese mismo tono de chanza, consciente de la necesidad de relajar a todo el mundo. Estaban nerviosos, en cuclillas alrededor del fuego. Pero cuando terminaron de comer y Kahega partió para revisar las armas, Munro llevó aparte a Elliot y le dijo:
—Sujétela con una cadena a su tienda. Si tenemos que empezar a disparar, no conviene que ande suelta en la oscuridad. Los muchachos no se van a tomar mucho trabajo para distinguir un gorila de otro. Explíquele que puede haber mucho ruido de balas, pero que no debe tener miedo.
—¿De verdad cree que harán mucho ruido? —preguntó Elliot.
—Eso supongo —respondió Munro.
Llevó a Amy a su tienda y la aseguró con la cadena que a menudo usaba en California. Ató un extremo a su cama, pero se trataba de un gesto simbólico; Amy podía moverla fácilmente si quería. Le hizo prometer que se quedaría en la tienda.
Ella se lo prometió. Cuando Elliot se disponía a salir, ella dijo por señas:
«Amy querer Peter».
—Peter también querer a Amy —dijo él, sonriendo—. Todo saldrá bien.
Salió a un mundo distinto.
Las luces rojas habían sido desconectadas, pero en el llameante resplandor de la fogata observó que los centinelas estaban en sus puestos, con las gafas de visión nocturna puestas. El resplandor proveniente de la cerca electrificada hacía que todo pareciese sobrenatural. Peter Elliot se dio cuenta de pronto de lo precario de su situación: eran un puñado de personas atemorizadas, en las profundidades de la selva ecuatorial del Congo, a más de trescientos kilómetros de la región habitada más cercana.
Esperando.
Tropezó con un cable negro. Luego vio una red de cables que recorrían el campamento como serpientes hasta el arma de cada uno de los centinelas. Advirtió entonces que las armas tenían una forma extraña —demasiado delgadas— y que los cables negros iban desde los árboles hasta un mecanismo bajo y romo montado en trípodes separados entre sí por espacios regulares, dispuestos alrededor del campamento.
Vio a Ross cerca del fuego, preparando el magnetófono.
—¿Qué demonios es todo esto? —susurró, señalando los cables.
—Es un LATRAP. Para proyectiles guiados por láser —respondió ella, también en un susurro.
Le explicó que las armas de los centinelas en realidad eran aparatos para avistar guiados por rayos láser, conectados a dispositivos dispuestos sobre trípodes que disparaban a la primera señal.
—Identifican el blanco —dijo— y luego disparan. Es un sistema para guerra en la jungla. Están equipados con silenciadores para que el enemigo no sepa de dónde provienen las balas. Asegúrese de no ponerse delante de alguno, porque reaccionan automáticamente ante el calor del cuerpo.
Ross le dio el magnetófono y se fue a revisar las baterías que alimentaban la cerca. Elliot observó a los centinelas en la oscuridad. Munro lo saludó alegremente con la mano. Elliot se dio cuenta de que los centinelas, con aquellas gafas que les daban aspecto de langosta, podían verlo mucho mejor que él a ellos. Parecían seres de otro mundo que habían descendido a la jungla eterna.
Esperando.
Pasaron las horas. El perímetro de la jungla estaba silencioso, excepto por el murmullo del agua en el foso. Ocasionalmente los centinelas se llamaban en voz baja, o hacían alguna broma en swahili, pero no fumaban debido al mecanismo detector de calor. Pasaron las once, y luego medianoche, y después la una.
Oyó a Amy roncando en su tienda. El ruido de sus ronquidos era más fuerte que el sonido que producía la cerca electrificada. Miró a Ross, que dormía en el suelo con el dedo en el interruptor de las luces nocturnas. Miró su reloj y bostezó. Esa noche no sucedería nada. Munro estaba equivocado.
Entonces oyó un ruido semejante a un jadeo.
Los centinelas también lo oyeron, y dispusieron sus armas en la oscuridad. Elliot orientó el micrófono del magnetófono en dirección al sonido, pero era difícil determinar la posición exacta. Los suspiros o resuellos parecían provenir de todas las partes de la jungla a la vez, flotando en la niebla de la noche, suaves y penetrantes.
Vio que la aguja del magnetófono se movía. Y luego la aguja saltó al rojo, y Elliot oyó un ruido sordo, y el chapoteo de agua. Todos oyeron; los centinelas sacaron el seguro de sus armas.
Elliot se arrastró con su magnetófono hacia la cerca y miró el foso. El follaje se movía, del otro lado de la cerca. Los suspiros aumentaron de volumen. Oyó de nuevo el chapoteo del agua y vio que un tronco seco atravesaba el foso.
Ésa había sido la causa del ruido: habían improvisado un puente. En ese instante Elliot se dio cuenta de que habían subestimado enormemente a su oponente, fuera quien fuere. Hizo una señal a Munro, para que se acercara a ver, pero Munro le decía, también por señas, que se alejara de la cerca, indicando enfáticamente el trípode sobre la tierra, cerca de sus pies. Antes que Elliot pudiera moverse, los colobos empezaron a gritar en los árboles, y el primer gorila acometió silenciosamente.
Elliot alcanzó a ver un animal enorme, de pelaje decididamente gris, cargando contra él. Se agachó y un momento después el gorila dio contra la pared electrificada; hubo una lluvia de chispas y olor a carne quemada.
Fue el comienzo de una extraña, silenciosa batalla.
Los rayos láser, color esmeralda, brillaron en el aire; las ametralladoras montadas en los trípodes comenzaron a zumbar suavemente con los disparos y las miras infrarrojas chirriaban mientras los cañones giraban y disparaban, giraban y volvían a disparar. De cada diez balas, una era una trazadora de un color blanco fosforescente. El aire sobre la cabeza de Elliot estaba entrecruzado por rayas verdes y blancas.