—Se llama Richter —contestó ella—. Es el topólogo más brillante de Europa Occidental. Su especialidad es extrapolación del espacio-n. Su trabajo es excelente. —Sonrió—. Casi tan excelente como el mío.
—Pero ¿trabaja para el consorcio?
—Naturalmente. Es alemán.
—¿Y usted le habla?
—Me sentí encantada de poder hacerlo —dijo ella—. Karl tiene una limitación fatal. Sólo puede ocuparse de datos preexistentes. Toma lo que le dan y hace maravillas con eso en el espacio-n. Pero es incapaz de imaginar algo nuevo. Yo tuve un profesor en el Instituto Tecnológico que era exactamente igual. Limitado a los hechos, un rehén de la realidad. —Sacudió la cabeza.
—¿Le ha preguntado por Amy?
—Por supuesto.
—Y usted, ¿qué le dijo?
—Que estaba enferma, y que tal vez moriría.
—¿Se lo creyó?
—Ya lo veremos. Allí está Munro.
El capitán Munro apareció en la habitación contigua. Llevaba uniforme color caqui, y fumaba un cigarro. Era un hombre alto, recio, de bigote y dulces ojos oscuros atentos a todo cuanto ocurría. Se puso a hablar con los japoneses y los alemanes, que evidentemente no se mostraban felices con lo que les decía. Momentos después, Munro entró en el cuarto en que estaban Ross y Elliot.
—De modo que va al Congo, doctora Ross —dijo con una amplia sonrisa.
—Así es, capitán Munro —respondió ella.
Munro sonrió.
—Al parecer, todo el mundo va allí.
Siguió un rápido intercambio de palabras que Elliot halló incomprensible. Karen Ross dijo:
—Cincuenta mil dólares en francos suizos contra 0,2 de las ganancias de la extracción del primer año, ajustadas.
Munro sacudió la cabeza.
—Cien mil en francos suizos y 0,6 de las ganancias del primer año sobre todos los depósitos con descuento total del punto de origen.
—¿Punto de origen? ¿En el medio del maldito Congo? Pediría tres años del punto de origen. ¿Y si los clausuran?
—Si se quiere un pedazo, se arriesga. Mobutu es inteligente.
—Mobutu no controla nada, y yo sigo viviendo por no arriesgarme —dijo Munro—. Cien contra 0,4 del primer año sobre los primarios, con sólo el descuento de la carga principal. De lo contrario, su proposición, pero tomando 0,3.
—Si a usted no le gusta arriesgar, le ofrezco una suma fija de doscientos.
Munro negó con la cabeza.
—En Kinshasa pagaron más de eso por los derechos de exploración de minerales.
—En Kinshasa inflan los precios de todo, incluyendo los de los derechos de explotación de minerales. Y el límite actual de exploración es inferior a mil.
—Si usted lo dice. —Sonrió, y se dirigió a la otra habitación, donde los alemanes y los japoneses aguardaban su regreso.
Ross dijo rápidamente:
—Ellos no deben enterarse.
—Oh, estoy seguro de que ya lo saben —dijo Munro, y se marchó.
—Hijo de puta —susurró Karen, a espaldas de él. Luego se puso a hablar por teléfono, en voz muy baja—: No, nunca aceptará eso… No, no, no quiere… Ellos lo necesitan desesperadamente…
—Está pidiendo demasiado por sus servicios —dijo Elliot.
—Es el mejor —dijo Ross, y continuó susurrando en el teléfono. En el cuarto contiguo, Munro sacudía tristemente la cabeza, desechando un ofrecimiento. Elliot vio que Richter estaba muy colorado.
Munro regresó.
—¿Cuánto proyectan sacar?
—Menos de mil.
—Eso dicen ustedes. Saben que hay mucho mineral.
—No, no lo sabemos.
—Entonces hacen una tontería en gastar tanto dinero para ir al Congo —dijo Munro—. ¿No le parece?
Karen Ross no contestó. Se puso a mirar el trabajado cielo raso de la habitación.
—En estos días Virunga no es precisamente un edén —prosiguió Munro—. Los Kigani están alborotados y furiosos, y son caníbales. Los pigmeos han dejado de ser amistosos. Es probable que terminen con una flecha clavada en la espalda. Los volcanes amenazan continuamente con una erupción. Hay moscas tse-tse. Agua mala. Oficiales corrompidos. No es un lugar adonde ir sin tener una buena razón. Tal vez sea mejor que pospongan el viaje hasta que todo se tranquilice.
Eso era exactamente lo que pensaba Peter Elliot, y lo dijo.
—Hombre sensato —observó Munro, con una amplia sonrisa que molestó a Karen Ross.
—Evidentemente —dijo ella—, nunca nos pondremos de acuerdo.
—Así parece —replicó Munro.
Elliot entendió que las negociaciones se interrumpían. Se puso de pie para estrechar la mano de Munro y retirarse, pero antes de poder hacerlo, Munro se dirigió a la otra habitación a conferenciar con los alemanes y los japoneses.
—Las cosas están mejorando —dijo Ross.
—¿Por qué? —preguntó Elliot—. ¿Porque él cree que la ha vencido?
—No. Porque cree que nosotros sabemos más acerca del lugar en cuestión, de modo que es muy probable que demos con un yacimiento, y le paguemos más.
En la habitación contigua, los japoneses y los alemanes se pusieron abruptamente de pie y se dirigieron a la puerta principal. Allí, Munro estrechó la mano de los alemanes, e hizo complicadas reverencias a los japoneses.
—Supongo que tiene razón —dijo Elliot a Ross—. Los está despachando.
Pero Ross tenía el entrecejo fruncido, y una expresión adusta.
—No pueden hacer esto —dijo—. No pueden irse así.
Elliot volvía a estar confundido.
—Yo creía que usted quería que se fueran.
—Maldición —dijo Ross—. Nos han fastidiado.
Susurró algo a Houston por teléfono.
Elliot no entendía nada. Su confusión no desapareció cuando Munro cerró con llave la puerta al irse el último de sus visitantes, luego se acercó a donde estaban Elliot y Karen y les dijo que la comida estaba servida.
Comieron al estilo marroquí, sentados en el suelo y cogiendo la comida con los dedos. El primer plato era un pastel de paloma, y fue seguido por una especie de guisado.
—¿De modo que no despachó a los japoneses? —preguntó Ross—. ¿Les dijo que no?
—Oh, no —dijo Munro—. Eso sería descortés. Les dije que lo pensaré. Y lo haré.
—Entonces, ¿por qué se fueron?
Munro se encogió de hombros.
—No he tenido nada que ver, se lo aseguro. Creo que oyeron algo por teléfono que les hizo modificar el plan. Karen Ross echó un vistazo a su reloj.
—El guisado es exquisito —dijo. Se estaba esforzando por ser agradable.
—Me alegro de que le guste. Es
tajin
. Carne de camello. Karen Ross tosió. Peter Elliot notó que su propio apetito había disminuido. Munro se volvió hacia él.
—¿De modo que usted tiene el gorila, profesor Elliot?
—¿Cómo se ha enterado?
—Me lo dijeron los japoneses; están fascinados con el animal. No me imagino por qué, pero los vuelve locos. Un hombre joven con un gorila, y una mujer joven en busca de…
—Diamantes de tipo industrial —dijo Karen Ross.
—Ah, diamantes de tipo industrial. —Se volvió hacia Elliot—. Me gusta la sinceridad. Los diamantes me parecen fascinantes. —Su modo de hablar sugería que no se le había dicho nada de importancia.
—De modo Munro que usted nos guiará —dijo Ross.
—El mundo está lleno de diamantes de tipo industrial —dijo Munro—. Se encuentran en África, India, Rusia, Brasil, Canadá, incluso en los Estados Unidos, en Arkansas, Nueva York, Kentucky, donde uno busque. Pero ustedes van al Congo.
La pregunta obvia flotaba en el aire.
—Buscamos diamantes azules, del tipo IIb, cubiertos de boro —dijo Karen Ross—. Tienen importantes propiedades semiconductoras para aplicaciones microelectrónicas.
Munro se acarició el bigote.
—Diamantes azules —dijo, asintiendo—. Tiene sentido.
—Por supuesto que tiene sentido —dijo Ross.
—¿No pueden fabricarlos artificialmente? —preguntó Munro.
—No. Se ha intentado. Hay un proceso comercial, pero no es confiable. Los estadounidenses tenían uno, los japoneses también. Todos lo abandonaron.
—De modo que tienen que buscar una fuente natural.
—Así es. Quiero conseguirla cuanto antes —dijo Ross con voz monocorde, mirándolo fijamente.
—Supongo que así debe ser —dijo Munro—. No hay nada más que negocios para nuestra doctora Ross, ¿eh? —Cruzó la habitación y, apoyándose en una de las arcadas, miró hacia la oscuridad de la noche de Tánger—. No me sorprende en absoluto —dijo—. En realidad…
A la primera ráfaga de fuego de ametralladora, Munro corrió a refugiarse. El cristal de la mesa se hizo añicos, una de las muchachas chilló, y Elliot y Ross se arrojaron al suelo de mármol, mientras las balas zumbaban a su alrededor, rompiendo el yeso del techo y cubriéndolos de polvillo. Las ráfagas duraron unos treinta segundos, y fueron seguidas por un completo silencio.
Cuando terminaron, se pusieron de pie, vacilantes, mirándose mutuamente.
—El consorcio juega en serio —dijo Munro con una sonrisa—. Así me gusta la gente.
Ross se sacudió el polvo del yeso de la ropa. Se volvió hacia Munro.
—Contra los primeros doscientos, 5,2, y sin deducciones, en francos suizos, ajustable.
—Soy suyo por 5,7.
—De acuerdo.
Munro le dio la mano, luego anunció que necesitaría unos segundos para hacer las maletas, antes de partir rumbo a Nairobi.
—¿Eso es todo? —preguntó Ross. De repente parecía preocupada, y miró el reloj.
—¿Qué problema tiene? —preguntó Munro.
—Fusiles checos AK-47 —dijo ella—. En el depósito. Munro no demostró sorpresa.
—Es mejor que los llevemos —dijo—. El consorcio indudablemente cuenta con algo parecido, y tenemos mucho que hacer en las próximas horas…
Mientras hablaba, oyeron las sirenas de la Policía que se acercaban. Munro dijo:
—Saldremos por la escalera de atrás.
Una hora después estaban volando hacia Nairobi.
16 de junio de 1979
Es mayor la distancia entre Tánger y Nairobi que entre Nueva York y Londres: tres mil seiscientas millas, un vuelo de ocho horas. Ross pasó el tiempo ante la pantalla del ordenador, calculando lo que ella llamaba «líneas de probabilidad del hiperespacio».
La pantalla mostraba un mapa de África, generado por la computadora, atravesado por líneas multicolores.
—Son líneas de tiempo —dijo Ross—. Podemos asignarles valores como factores de duración y demora.
Debajo de la pantalla había un reloj con el total de tiempo transcurrido; los números no cesaban de cambiar.
—¿Qué significa? —preguntó Elliot.
—La computadora está seleccionando la ruta más rápida. Fíjese que acaba de identificar una línea de tiempo que nos llevará a destino en seis días, dieciocho horas y cincuenta y un minutos. Ahora está tratando de mejorar ese tiempo.
Elliot no pudo evitar sonreír. La idea de que una computadora pudiera predecir con
precisión de un minuto
cuándo llegarían a su destino en el Congo le parecía absurda. Ross, sin embargo, estaba muy seria.
Mientras miraban, el reloj del ordenador marcó cinco días, veintidós horas y veinticuatro minutos.
—Mejor —dijo Ross, asintiendo—. Pero todavía no es muy bueno. —Apretó otra tecla y las líneas cambiaron, extendiéndose por el continente africano—. Ésta es la ruta del consorcio —dijo—, basada en nuestras suposiciones acerca de la expedición. Es una empresa en gran escala, con treinta o más en el equipo. Y desconocen la ubicación exacta de la ciudad; nosotros, al menos, así lo creemos. Pero nos llevan una ventaja sustancial, de por lo menos doce horas, pues sus aviones ya están en Nairobi.
El reloj marcó el total del tiempo transcurrido: cinco días nueve horas y diecinueve minutos. Ella presionó la tecla que decía FECHA y cambió a 21 06 79 0814.
—Según esto, el consorcio llegará al lugar del Congo un poco después de las ocho de la mañana del 21 de junio.
La computadora hacía un tenue tictac. Las líneas seguían extendiéndose y moviéndose. El reloj indicó una nueva fecha: 21 06 79 1224.
—Bueno —dijo ella—, así estamos. Si se dan los movimientos más favorables para ellos y nosotros, el consorcio llegará primero al lugar por algo menos de cuatro horas, dentro de cinco días.
Munro pasó a su lado, comiendo un bocadillo.
Elliot los oyó discutir cómo llegar antes por una diferencia de horas. Le pareció irreal.
—Seguramente —dijo—, con todos los arreglos que tendremos que hacer en Nairobi y el tiempo que nos llevará adentrarnos en la jungla, no es posible confiar demasiado en esas cifras.
—Ahora no es como antes —dijo Ross—, cuando las expediciones desaparecían durante meses en la jungla. El margen de error de la computadora es muy escaso, digamos media hora en la proyección total de cinco días. —Sacudió la cabeza—. No, aquí tenemos un problema, y debemos hacer algo al respecto. Hay demasiado en juego.
—¿Se refiere a los diamantes?
Ella asintió, e indicó la parte inferior de la pantalla, donde habían aparecido las palabras CONTRATO AZUL. Él le preguntó qué quería decir.
—Muchísimo dinero —contestó Ross. Luego agregó—: O al menos eso creo.
En STRT, cada contrato recibía un número de código. Sólo Travis y la computadora conocían el nombre de la compañía contratante. El resto del personal, incluyendo los programadores y los que iban al terreno, conocían los proyectos sólo por su nombre, que era un color codificado: Contrato Rojo, Contrato Amarillo, Contrato Blanco. Era una protección comercial para las firmas involucradas. Sin embargo, los matemáticos de STRT no podían evitar un juego de adivinanza sobre las fuentes de los contratos, que eran el centro de la conversación diaria en la cantina de la empresa.
El Contrato Azul había llegado en diciembre de 1978.
Requería de STRT que localizara una fuente natural de diamantes de grado industrial en un país amistoso o neutral. Los diamantes debían ser del tipo IIb, cristales «pobres en nitrógeno». No se especificaban dimensiones, de modo que el tamaño del cristal no importaba; tampoco se especificaban las cantidades recuperables: el contratante aceptaría lo que le dieran. Pero lo más extraño era que no había límite de costo de extracción por unidad.
Casi todos los contratos llegaban con un límite de costo de extracción por unidad. No bastaba hallar una fuente de minerales. Éstos debían ser extraíbles a un costo específico por unidad. El costo unitario, a su vez, reflejaba la riqueza del depósito, su ubicación, la posibilidad de conseguir mano de obra local, las condiciones políticas, la posible necesidad de construir aeropuertos, caminos, hospitales, escuelas, minas o refinerías.