En la pantalla de su terminal el fichero le informó que el doctor Elliot tenía veintinueve años, era soltero, profesor asociado no titular del Departamento de Zoología. Interés principal de investigación: «Comunicaciones de primates (gorilas)». Los fondos estaban destinados a un proyecto llamado Amy.
Miró el reloj. Era medianoche en Houston, las diez de la noche en California. Marcó el número de la casa, que apareció en la pantalla.
—Diga —respondió una cautelosa voz masculina.
—¿El doctor Peter Elliot?
—Sí… —La voz seguía cautelosa, vacilante—. ¿Es usted periodista?
—No —respondió ella—. Soy la doctora Karen Ross, de Houston. Estoy relacionada con el Fondo para la Vida Salvaje de Recursos Terrestres, que subvenciona sus investigaciones.
—Oh, sí… —La voz no perdía su cautela—. ¿Está segura de que no es periodista? Debo decirle que estoy grabando esta llamada telefónica como documento letal en potencia.
Karen Ross vaciló. Lo último que necesitaba era un profesor paranoico que grabara asuntos de STRT. No dijo nada.
—¿Es estadounidense? —preguntó él.
—Por supuesto.
Karen Ross miró la pantalla de su terminal, que informaba:
IDENTIFICACIÓN DE VOZ CONFIRMADA: ELLIOT, PETER, 29 AÑOS.
—Dígame, por favor, para qué me llama —dijo Elliot.
—Bien, estamos a punto de enviar una expedición a la región de Virunga en el Congo, y…
—¿Realmente? ¿Cuándo parten? —De repente, la voz parecía tan excitada como la de un muchacho.
—Bien, en realidad partimos dentro de dos días, y…
—Quiero ir —dijo Elliot.
Ross estaba tan sorprendida que perdió el habla.
—Verá, doctor Elliot, no es para eso que lo llamo, en realidad…
—Estoy planeando ir, de todas maneras —dijo Elliot—. Con Amy.
—¿Quién es Amy?
—Amy es una gorila —respondió Peter Elliot.
14 de junio de 1979
Es injusto sugerir, como hicieron posteriormente ciertos primatólogos, que en junio de 1979 Peter Elliot tuviera que «ausentarse». Sus motivos detrás de su decisión de ir al Congo, son un hecho establecido. El profesor Elliot y su personal habían decidido hacer un viaje a África por lo menos dos días antes de que Ross lo llamara.
Pero es totalmente cierto que Peter Elliot estaba bajo presión: de grupos externos, la Prensa, colegas de la Universidad, y hasta de miembros de su propio departamento, en Berkeley. Llegó a acusarse a Elliot de ser un «criminal nazi», dedicado a la «tortura de animales». No es exagerado decir que, en la primavera de 1979, Elliot se hallaba luchando por su supervivencia profesional.
Sus investigaciones, sin embargo, habían comenzado tranquilamente, casi por accidente. Peter Elliot era un estudiante de Berkeley cuando leyó por primera vez acerca de un gorila de un año atacado de disentería que había sido traído en avión a la Facultad de Veterinaria de San Francisco proveniente del zoológico de Minneapolis para ser tratado. Eso había sido en 1973, en los excitantes albores de la investigación en el lenguaje de los primates.
La idea de que era posible enseñar a hablar a los primates era muy antigua. En 1661, Samuel Pepys vio un chimpancé en Londres y escribió en su Diario que era «tan parecido a un hombre en casi todos sus aspectos… creo que ya entiende bastante inglés, y soy de la opinión de que es posible enseñarle a hablar o hacer señas». Otro escritor del siglo XVII fue más lejos al afirmar: «Los monos y mandriles pueden hablar, pero no lo hacen por temor a que se los emplee y se los ponga a trabajar».
No obstante, durante los siguientes trescientos años, los intentos de enseñar a hablar a los simios fueron infructuosos. Culminaron en un ambicioso esfuerzo hecho por una pareja de Florida, Keith y Kathy Hayes, quienes durante seis años, a comienzos de la década de 1950, criaron un chimpancé llamado Vicky como si fuera un bebé humano. Durante ese tiempo, Vicky aprendió cuatro palabras, «mamá», «papá», «taza» y «arriba». Su pronunciación era trabajosa, y sus adelantos lentos. Las dificultades de Vicky parecieron confirmar la creciente convicción de los científicos de que el hombre era el único animal capaz de hablar. Una afirmación típica es la siguiente, hecha por George Gaylord Simpson: «El lenguaje es… el mayor rasgo individual de diagnosis del hombre; ningún otro organismo vivo habla».
Esto parecía tan evidente que durante los siguientes quince años nadie se molestó en enseñar a hablar a un simio. Luego, en 1966, en Reno, Nevada, la pareja formada por Beatrice y Alian Gardner vio unas películas en las que Vicky hablaba. Les pareció que no era que a Vicky le resultara difícil el lenguaje, sino el habla. Notaron que si bien los movimientos de sus labios eran torpes, los gestos de sus manos eran fluidos y expresivos. La conclusión obvia era intentar el lenguaje de los signos.
En junio de 1966, los Gardner empezaron a enseñar el lenguaje estadounidense de signos manuales (Ameslan), que es el lenguaje que se les enseña a los sordos, a una cría de chimpancé llamada Washoe. Los progresos de Washoe con el Ameslan fueron rápidos. Hacia 1971 poseía un vocabulario de ciento sesenta signos, que usaba en la conversación. Hacía, también, nuevas combinaciones de palabras para designar cosas que nunca había visto: cuando le mostraron una sandía por primera vez la llamó «fruta de agua».
El trabajo de los Gardner fue muy controvertido. Ocurría que muchos científicos sostenían que los monos eran incapaces de aprender un lenguaje. (Como dijo un investigador: «¡Por Dios! ¡Pensar en todos esos hombres eminentes, autores de informes eruditos durante tantas décadas, y todos afirmaban que el lenguaje era privativo del hombre! ¡Qué lío!»).
El talento de Washoe provocó una nueva variedad de experimentos en la enseñanza del lenguaje. Un chimpancé hembra llamado Lucy aprendió a comunicarse por medio de una computadora; a otro, llamado Sarah, le enseñaron a usar lápices de cera en una pizarra. Se estudiaron también otros simios. Un orangután llamado Alfred inició su instrucción en 1971; un gorila del llano, llamado Koko, en 1972; y en 1973 Peter Elliot empezó a trabajar con un gorila hembra de montaña, Amy.
Durante la primera visita que hizo al hospital para conocer a Amy, lo que vio fue una criatura patética, fuertemente sedada, con cuerdas alrededor de sus frágiles brazos y piernas negros. Le acarició la cabeza y le dijo suavemente:
—Hola, Amy. Me llamo Peter.
De inmediato, Amy le mordió la mano y se la hizo sangrar.
De este comienzo poco esperanzador, surgió un exitoso y muy singular programa de investigación. En 1973, se conocía muy bien una técnica básica de aprendizaje, llamada moldeamiento. Se mostraba un objeto al animal, y el investigador simultáneamente moldeaba la mano del animal para formar el signo correspondiente, hasta que se producía la asociación. Pruebas subsiguientes confirmaron que el animal entendía el significado del signo.
Aunque se aceptaba la metodología básica, la aplicación era muy competitiva. Los investigadores competían acerca de la proporción de signos a adquirir, o vocabulario. (Entre los seres humanos, se consideraba que el vocabulario era la mejor medida de inteligencia). La proporción de adquisición de signos podía interpretarse como una medida de la habilidad del investigador o de la inteligencia del animal…
Ya se reconocía claramente que los simios tenían distintas personalidades. Como comentó un investigador: «Los estudios póngidos constituyen tal vez el único terreno en que los chismes académicos se centran en los estudiantes y no en los profesores». En el mundo cada vez más competitivo y disociador de la investigación de primates, se ha dicho que Lucy era borracha, Koko un mal educado, que a Lana se le subió la celebridad a la cabeza («sólo trabaja cuando hay un entrevistador presente») y que Nim era terriblemente torpe.
A simple vista, parecía extraño que se hubiera atacado a Peter Elliot, pues este hombre apuesto y tímido, hijo de un tintorero del condado de Marin, había evitado toda controversia durante los años que había trabajado con Amy. Las publicaciones de Elliot eran modestas y prudentes; su progreso con Amy, bien documentado; no demostraba interés en la publicidad y no se contaba entre aquellos investigadores que llevaban sus monos a los programas de televisión.
Pero el modo de ser apocado de Elliot no sólo ocultaba una inteligencia rápida, sino una ambición feroz. Si evitaba toda controversia, era porque no tenía tiempo para esas cosas: desde hacía años él, su personal e incluso Amy trabajaban de noche y hasta los fines de semana. Era muy hábil para conseguir subvenciones, y en los congresos tejanos, mientras los demás aparecían luciendo tejanos y camisas a cuadros de leñador, Elliot vestía un riguroso terno. Tenía la intención de ser el más importante investigador de primates, y que Amy fuera el simio más importante.
Tal era la habilidad de Elliot en conseguir beca que para 1975 tenía cuatro empleados que trabajaban a tiempo completo con Amy. En 1978, el proyecto Amy tenía un presupuesto de ciento sesenta mil dólares y su personal estaba formado por ocho personas, entre las que se incluía a un psicólogo infantil y a un programador de ordenadores. Un miembro del personal del Instituto Bergen dijo más tarde que la atracción de Elliot consistía en el hecho de ser «una buena inversión. Por ejemplo, el proyecto Amy rendía cincuenta por ciento más de tiempo de computación por el dinero invertido porque trabajaba de noche y los fines de semana, cuando el tiempo cuesta menos. Elliot resultaba eficaz desde el punto de vista del costo. Y era un investigador meticuloso, por supuesto. Evidentemente, quería una sola cosa en la vida: trabajar con Amy. Eso hacía muy aburrida su conversación pero lo convertía en una buena inversión, desde nuestro punto de vista. Es difícil decidir quién es verdaderamente brillante. Es más sencillo ver quién está más interesado en su trabajo, lo que a la larga puede ser más importante. Esperábamos grandes cosas de Elliot».
Las dificultades de Peter Elliot empezaron en la mañana del 2 de febrero de 1979. Amy vivía en una caravana aparcada en el campus de la Universidad de Berkeley; pasaba la noche sola y por lo general daba una calurosa acogida al día siguiente. Sin embargo, esa mañana el personal del proyecto Amy la encontró de un humor inusualmente sombrío; estaba muy irritable, con los ojos hinchados. Se comportaba como si le hubieran hecho algo malo.
Elliot pensó que estaba molesta por algo que había ocurrido durante la noche. Cuando se lo preguntó, ella hizo signos que significaban «caja de dormir», una nueva combinación de palabras que no entendió. Eso, en sí, no era extraño. Amy hacía nueva combinaciones de palabras continuamente, y a menudo eran difíciles de descifrar. Unos pocos días antes había intrigado a todos al hablar de «leche de cocodrilo». Luego se dieron cuenta de que la leche que le habían servido se había vuelto agria, y que como no le gustaban los cocodrilos (que sólo había visto en libros), había llegado a la conclusión de que la leche agria era leche «de cocodrilo».
Ahora se refería a una «caja de dormir». Al principio pensaron que se trataba de su cama, semejante a un nido.
Resultó que usaba la palabra «caja» para referirse al televisor.
Todo lo que había en su casa, incluyendo el televisor, era controlado durante las veinticuatro horas del día por un ordenador. Fueron a comprobar si durante la noche el televisor se había encendido perturbando su sueño. Como a Amy le gustaba mirar televisión, era concebible que se las hubiera arreglado para encenderlo sola. Pero Amy los miró con desprecio mientras ellos hacían sus averiguaciones. Evidentemente, se refería a otra cosa.
Finalmente determinamos que por «caja de dormir» hacía alusión a «imágenes mientras dormía». Cuando le preguntaron acerca de estas imágenes, la gorila dio a entender que eran «malas» y «viejas» y que «hicieron llorar a Amy».
Había estado soñando.
El hecho de que Amy fuese el primer simio que se refería a sus sueños causó una excitación tremenda entre el personal de Elliot. Pero no duró mucho. Aunque las siguientes noches Amy continuó soñando, se negaba a discutir sus sueños; en realidad, parecía culpar a los investigadores por esta nueva y confusa intrusión en su vida mental. Pero lo peor fue que su comportamiento se deterioró de forma alarmante.
Su promedio de adquisición de palabras decayó de 2,7 palabras por semana a 0,8; y el de formación espontánea de palabras pasó de 1,9 a 0,3. Su capacidad de atención se redujo a la mitad. Los cambios repentinos de humor aumentaron. Su comportamiento se tornó caprichoso e irrazonable; los enfados eran cosa de todos los días. Amy medía un metro y medio de estatura y pesaba sesenta y cinco kilos. Era un animal enormemente fuerte. El personal empezó a preguntarse si podría controlarla.
Su negativa a hablar de sus sueños frustraba a los investigadores. Intentaron una variedad de enfoques: le mostraron figuras de libros y revistas; operaron los monitores de vídeo a toda hora, por si ella empleaba algún signo estando sola (como los niños pequeños, Amy a menudo «hablaba sola»); llegaron a someterla a una serie de tests neurológicos, incluso a un electroencefalograma.
Finalmente, se les ocurrió pintarle los dedos.
Esto tuvo éxito inmediato. Amy se mostró entusiasmada y después de que mezclaran pimienta de cayena con los pigmentos, dejó de chuparse los dedos. Dibujaba imágenes repetitivas con mucha rapidez, y la tensión pareció remitir. Volvió a ser la Amy de antes.
David Bergman, el psicólogo infantil, notó que lo que «Amy dibuja es en realidad un grupo de imágenes aparentemente relacionadas: formas de semicírculos invertidos, o medias lunas, siempre asociadas con un área de rayas verticales verdes. Amy dice que las rayas representan la selva, y llama a los semicírculos “cosas malas” o “casas viejas”. Además, a menudo dibuja círculos negros, que llama “agujeros”».
Bergman les dijo que tuvieran cuidado con llegar a la conclusión de que estaba dibujando viejos edificios en la jungla. «Al observarla hacer dibujos, uno tras otro, una y otra vez, más me convenzo de la naturaleza obsesiva y privada de las imágenes. Amy se siente mortificada por éstas, y trata de sacárselas de encima, de desterrarlas al papel».
En realidad, la naturaleza de las imágenes siguió siendo un misterio para el personal de Proyecto Amy. Para fines de abril de 1979, llegaron a la conclusión de que sus sueños podían ser explicados de cuatro formas. En orden de seriedad, eran éstas: