Cancelarlo costaría 227.455 dólares.
—Factor BF —dijo.
La pantalla cambió. BF. Vio ahora una serie de probabilidades. «El factor BF» era
«bona fortuna»
, buena suerte, algo imponderable en todas las expediciones, especialmente en aquellas enviadas a lugares remotos y peligrosos.
PENSANDO UN MOMENTO
, imprimió la computadora.
Travis esperó. Sabía que la computadora necesitaría varios segundos para hacer los cómputos y asignar peso a factores fortuitos que podrían influir la expedición, aun a cinco días o más del punto de destino.
Sonó su señal electrónica. Rogers dijo:
—Hemos localizado la terminal ilícita. Está en Norman, Oklahoma, nominalmente en la Corporación de Seguros Central del Norte. Una compañía matriz de Hawai posee el cincuenta y uno por ciento de la Corporación Central del Norte. Se llama Halekuli, Inc., que a su vez responde a intereses japoneses. ¿Qué quiere?
—Quiero un incendio enorme —respondió.
—Entendido —dijo Rogers. Colgó.
La pantalla imprimió
FACTOR BF ESTIMADO: 449
. Se sorprendió: la cifra significaba que STRT tenía un cincuenta por ciento de probabilidades de llegar al sitio antes del consorcio. Travis no cuestionaba la matemática; 449 era bastante bueno.
La expedición de STRT seguiría en el Congo, al menos por el momento. Y mientras tanto, él haría todo lo posible para demorar al consorcio. Se le ocurrirían un par de ideas para lograrlo.
Cuando Tom Seamans llamó a Elliot, el avión se dirigía hacia el sur, volando sobre el lago Rodolfo, en Kenia septentrional.
Seamans había terminado su análisis en la computadora para discriminar a los gorilas, separándolos de todos los otros simios, principalmente los chimpancés. Luego había obtenido de Houston un vídeo de tres segundos de una transmisión confusa que parecía mostrar un gorila destrozando una antena y mirando fijamente hacia la cámara.
—¿Bien? —dijo Elliot, mirando la pantalla de la computadora. La información centelleó:
FUNCIÓN DISCRIMINATORIA GORILA/CHIMPANCÉ
AGRUPACIONES FUNCIONALES DISTRIBUIDAS COMO:
GORILA: 0,9934
CHIMPANCÉ: 0,1132
PRUEBA DE VÍDEO (HOUSTON): 0,3349
—¡Diablos! —exclamó Elliot. Con esas cifras, el estudio era incierto, sin valor.
—Lo siento —dijo Seamans por teléfono—. Pero parte de la dificultad se debe al material mismo de la prueba. Tuvimos que poner como factor el derivado computable de esa imagen. La imagen se limpió, lo que significa que ha sido regularizada. Me gustaría trabajar con la matriz digitada del original. ¿La puedes conseguir?
Karen Ross afirmó con la cabeza.
—Seguro —contestó Elliot.
—Lo intentaré de nuevo —dijo Seamans—. Pero si quieres saber mi opinión, no resultará. El hecho es que los gorilas muestran una variación individual considerable en estructura facial, igual que las personas. Si aumentamos la base de nuestra muestra, conseguiremos mayor variación, y un mayor intervalo de población. Me parece que están estancados. Nunca podrán probar que no es un gorila, pero yo apostaría a que no lo es.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Elliot.
—Es algo nuevo —dijo Seamans—. Te digo que si esto fuera un gorila, habría marcado 0,89 o 0,94, o algo parecido, en esa función. Pero la imagen aparece en 0,39. Eso no sirve. No es un gorila, Peter.
—¿Qué es, entonces?
—Es una forma de transición. Hice una función para medir dónde estaba la variante. ¿Sabes cuál es el diferencial mayor? El color de la piel. Aun en blanco y negro, no es lo suficientemente oscuro para tratarse de un gorila. Se trata de un animal totalmente nuevo.
Elliot miró a Ross.
—¿Cómo influye esto en su línea de tiempo?
—Por el momento, en nada —contestó ella—. Hay otros elementos más críticos, y esto no puede figurar como factor.
El piloto habló por el intercomunicador.
—Estamos iniciando el descenso sobre Nairobi —dijo.
A ocho kilómetros de Nairobi se encuentran los animales salvajes de la sabana de África Oriental. Y en la memoria de muchos residentes de Nairobi, los animales podrían encontrarse más cerca todavía: gacelas, búfalos y jirafas merodeando por el patio, y de vez en cuando algún leopardo que se aventuraba hasta el dormitorio de alguien. En aquellos días, la ciudad tenía aún el carácter de una estación colonial salvaje; en su apogeo, Nairobi había sido un lugar de vida disipada: «¿Estás casado, o vives en Nairobi?» era una pregunta típica. En Nairobi los hombres eran rudos y bebían mucho, las mujeres eran bellas y sugerentes, y la norma de vida, no más predecible que las partidas de caza de zorro que recorrían la áspera campiña todos los fines de semana.
Pero la moderna Nairobi era muy distinta de la de aquellos días libertinos de la colonia. Los pocos edificios Victorianos que quedaban parecían desamparados en medio de una ciudad moderna de medio millón de habitantes, con problemas de tráfico, semáforos, rascacielos, supermercados, tintorerías, restaurantes franceses y contaminación ambiental.
El avión de carga de STRT aterrizó en el aeropuerto internacional de Nairobi en la madrugada del 16 de junio, y Munro contrató porteadores y ayudantes para la expedición. Pensaban salir de Nairobi en dos horas. Entretanto llamó Travis desde Houston para informarles de que Peterson, uno de los geólogos de la primera expedición al Congo, estaba de regreso en Nairobi.
Ross se entusiasmó al recibir la noticia.
—¿Dónde está ahora? —preguntó.
—En la morgue —respondió Travis.
Elliot dio un respingo al acercarse: el cuerpo tendido sobre la mesa de acero inoxidable era el de un hombre rubio de su misma edad. Tenía los brazos destrozados y el rostro hinchado, de un desagradable color morado. Miró a Ross. Parecía totalmente tranquila. No parpadeó ni se volvió. El patólogo pisó un pedal, activando un micrófono sobre su cabeza.
—¿Me dice su nombre, por favor?
—Karen Ellen Ross.
—¿Nacionalidad y número de pasaporte?
—Estadounidense. F 1413649.
—¿Puede identificar a este hombre, señorita Ross?
—Sí —dijo ella—. Es James Robert Peterson.
—¿Cuál es su relación con el difunto James Robert Peterson?
—Trabajaba con él —contestó Karen lentamente. Parecía estar examinando un espécimen geológico, escudriñándolo sin ninguna emoción. Ninguna reacción se reflejaba en su rostro.
El patólogo se puso frente al micrófono.
—Identidad confirmada como la de James Robert Peterson, blanco, sexo masculino, veintinueve años de edad, de nacionalidad estadounidense. —Se volvió hacia Ross—. ¿Cuándo fue la última vez que vio al señor Peterson?
—En mayo de este año. Partía para el Congo.
—¿Quiere decir que hacía un mes que no lo veía?
—Sí —repuso ella—. ¿Qué sucedió?
El patólogo tocó las heridas moradas e hinchadas de los brazos. Se le hundieron las puntas de los dedos, dejando depresiones como dientes en la carne.
—Una historia muy extraña —dijo el patólogo.
El día anterior, 15 de junio, Peterson había llegado a Nairobi en un pequeño avión de carga, en estado de coma. Murió varias horas después sin recobrar el conocimiento.
—Es extraordinario que pudiera vivir tanto. Al parecer el avión hizo una parada inesperada debido a un problema mecánico en Carona, una pista de tierra en el Zaire. Vieron a este hombre que salía tambaleándose de la selva, y se desplomó a sus pies. —El patólogo indicó que le habían roto los huesos de ambos brazos. Las heridas, explicó, no eran muy recientes; habían ocurrido cuatro días antes, tal vez más.
—Debe de haber sufrido terriblemente.
—¿Qué pudo haberlas causado? —preguntó Elliot.
El patólogo nunca había visto nada parecido.
—Superficialmente, parece un trauma mecánico, heridas producidas por las ruedas de algún vehículo. Aquí se ven muchas así. Pero las heridas mecánicas por impacto nunca son bilaterales como en este caso.
—¿De modo que no fueron heridas mecánicas? —preguntó Karen Ross.
—No sabemos de qué puede tratarse. Esto es algo único, al menos para mí —dijo el patólogo—. Encontramos también señales de sangre debajo de las uñas, y unos mechones de pelo gris. Estamos haciendo un examen.
En el otro extremo del recinto, otro patólogo levantó la vista del microscopio.
—El pelo no es humano, definitivamente. La sección transversal no encaja. Es pelo de algún animal, próximo al ser humano.
—¿La sección transversal? —preguntó Ross.
—El mejor índice que tenemos del origen del pelo —dijo el patólogo—. Por ejemplo, el pelo púbico humano es más elíptico en una sección transversal que el de otras partes del cuerpo, o que el vello facial. Es muy característico, y se admite como evidencia legal. Pero especialmente en este laboratorio nos encontramos con gran cantidad de pelo de animales, y somos expertos en eso también.
Un gran analizador de acero inoxidable empezó a producir un sonido agudo.
—Ya está la sangre —anunció el patólogo.
En una pantalla de vídeo vieron dos formas gemelas de listas color marrón claro.
—Ésta es la figura de electroforesis —explicó el patólogo—. Para comprobar proteínas de suero. La de la izquierda es sangre humana normal. A la derecha tenemos la muestra de la sangre debajo de las uñas. Pueden ver que definitivamente no es sangre humana.
—¿No es sangre humana? —dijo Ross, mirando a Elliot.
—Es
parecida
a la sangre humana —aclaró el patólogo, mirando las figuras—. Pero no es humana. Podría ser de un animal doméstico o de granja, un cerdo, tal vez. O si no, un primate. Los monos y gorilas son muy parecidos, serológicamente, a los seres humanos. Tendremos el análisis de la computadora en un minuto.
En la pantalla, la computadora imprimió:
LAS GLOBULINAS DEL SUERO ALFA Y BETA ENCAJAN: SANGRE DE GORILA
.
El patólogo señaló:
—Allí está la respuesta de lo que tenía debajo de las uñas: sangre de gorila.
—No le hará daño —dijo Elliot al asustado enfermero. Estaban en el compartimiento de pasajeros del avión de carga «747»—. Fíjese, le está sonriendo.
Amy, efectivamente, dedicaba su más amplia sonrisa, cuidándose muy bien de mostrar los dientes. Pero el enfermero de la clínica privada de Nairobi no estaba acostumbrado a estos refinamientos de la etiqueta de un gorila. Le temblaban las manos en las que sostenía la jeringuilla.
Nairobi era la última oportunidad que tenía Amy de recibir un examen completo. Su cuerpo grande y poderoso ocultaba una fragilidad constitucional, al igual que su rostro de pesado entrecejo y mirada colérica ocultaba una naturaleza dócil, casi tierna. En San Francisco, el personal del Proyecto Amy la sometía a controles médicos estrictos: muestras de orina día por medio, análisis de materia fecal semanalmente, completo de sangre mensualmente, y un viaje al dentista cada tres meses para sacarle el sarro negro que se le acumulaba debido a su dieta vegetariana.
Amy tomaba todo con gran naturalidad, pero el aterrorizado enfermero no lo sabía. Se acercó a ella sosteniendo la jeringuilla como si fuera un arma.
—¿Está seguro de que no muerde?
Amy, tratando de ayudar, expresó por señas
Amy prometer no morder
. Hacía las señas despacio, deliberadamente, como siempre que advertía que alguien no conocía su idioma.
—Promete no morderlo —comunicó Elliot.
—Eso dice usted —dijo el enfermero. Elliot no se molestó en explicarle que no era él, sino ella, quien lo decía.
Después que le extrajo las muestras de sangre, el enfermero se tranquilizó un poco.
—Por cierto, es una bestia fea —dijo mientras preparaba todo para marcharse.
—Ha herido sus sentimientos —le informó Elliot.
En verdad, Amy expresaba, vigorosamente:
¿Qué feo?
—Nada, Amy —dijo Elliot—. Es que nunca ha visto un gorila.
—¿Cómo dice? —preguntó el enfermero.
—Ha herido sus sentimientos. Es mejor que le pida disculpas.
El enfermero cerró su maletín. Miró a Elliot y luego a Amy.
—¿Pedir disculpas a
él
?
—A ella —dijo Elliot—. Sí. ¿A usted le gustaría que le dijeran que es feo?
A Elliot le molestaba ese tipo de cosas. En todos esos años, había conocido los prejuicios de la gente hacia los monos. La gente consideraba que los chimpancés eran niños bonitos, los orangutanes viejos sabios, y los gorilas bestias voluminosas y peligrosas. Y eso era un error.
Cada uno de estos animales era único, y no correspondía en absoluto a los estereotipos humanos. Los chimpancés, por ejemplo, eran mucho más duros e insensibles que los gorilas. Debido a que eran extravertidos, un chimpancé enfadado era mucho más peligroso que un gorila enfadado. En el zoo, Elliot veía con asombro cómo las madres empujaban a sus hijos para que se acercaran a las jaulas de los chimpancés, mientras retrocedían con ademán protector al ver un gorila. Estas madres obviamente no sabían que los chimpancés salvajes capturan y comen a los bebés humanos, algo que los gorilas nunca hacen.
Elliot había presenciado repetidas veces los prejuicios humanos contra los gorilas, y reconocía el efecto que ello producía en Amy. Amy no podía evitar ser enorme, negra, de cara aplastada. Detrás del rostro que la gente consideraba tan repulsivo había una conciencia sensible, favorablemente dispuesta hacia las personas que la rodeaban. Se sentía dolorida cuando la gente huía o chillaba de terror o hacía comentarios crueles.
El enfermero frunció el entrecejo.
—¿Quiere decir que él entiende inglés?
—Sí, ella entiende inglés. —El cambio de género era algo que tampoco le gustaba a Elliot. Las personas que temían a Amy siempre suponían que era macho.
—No lo creo —dijo el enfermero sacudiendo la cabeza.
—Amy, conduce a este hombre hasta la puerta.
Amy avanzó pesadamente hasta la puerta y la abrió para el enfermero, que sorprendido, miró al simio con ojos como platos y salió. Amy cerró la puerta tras él.
«Hombre humano tonto»
, expresó.
—No hagas caso —dijo Elliot—.
«Ven, Peter hace cosquillas a Amy».
Y durante los quince minutos siguientes, le hizo cosquillas mientras ella rodaba por el suelo, profundamente satisfecha. Elliot no notó que se abría la puerta, ni la sombra que se proyectaba sobre el suelo, hasta que fue demasiado tarde. Entonces volvió la cabeza y vio caer el oscuro cilindro. Pareció que la cabeza se le partía de dolor, y todo se oscureció.