Se produjo un estallido de luz blancoazulada, se descargó la tormenta eléctrica. Los rayos caían entre ellos como lluvia. Ross calculó más tarde que hubo doscientos rayos en el primer minuto, a razón de tres por segundo. Los rayos no estallaban con el ruido intermitente que los caracteriza, sino que hacían un rugido permanente, como el de una catarata. Los truenos hacían doler los oídos, y las ondas de choque que los acompañaban los tiraban hacia atrás.
Todo sucedía tan rápidamente que tuvieron poca oportunidad de absorber las sensaciones. Sus expectativas se invertían. Uno de los porteadores, Amburi, corrió a la ciudad para buscarlos. Lo vieron de pie en un claro, haciendo señas para que avanzaran, cuando un rayo partió un árbol pero estallando hacia arriba, en dirección al cielo. Ross sabía que al resplandor del rayo seguía la caída invisible de los electrones, y que en realidad corría hacia arriba desde el suelo hacia las nubes. ¡Pero había que verlo! El rayo hizo saltar a Amburi y lo arrojó por el aire hacia ellos. Se levantó con dificultad, maldiciendo en swahili.
Alrededor de ellos, los árboles se partían, levantando nubes de humedad, mientras los rayos los atravesaban. Ross dijo posteriormente: «Los rayos estaban por todas partes, los relámpagos eran continuos, cegadores, y el ruido, terrible. Ese hombre (Amburi) dio un alarido y al volver a verlo, un rayo lo atravesó desde abajo. Estaba tan cerca que pude tocarlo; no había calor, sino una luz blanca. Se puso rígido y percibimos un olor terrible en su cuerpo, que estalló en llamas y cayó al suelo. Munro se arrojó sobre él para apagar el fuego pero ya estaba muerto; entonces huimos. No había tiempo para reaccionar. A causa de los temblores caíamos al suelo una y otra vez. Pronto todos estábamos medio ciegos por los relámpagos. Recuerdo que oí gritar a alguien, pero ignoro de quién se trataba. Estaba segura de que todos moriríamos».
Cerca del campamento, un árbol gigantesco se desplomó delante de ellos, constituyendo un obstáculo ancho y alto como un edificio de tres plantas. Mientras trepaban por encima del árbol, los rayos chamuscaban las ramas, devorando la corteza, ardiendo y chirriando. Amy lanzó un alarido cuando un rayo blanco le atravesó la mano al coger una rama mojada. Inmediatamente se arrojó al suelo, hundió la cabeza entre el follaje, y se negó a proseguir. Elliot tuvo que arrastrarla el trecho que los separaba del campamento.
Munro fue el primero en llegar. Encontró a Kahega tratando de plegar las tiendas para la partida, pero era imposible a causa de los temblores y los rayos que estallaban en el cielo negro.
Una de las tiendas ardió. Olieron el plástico quemado. La antena parabólica, que estaba en el suelo, recibió un rayo y se partió en dos, despidiendo fragmentos de metal.
—¡Váyanse! —gritó Munro—. ¡Váyanse!
—
Ndio mzee!
—gritó Kahega, al tiempo que cogía apresuradamente su mochila. Miró a los otros, y en ese momento Elliot emergió de entre la oscuridad con Amy aferrada a su pecho. Se había lastimado el tobillo y cojeaba ligeramente. El animal se arrojó al suelo.
—¡Váyanse! —gritaba Munro.
Mientras Elliot avanzaba, Ross emergió de la oscuridad de la atmósfera humeante, tosiendo y doblada en dos. Tenía el costado izquierdo del cuerpo chamuscado y ennegrecido, y una quemadura en la piel de la mano izquierda. Le había caído un rayo encima, aunque no lo recordaba. Se señaló la nariz y la garganta. Tosiendo, dijo:
—Arde… duele…
—Es el gas —gritó Munro. La rodeó con el brazo y la levantó a medias, llevándola.
—¡Tenemos que subir la colina! —gritó.
Una hora después, en terreno más alto, vieron por última vez la ciudad, cubierta de humo y cenizas. Más allá, en las laderas del volcán, una hilera de árboles estalló en llamas mientras una oscura ola de lava bajaba por la montaña. Oyeron rugidos de dolor provenientes de los gorilas grises, sobre quienes llovía la lava ardiente. Mientras observaban, el follaje iba derrumbándose, hasta que finalmente la ciudad misma se desmoronó hasta desaparecer bajo una oscura nube que descendía.
La Ciudad Perdida de Zinj quedó sepultada para siempre.
Sólo entonces Ross se dio cuenta de que sus diamantes también habían quedado sepultados.
No tenían comida, ni agua, y muy pocas municiones. Se arrastraban por la jungla, con la ropa quemada y desgarrada, los rostros macilentos, avanzando en silencio, exhaustos. Más tarde, Elliot dijo que habían vivido una pesadilla.
El mundo que atravesaban era tétrico y sombrío. Las cataratas y arroyos, antes brillantes y blancos, estaban negros de hollín, y al salpicar formaban charcos de espuma grisácea. El cielo, de un color gris oscuro, se iluminaba ocasionalmente con los resplandores rojizos del volcán. El aire mismo estaba gris.
Avanzaban tosiendo y tropezando en medio de un mundo de hollín negro. Estaban cubiertos de ceniza. Cada vez que se tocaban la cara, se la tiznaban. Tenían el pelo oscuro, y les ardían la nariz y los ojos. Nada podían hacer, excepto seguir avanzando.
Mientras marchaba penosamente en medio del aire oscurecido, Ross se dio cuenta del irónico final de su búsqueda personal. Hacía mucho que poseía la técnica necesaria para interceptar cualquier banco de datos de STRT y enterarse de todo, incluso de la evaluación que de ella hacía la empresa. Conocía de memoria las cualidades asignadas a su persona:
JOVEN Y DESPIADADA
(probablemente)
/ COMUNICACIÓN HUMANA SUPERFICIAL
(esto era algo que le molestaba particularmente)
/ DOMINANTE
(tal vez)
/ INTELECTUALMENTE ARROGANTE
(como era lógico)
/ INSENSIBLE
(¿qué significaría eso?)
/ ORIENTADA A TRIUNFAR A TODA COSTA
(¿eso era malo?)
Pero nada de eso importaba. Había llegado a los diamantes, para ser vencida por la peor erupción volcánica ocurrida en África en una década. ¿Quién podía culparla por lo sucedido? No era responsabilidad suya. Lo demostraría en su próxima expedición…
Munro sentía la frustración del jugador que ha creído apostar bien y sin embargo ha perdido. Había acertado al eludir al consorcio eurojaponés; había acertado al ir con STRT. Y sin embargo, volvía con las manos vacías. Bueno, se dijo, tocándose los bolsillos llenos de diamantes, no completamente vacías…
Elliot regresaba sin fotografías, ni vídeos, ni grabaciones, ni el esqueleto de un gorila gris. Hasta había perdido las medidas. Sin esas pruebas, no se atrevería a sostener la existencia de una nueva especie; en realidad, sería poco prudente discutir la posibilidad siquiera. Una gran oportunidad se le había escapado de las manos, y mientras caminaba a través del oscurecido paisaje, sólo lo embargaba la sensación de que el mundo de la naturaleza había enloquecido: los pájaros caían del cielo, chillando, aleteando a sus pies, asfixiados por los gases del aire; los murciélagos revoloteaban al mediodía; a lo lejos, se oía el grito y el aullido de otros animales. Vieron pasar corriendo hacia ellos a un leopardo, con la piel ardiendo. A la distancia, los elefantes barritaban asustados.
Eran almas perdidas que se arrastraban pesadamente por un mundo tétrico y oscuro que parecía una descripción del infierno, en medio de fuego y oscuridad perpetuos, donde los atormentados gritan, en agonía. A sus espaldas, el Mukenko seguía escupiendo cenizas y lava ardiente. En una oportunidad se vieron envueltos bajo un chubasco de brasas hirvientes que siseaban al golpear contra el húmedo dosel del follaje, para luego humear en el suelo mojado. Les hacían agujeros en la ropa, les quemaban la piel, les chamuscaban el pelo, y ellos bailaban de dolor hasta que finalmente buscaron refugio bajo los árboles, todos amontonados, esperando que aquella ardiente lluvia por fin cesase.
Desde el principio de la erupción, Munro decidió ir directamente hacia los restos del «C-130», donde hallarían refugio y provisiones. Estimaba que llegarían al avión en dos horas. En realidad, transcurrieron seis horas hasta que finalmente apareció el gigantesco fuselaje cubierto de cenizas, en medio de la lóbrega oscuridad de la tarde.
Una razón por la que se demoraron tanto fue que tuvieron que alejarse de las tropas del general Muguru. Cuando veían huellas de vehículos, Munro los llevaba más hacia el oeste, en dirección a las profundidades de la jungla.
—No creo que les guste conocerlo —dijo Munro—. Ni tampoco a sus muchachos. Nos sacarían el hígado y se lo comerían crudo.
La oscura ceniza depositada sobre las alas y el fuselaje hacía que el avión pareciese en medio de un campo de nieve negra. De una de las alas torcidas, una especie de catarata de ceniza se precipitaba desde el metal al suelo. A lo lejos se oían los ruidos sordos de tambores Kiganis, y la metralla de las tropas de Muguru. Aparte de eso, había un silencio ominoso.
Munro esperó en la selva, cerca del avión, observando. Ross aprovechó la oportunidad para tratar de transmitir por la computadora, limpiando continuamente la pantalla de ceniza, pero no pudo comunicarse con Houston.
Por fin Munro hizo una seña, y todos empezaron a avanzar. Amy se asustó y le tiró a Munro de la manga.
«No ir»
, dijo por señas.
«Haber gente».
Munro la miró, frunciendo el entrecejo, y luego echó un vistazo a Elliot. Éste señaló el avión. Momentos después se oyó un estrépito, y dos guerreros Kiganis, con pintura de guerra, salieron del interior y treparon sobre una de las alas. Llevaban cajones de whisky y estaban discutiendo cómo bajarlos. Después de un momento aparecieron otros cinco Kiganis debajo del ala, y recibieron los cajones. Los dos hombres de arriba saltaron al suelo y el grupo se marchó.
Munro miró a Amy y sonrió.
«Amy buena gorila»
, dijo ella.
Esperaron veinte minutos más, y al no aparecer ningún otro Kigani, Munro condujo al grupo al avión. Estaban junto a las puertas de carga cuando una lluvia de flechas blancas empezó a silbar sobre ellos.
—¡Adentro! —gritó Munro, y los llevó al abollado tren de aterrizaje, luego a la superficie superior del ala, y desde allí al interior del avión. Cerró de un golpe la puerta de emergencia. Se oía el ruido metálico de las flechas contra la superficie exterior.
Dentro del avión reinaba la oscuridad. El suelo estaba inclinado. Las cajas de provisiones se habían deslizado hasta la mitad del pasillo, donde se habían volcado y destrozado. Los vidrios rotos crujían al ser pisados. Elliot alzó a Amy hasta un asiento, y entonces vio que los Kiganis habían defecado sobre ellos.
Fuera, se oían los tambores y el ruido de las flechas al golpear contra el metal y las ventanillas. Miraron a través de las cenizas, y vieron docenas de hombres pintados de blanco que corrían entre los árboles y bajo el ala.
—¿Qué haremos? —preguntó Ross.
—Disparar contra ellos —dijo ásperamente Munro. Abrió varias cajas y sacó balas de fusil—. Municiones no nos faltan.
—Pero ahí fuera debe de haber cien hombres.
—Sí, pero sólo uno es importante. Hay que matar al Kigani con las rayas rojas debajo de los ojos. Eso pondrá punto final al ataque de inmediato.
—¿Por qué? —preguntó Elliot.
—Porque es el brujo,
Angawa
—respondió Munro, al tiempo que se dirigía hacia la cabina del piloto—. Mátenlo y saldremos de esto.
Las flechas con las puntas envenenadas pegaban contra las ventanillas de plástico y el metal. Los Kiganis también arrojaban excrementos, que hacían un ruido sordo al estrellarse contra el fuselaje. Los tambores redoblaban constantemente.
Amy, aterrorizada, se ajustó el cinturón de su asiento.
«Amy irse ahora pájaro volar»
, decía.
Elliot encontró a dos Kiganis encerrados en el compartimiento posterior de pasajeros. Ante su propia sorpresa, mató a ambos sin vacilar, disparando el fusil, que sacudía entre sus manos. Arrojó a los Kiganis contra los asientos, haciendo añicos las ventanillas.
—Muy bien, doctor —dijo Kahega con una sonrisa, aunque para entonces Elliot temblaba, fuera de control. Se arrojó sobre un asiento, junto a Amy.
«Personas atacar pájaro volar volar ahora pájaro volar Amy querer ir».
—Pronto, Amy —le prometió Elliot, deseando que fuera verdad.
Los Kiganis habían abandonado el ataque frontal y ahora lo hacían por la retaguardia, donde no había ventanillas. Se oía el ruido de los pies descalzos que corrían por la parte de la cola y subían al fuselaje sobre sus cabezas. Dos guerreros lograron entrar por la puerta de carga abierta. Munro, que estaba en la cabina del piloto, gritó:
—¡Si nos pillan, nos comen!
Karen Ross disparó contra la puerta de atrás, y se salpicó la ropa de sangre al acabar con los intrusos.
«Amy no gustar. Amy querer ir casa».
Se aferró a su cinturón de seguridad.
—¡Allí está! —gritó Munro, y disparó. Un hombre joven, de unos veinte años, con los ojos embadurnados de rojo, cayó de espaldas, temblando bajo el fuego del arma.
—Le he dado —dijo Munro—. He matado al maldito
Angawa
. —Dejó de disparar y dejó que los guerreros se llevaran el cadáver.
Fue entonces que terminó el ataque de los Kiganis. Los guerreros se retiraron, adentrándose en la jungla silenciosa.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó Elliot—. ¿Hemos vencido?
Munro sacudió la cabeza.
—Esperarán a que llegue la noche. Entonces volverán para matarnos a todos.
—¿Qué haremos?
Munro estaba pensando en eso. No veía forma de abandonar el avión en menos de veinticuatro horas. Tendrían que defenderse de noche y necesitaban un claro más amplio alrededor del avión durante el día. La solución obvia era quemar los arbustos que rodeaban el avión, si es que podían hacerlo sin que estallara el combustible que aún quedaba en el depósito.
—Busca un lanzallamas, o latas de combustible —dijo dirigiéndose a Kahega mientras buscaba un plano que le indicara dónde estaban situados los depósitos del «C-130».
Ross se acercó a él.
—Estamos en dificultades, ¿no?
—Sí —afirmó Munro. No dijo nada acerca del volcán.
—Supongo que cometí un error.
—Bueno, puede expiar sus culpas pensando en cómo salir de aquí.
—Veré lo que puedo hacer —dijo ella con seriedad, y se dirigió a la popa. Quince minutos más tarde, lanzó un alarido.
Munro corrió al compartimiento de pasajeros, con el fusil listo para disparar, pero allí vio que Ross se había desplomado sobre un asiento y reía histéricamente. Todos la miraron sin saber qué hacer. Él la tomó de los hombros y la sacudió.