Congo (36 page)

Read Congo Online

Authors: Michael Crichton

Tags: #Aventuras

BOOK: Congo
3.29Mb size Format: txt, pdf, ePub

Así como la mayoría de las personas que mueren en los incendios es víctima de las inhalaciones de humo, en el caso de las erupciones volcánicas casi todas las muertes son por asfixia debido al polvo y al monóxido de carbono. Los gases volcánicos son más pesados que el aire. Si el Mukenko lanzaba una gran cantidad de gas, la Ciudad Perdida de Zinj, situada en un valle, se llenaría en cuestión de minutos de una atmósfera pesada, envenenada.

Todo dependía de la rapidez con que el Mukenko entrase en erupción. Por eso Munro estaba tan interesado en las reacciones de Amy: es bien sabido que los primates pueden anticipar acontecimientos geológicos tales como terremotos y erupciones. Munro estaba sorprendido de que Elliot no lo supiera y perdiese el tiempo farfullando cosas acerca de congelar el cerebro de un gorila. Y más le sorprendía Ross, que a pesar de sus vastos conocimientos geológicos no consideraba las cenizas de esa mañana como el comienzo de una erupción importante.

Pero Ross, sabía que se estaba preparando una erupción mayor. Esa mañana, por rutina, había tratado de establecer contacto con Houston. Se sorprendió al ver que las claves de transmisión entraban en contacto de inmediato. Después de que el criptógrafo registrara las notaciones, empezó a escribir la puesta al día del terreno, pero la pantalla quedó en blanco, y luego apareció en ella:

HOUSTON ANULA / BORRE BANCOS.

Ésta era una señal de emergencia; ella nunca la había visto en una expedición de campo. Borró los bancos de memoria y pulsó la tecla de transmisión. Después de una breve demora, apareció en la pantalla:

COMPUTADORA INDICA GRAVE ERUPCIÓN MUKENKO / ACONSEJA PARTIR AHORA / EXPEDICIÓN EN PELIGRO / PARTIR AHORA.

Ross echó una ojeada al campamento. Kahega estaba preparando el desayuno; Amy, sentada junto al fuego, comía un plátano asado (había conseguido que Kahega le preparara manjares especiales); Munro y Elliot tomaban café. Excepto por la ceniza negra, era una mañana perfectamente normal. Volvió a mirar la pantalla.

GRAVE ERUPCIÓN MUKENKO / PARTIR AHORA.

Ross miró el cono humeante del Mukenko. Al diablo con eso, pensó. Quería los diamantes, y había ido demasiado lejos para abandonar ahora.

La pantalla centelleó:

FAVOR ENVIAR RESPUESTA.

Ross desconectó el transmisor.

A medida que avanzaba la mañana sintieron varios temblores de tierra que levantaron nubes de polvo de los derruidos edificios. Los ruidos sordos del Mukenko eran ahora más frecuentes. Ross no les prestaba atención.

—Significa, simplemente, que estamos en zona de elefantes —dijo. Ése era un viejo dicho de los geólogos: «Si buscas elefantes, ve a una zona de elefantes». Por «zona de elefantes» se designaba un área donde era posible encontrar los minerales que se estaba buscando—. Y si una quiere diamantes —agregó Ross, encogiéndose de hombros—, va a los volcanes.

Hacía más de un siglo que se sabía de la relación entre diamantes y volcanes. La mayor parte de las teorías sostenía que los cristales, cristales de carbono puro, se formaban debido al calor y presión intensos del manto superior, a kilómetros de profundidad.

Ahí los diamantes permanecían inaccesibles, excepto en las zonas volcánicas donde los ríos de magma fundida los llevaban a la superficie.

Pero eso no quería decir que sólo donde había un volcán en erupción era posible encontrar diamantes. Casi todas las minas de diamantes están en los sitios de volcanes extinguidos, en conos fosilizados. Virunga, cerca del inestable Valle de la Gran Depresión, había exhibido evidencias de actividad volcánica continua durante más de cincuenta millones de años. Estaban buscando los mismos volcanes fosilizados que habían encontrado los primeros habitantes de Zinj.

Poco antes del mediodía los encontraron al este de la ciudad, a mitad de camino hacia las montañas. Se trataba de una serie de túneles excavados que se continuaban en las laderas del Mukenko.

Elliot se sentía decepcionado. «No sé qué esperaba —dijo luego—, pero sólo se trataba de un túnel color marrón abierto en la tierra, con trocitos de roca parduscos sobresaliendo. No entendía por qué Ross estaba tan excitada». Los trocitos de roca parduscos eran diamantes. Una vez limpios, tenían la transparencia de vidrio sucio.

«Pensaron que me había vuelto loca —dijo Ross—, porque empecé a saltar. Pero ellos no sabían qué era lo que estaban viendo».

En un cono fosilizado común, los diamantes están esparcidos en la matriz de la piedra. La mina promedio rinde sólo treinta y dos quilates por cada cien toneladas de tierra removida. Cuando se mira una mina de diamantes no se ven las piedras, pero en Zinj las minas estaban llenas de piedras sobresalientes. Usando su machete, Munro sacó seiscientos quilates. Y Ross vio seis o siete piedras que sobresalían de la pared, cada una tan grande como la que había sacado Munro. «Sólo con echar una ojeada —dijo más tarde—, vi cuatro o cinco mil quilates. Sin necesidad de cavar, ni separar, ni nada. Al alcance de la mano. Era una mina más rica que la Premier de Sudáfrica. Era
increíble
».

Elliot formuló la pregunta en la que Ross ya había pensado.

—Si esta mina es tan rica, ¿por qué fue abandonada?

—Los gorilas se descontrolaron —explicó Munro—. Dieron un golpe militar. —Reía, mientras sacaba diamantes de la piedra.

Ross había pensado en ello y también en lo que había sugerido Elliot acerca de que una plaga había aniquilado a la población.

—En mi opinión —dijo— las minas se agotaron para ellos. Porque como piedras preciosas, estos cristales eran muy pobres: azules, llenos de impurezas.

Los habitantes de Zinj no podían imaginar que quinientos años después esas mismas piedras sin valor serían más escasas y codiciadas que cualquier otro recurso mineral del planeta.

—¿Por qué son tan valiosos estos diamantes azules?

—Cambiarán el mundo —dijo Ross, con voz dulce—. Pondrán fin a la era nuclear.

2
Guerra a la velocidad de la luz

En enero de 1979, atestiguando ante el subcomité de las Fuerzas Armadas del Senado, el general Franklin F. Martin, del Proyecto de Investigaciones Avanzadas del Pentágono, dijo: «En 1939, al comienzo de la Segunda Guerra Mundial, el país más importante del mundo para la producción militar estadounidense era el Congo Belga». Martin explicó que como una especie de «accidente geográfico», el Congo, hoy Zaire, había sido de vital importancia para los intereses estadounidenses, y en el futuro tendría una importancia aún mayor. (Martin dijo bruscamente que «este país entrará en una guerra por Zaire antes que por cualquier país petrolero árabe»).

Durante la Segunda Guerra Mundial, en tres envíos secretos, el Congo proveyó de uranio a los Estados Unidos para la construcción de las bombas atómicas arrojadas sobre el Japón. En 1960, los Estados Unidos ya no necesitaba uranio, pero el cobre y el cobalto eran estratégicamente importantes. En la década de 1960 el acento recayó en las reservas de tantalio, wolframita y germanio, sustancias vitales para la electrónica semiconductora. Y en la década de 1980, «los llamados diamantes azules del tipo IIb constituirán el recurso militar más importante del mundo». Se creía que Zaire poseía esos diamantes. Según la opinión del general Martin, los diamantes azules eran esenciales porque «estamos entrando en una era en la que el poder destructivo bruto de un arma será menos importante que su velocidad e inteligencia».

Durante treinta años, los pensadores militares habían visto con temerosa admiración los misiles balísticos intercontinentales. Pero Martin dijo que «los misiles balísticos intercontinentales son armas toscas. No se aproximan siquiera a los límites teóricos impuestos por las leyes físicas. Según la física einsteniana, nada puede ser más veloz que la luz, que viaja a trescientos mil kilómetros por segundo. Estamos desarrollando ahora rayos láser impulsados por alta energía y sistemas de armas de rayos que funcionan
a la velocidad de la luz
. Ante tales armas, los misiles balísticos, que viajan a veintisiete mil kilómetros por hora, son como pesados dinosaurios, tan poco apropiados como la caballería en la Primera Guerra Mundial, y eliminables con igual facilidad que ésta».

Las armas que podían alcanzar la velocidad de la luz estaban mejor adecuadas para el espacio, y aparecerían primero en satélites. Martin apuntaba que ya en 1973 los rusos habían superado el satélite espía estadounidense VV/02; en 1975, la fábrica de vehículos aéreos Hughes desarrolló un sistema veloz de dirección y disparo de armas sobre blancos múltiples, que disparaban ocho pulsaciones de alta energía en menos de un segundo. Para 1978, el equipo de Hughes había reducido la reacción a cincuenta mil millonésimas de segundo, e incrementando la precisión de los rayos a quinientos blancos en menos de un minuto. Tales adelantos presagiaban el fin de los misiles balísticos intercontinentales como armas.

«Sin los gigantescos misiles —continuaba Martin—, las computadoras de alta velocidad serán mucho más importantes en futuros conflictos que las bombas nucleares, y su velocidad de computación será el único factor que determine el resultado de la Tercera Guerra Mundial». La velocidad de computación actualmente ocupa un lugar central en la carrera armamentista, igual que la potencia de megatones hace veinte años.

«Pasaremos de las computadoras de circuito electrónico a las computadoras de circuito de luz simplemente debido a la velocidad: el interferómetro Fabry-Perot, equivalente óptico de un transmisor, es capaz de reaccionar en diez o doce segundos, a una velocidad mil veces mayor que el más veloz de los empalmes Josephson». La nueva generación de computadoras ópticas, dijo Martin, dependería de la disponibilidad de diamantes cubiertos de boro del tipo IIb.

Elliot reconoció de inmediato, la consecuencia más seria de las armas tan veloces como la luz: La mente humana no podía llegar a comprenderlas. Los hombres estaban acostumbrados a la fuerza mecánica, pero en el futuro la guerra utilizaría maquinaria en un sentido sorprendentemente nuevo: las máquinas llegarían a dominar el curso de conflictos que sólo durarían minutos.

En 1956, en los años declinantes del bombardeo estratégico, los pensadores militares imaginaron una guerra nuclear total que duraría doce horas. Para 1962, los misiles balísticos intercontinentales habían reducido el tiempo a tres horas. Para 1974, los teóricos militares predecían una guerra que sólo duraría treinta minutos, pero esta «guerra de media hora» era enormemente más compleja que cualquier guerra anterior en la historia de la Humanidad.

En la década de 1950, si los estadounidenses y los rusos hubieran lanzado todos sus bombardeos y cohetes al mismo tiempo, no habría habido más que diez mil armas en el aire, atacando y contraatacando. La interacción total de armas habría llegado a quince mil en la segunda hora. Esto representaba la impresionante cifra de cuatro armas interactuando por segundo alrededor del mundo.

Pero dada la diversificación de guerra táctica el número de armas y de «elementos de sistemas» aumentó muchísimo. Los cálculos modernos imaginaban cuatrocientos millones de computadoras en existencia, con interacciones de armas por un total de quince mil millones en la primera media hora de guerra. Esto significaba que habría ocho millones por segundo, en un conflicto ultrarrápido de tropas aéreas, terrestres, misiles y carros blindados.

Una guerra así sólo podía ser manejada por máquinas; la reacción humana es demasiado lenta en el tiempo. La Tercera Guerra Mundial no sería una guerra de «apretar el botón» porque, como dijo el general Martin: «Un hombre tarda demasiado tiempo en apretar un botón, por lo menos 1,8 segundos, lo que en la guerra moderna es una eternidad».

Este hecho creaba lo que Martin denominaba el «problema de las piedras». Comparadas con una computadora de alta velocidad, las reacciones humanas eran geológicamente lentas. «Una computadora moderna realiza dos mil cálculos en el tiempo que necesita un hombre para parpadear. Por lo tanto, desde el punto de vista de las computadoras que librarán la próxima contienda, los seres humanos serán elementos esencialmente fijos e inmutables, como las piedras. Las guerras humanas nunca han durado lo suficiente para tomar en consideración la velocidad del cambio geológico. En el futuro, las guerras por computación no durarán lo suficiente para tomar en consideración la velocidad del cambio humano».

Como los seres humanos reaccionaban tan despacio, tuvieron que dejar el control de la toma de decisiones de la guerra a la inteligencia más rápida de las computadoras. «En la guerra que viene, debemos abandonar la esperanza de regular el curso del conflicto. Si decidimos “administrar” la guerra a la velocidad humana, seguramente perderemos. Nuestra única esperanza es depositar toda la confianza en las máquinas. Esto hace que el juicio humano, los valores humanos, el pensamiento humano, sean totalmente superfluos. La Tercera Guerra Mundial será una guerra por poder: una guerra de máquinas sobre la cual no nos atreveremos a ejercer ninguna influencia por temor a demorar el mecanismo de toma de decisión y de esa manera ocasionar nuestra derrota». Y la transición crucial de computadoras que funcionaban a millonésimas de segundo a computadoras que lo hacían a mil millonésimas de segundo, dependía de los diamantes del tipo IIb.

Elliot quedó pensando ante la perspectiva de ceder el control a cosas creadas por el hombre.

—Es inevitable —dijo Ross, encogiéndose de hombros—. En la garganta Olduvai, en Tanzania, hay rastros de una casa con una antigüedad de dos millones de años. La criatura homínida no se satisfizo con cavernas y otros refugios naturales: creó su propia vivienda. Los hombres siempre han alterado el mundo natural para acomodarlo a sus propósitos.

—Pero no se puede ceder al control —dijo Elliot.

—Hace siglos que venimos haciéndolo —replicó Ross—. ¿Qué es un animal domesticado, o una calculadora de bolsillo, sino un intento de ceder control? Nosotros no queremos arar los campos o sacar raíces cuadradas, de modo que damos el trabajo a otra inteligencia, que hemos adiestrado o creado.

—Pero no es posible permitir que nuestras creaciones tomen el poder.

—Eso también lo hemos hecho durante siglos —repitió Ross—. Aunque nos negáramos a crear computadoras más rápidas, las harían los rusos. Estarían en Zinj en este momento, buscando diamantes, si los chinos no se lo impidieran. No se puede detener el avance tecnológico. Apenas sabemos que algo es posible, debemos ponerlo en práctica.

Other books

Mine: The Arrival by Brett Battles
A Knight of Passion by Scott, Tarah
Blood Lite II: Overbite by Armstrong, Kelley
A Wreath for Rivera by Ngaio Marsh
Poor Little Bitch Girl by Jackie Collins