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Authors: Edward Strosser & Michael Prince

Breve Historia De La Incompetencia Militar (22 page)

BOOK: Breve Historia De La Incompetencia Militar
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Finalmente, sin ninguna razón aparente, llegó la hora de decidir cuál era el campeón de la categoría de perdedores.

¿Qué sucedió?: Operación «Doble eliminación»

En junio de 1932, los bolivianos se sintieron lo suficientemente fuertes para empezar la fiesta. Un pequeño grupo de combatientes de élite atacó un conjunto de cobertizos enlodados, al que eufemísticamente llamaron fuerte, y expulsaron a sus defensores, a los seis. «¡Viva Bolivia!», exclamaron victoriosos.

Al enterarse del ataque, Estigarribia, que estaba al mando de una división del ejército en el Chaco, ordenó a unas docenas de soldados que retomaran los enlodados cobertizos. Al cabo de unos días, los soldados atacaron, pero fueron repelidos.

Ambos bandos reunieron a más soldados. A mediados de julio, los paraguayos habían obtenido ventaja y atacaron. Superados en número y asustados, los bolivianos se retiraron.

En la capital de Paraguay, Asunción, no reinaba precisamente la determinación. Aunque estaban preparados para luchar, los paraguayos no parecían tener mucha prisa para entrar en combate. Para ellos esa guerra prometía ser otra ardua lucha, contra un enemigo más rico y más grande, a la que veían pocas perspectivas de victoria. El presidente José P. Guggiari consiguió arrastrar a la gente a la causa declarando que su pueblo lucharía con la valentía de los viejos tiempos, allá en la guerra de la Triple Alianza. «Tenemos que repetir la historia», bramaba. Por lo visto, la ironía no era su fuerte.

En la capital de Bolivia, La Paz, el presidente Salamanca encendía el fervor patriótico de la multitud. El honor de Bolivia había sido mancillado. El pueblo quería sangre…, y Salamanca prometió dársela. Para ello, sin embargo, no era preciso implicar al país en una guerra económica. Su tamaño y riqueza vastamente superiores harían de aquélla una guerra rápida, se dijeron los líderes, y acordaron librarla a un precio módico.

En una reunión con sus jefes del ejército, Salamanca ordenó represalias inmediatas contra los paraguayos. Sus oficiales, sin embargo, le aconsejaron paciencia. El ejército solamente tenía 1.400 hombres en el Chaco, le explicaron, y lo prudente sería avisar a las reservas y organizar una fuerza efectiva antes de empezar una guerra a mayor escala. Salamanca no tuvo en cuenta nada de lo que se le había dicho en aquella charla sobre planificación. El quería acción. Los soldados partieron hacia el frente entre un coro de vítores de los ciudadanos de la capital.

En el Chaco, los soldados bolivianos capturaron dos pequeños fuertes paraguayos. En agosto, las fuerzas bolivianas habían avanzado y capturado el Fuerte Boquerón paraguayo, que no era más que una casucha en una colina. Seguidamente, hicieron una pausa mientras el presidente Salamanca sopesaba cuál iba a ser el siguiente movimiento boliviano.

Estigarribia, en cambio, no se detuvo: enseguida se dio cuenta de que tenía que aplicar todos los recursos del país a la batalla si no quería enfrentarse a una derrota segura. Paraguay se apresuró a reclutar a todos sus hombres en edad militar y les procuró un rápido entrenamiento. Bolivia reclutó lentamente a los suyos, poco dispuesta a pagar por tener un ejército.

Como resultado, en septiembre las mayores fuerzas de Estigarribia cercaron a los bolivianos en Fuerte Boquerón. Durante las semanas que se prolongó la incansable lucha, la guarnición fue desapareciendo lentamente a causa de la falta de comida, medicamentos y agua, y del constante bombardeo de la artillería. A finales de septiembre, los bolivianos, sin munición y casi muertos de deshidratación, se rindieron. Los mismos paraguayos a duras penas consiguieron mantenerse allí para ganar, porque el lago que estaban usando para proveerse de agua prácticamente se había secado. La dura vida del Chaco se estaba llevando casi tantas vidas como las balas.

Después de Fuerte Boquerón, los paraguayos siguieron avanzando mientras el ejército boliviano caía de derrota en derrota. En diciembre, llegaron los refuerzos bolivianos cuando la invasión paraguaya había terminado.

La guerra llegó a un punto muerto a finales de 1932 y los bolivianos llamaron al general Hans Kundt: «Das Ringer». Todo el mundo se animó cuando el general Kundt, exmiembro del Estado Mayor alemán en la Primera Guerra Mundial, entró marchando con paso de ganso a ocupar el mando de su ejército. Estudió el conflicto durante su viaje leyendo artículos de periódicos antiguos sobre la contienda, creyendo que a un general prusiano le bastaría con eso para aplastar a cualquier oponente. Los bolivianos aclamaron al importado prusiano con floridos hurras cuando entró en La Paz. Su héroe había regresado y toda la muchedumbre estuvo de acuerdo en que pronto haría caer de rodillas a los odiados paraguayos. Al fin y al cabo, el enemigo sólo contaba con mandos paraguayos, que no eran rival para un general procedente de un país que prácticamente había inventado la guerra moderna. El día de Navidad, Kundt, armado con su superficial conocimiento de la batalla que se estaba librando y del terreno del Chaco, tomó el mando del ejército boliviano en el campo de batalla y empezó a emitir órdenes como si estuviese al mando de las competentes tropas alemanas.

Los problemas bolivianos, sin embargo, eran mucho más profundos que el contar con malos comandantes. Para llegar a los campos de batalla era preciso realizar largas marchas a través de senderos calurosos y polvorientos. El duro terreno agotaba a los soldados bolivianos mucho más deprisa de lo que lo hacían los paraguayos. Los bolivianos procedían de regiones frías y montañosas, y, tras siglos de llevar una vida tranquila en las montañas, eran incapaces de adaptarse al mortífero Chaco. Para aquellos montañeros, el calor y la humedad hacían del viaje una pura agonía que, para muchos, acabó siendo una trampa mortal. Los curtidos paraguayos, en cambio, se encontraban como en casa.

Das Ringer se ganó su paga enseguida. En un contraataque sorpresa, tomó la iniciativa y lanzó a sus hombres contra los paraguayos por los flancos, una operación de procedimiento estándar para un prusiano que dejó, sin embargo, sorprendidos a los paraguayos.

A principios de 1933, la guerra empezó a cobrarle su peaje a Bolivia. El presidente Salamanca, ante el descenso del número de soldados voluntarios, inició un reclutamiento para engrosar el cuerpo del ejército. Grupos de veteranos heridos presionaban a los jóvenes para que se alistasen en el ejército, y los nuevos soldados solían llegar al frente tras pocas horas de entrenamiento. Kundt, al puro estilo del frente occidental, se volvió contra los paraguayos de nuevo, pero lo hizo en un terreno inadecuado. Planeó un ataque sobre tres flancos: flanco izquierdo, flanco central y flanco derecho, el clásico movimiento envolvente doble. Pero su gancho izquierdo quedó empantanado en ciénagas y no consiguió llegar a la lucha el primer día, el 20 de enero. Kundt no quiso cambiar su plan, presionó hacia delante y las dos columnas restantes lucharon sin ningún tipo de coordinación.

Los paraguayos diezmaron con fuego mortal de ametralladora a los bolivianos que atacaban torpemente, y les impartieron la misma valiosa lección que aprendieron millones de infortunados soldados destruidos por fuego de ametralladora en las trincheras de la Primera Guerra Mundial. La columna que había quedado atrapada finalmente atacó el día siguiente, pero por entonces las dos otras alas ya estaban demasiado exhaustas para participar en el ataque y los paraguayos la detuvieron en seco. Kundt ordenó durante los siguientes días oleadas de ataques, pero ninguno fue más exitoso que el del primer día. El 26 de enero, los paraguayos, que ya contaban con refuerzos, contraatacaron, y ambos bandos se enzarzaron en una mortífera guerra de trincheras. Por supuesto, Kundt había importado el frente occidental al Chaco.

Durante la mayor parte de 1933, el prusiano importado sufrió allí donde fue las mismas consecuencias. Envió a sus tropas a brutales asaltos frontales contra las metralletas atrincheradas que no hacían más que añadir cuerpos al montón. De nuevo era como estar en la Primera Guerra Mundial, pero sin el vino francés y el gas mostaza alemán. Puesto que era la única persona de aquella guerra que había participado en la Gran Guerra, era de esperar que Das Ringer hubiera aprendido aquella lección.

Sin embargo, Kundt insistía en mantener las líneas del frente apurando al máximo a su ejército, únicamente para controlar un territorio, sin pensar en ningún momento en una estrategia general. Era una locura militar. Bolivia había contratado al prusiano equivocado. Para incrementar aún más los problemas bolivianos, pesaba su deseo de hacer la guerra sin gastar dinero. Habían fracasado en el intento de movilizar un ejército más grande que el de los paraguayos a pesar de contar con mucha más población.

En mayo de 1933, de nuevo sin razón aparente, el presidente paraguayo Eusebio Ayala declaró finalmente la guerra a Bolivia. Era la primera declaración de guerra que hacía un país desde la fundación de la Liga de Naciones. Las nobles intenciones de la Liga habían topado con la realidad de las políticas de América del Sur.

Durante septiembre de 1933, Estigarribia siguió adelante. Se abrió paso con movimientos por los flancos, atrapando grandes cantidades de soldados bolivianos. Rodeados y sin agua, los bolivianos se rindieron para no morir de sed. Los paraguayos avanzaron de nuevo, perforaron pozos en busca de agua y asignaron sus reservas. Kundt se mantuvo firme, al parecer demasiado, se negó a solicitar más soldados, así como a realizar ninguna retirada estratégica. Sus subordinados, ya descontentos por el hecho de estar comandados por un extranjero, no comprendieron su decisión de mantener todos los sectores de un frente que se venía abajo. Los pocos aviones de que disponía la fuerza aérea boliviana informaban regularmente de los movimientos paraguayos por los flancos. Kundt no quiso tenerlos en cuenta y aquello resultó ser su perdición. En diciembre se convirtió en la víctima de su propio temido movimiento envolvente doble. No fue capaz de proteger completamente sus flancos, lo primero que se enseñaba en la escuela militar prusiana. Los soldados de Kundt, frustrados por la estrategia de su propio general, rodeados por el enemigo, debilitados por la deshidratación, se vinieron abajo y se dieron a la fuga. Los que lograron escapar únicamente sobrevivieron porque los paraguayos estaban demasiado exhaustos para completar su victoria aplastante. Cuando los dos bandos se calmaron, el ejército boliviano había quedado reducido a sólo 7.000 hombres y un prusiano que se paseaba por el campo de batalla rezongando en alemán algo sobre movimientos envolventes dobles. Los bolivianos estaban de nuevo justo donde se encontraban al empezar el conflicto.

La derrota significaba demasiado incluso para los bolivianos. A Das Ringer le dieron la patada. Auf Wiedersehen al alemán, que se quedó algún tiempo en La Paz y más tarde, en febrero de 1934, entregó su dimisión. Pero el despido de Kundt no mejoró las inestables relaciones de Salamanca con los generales.

Después de haber sufrido tamaña derrota habría sido lógico que Bolivia se hubiese mostrado dispuesta a entablar las conversaciones de paz que se le propusieron. Pero la lógica no era precisamente su estilo y los bolivianos siguieron presionando. La cifra de muertos siguió en aumento y la Liga de Naciones acabó interviniendo para negociar un final para todo aquel asunto. Los políticos dieron discursos altruistas sobre la matanza sin sentido y sobre cuán necesario resultaba aplicar un embargo de armas a ambos países. Los países de todo el mundo negaron que estuviesen vendiendo armas a los combatientes. «Nosotros no», declararon todos. Aun así, de alguna manera las armas nuevas fluían hacia el frente. A pesar de las bajas sufridas, ninguno de los dos países quería abandonar la lucha: aún no se habían alzado con la victoria que tanto necesitaban y que había representado su único propósito de la guerra. Ninguno quería firmar un tratado de paz que no reconociese a uno de ellos como el claro vencedor. Así que la guerra tenía que continuar.

Otro gran golpe para Bolivia fue la toma de la fortificación Ballivián, supuestamente inexpugnable, que había soportado numerosos asaltos paraguayos. En Bolivia se acercaban las elecciones —aunque parezca imposible, sí, se celebraban, pero como los golpes de Estado se sucedían con sorprendente regularidad, los resultados no eran más que resoluciones no vinculantes—, y el presidente Salamanca quería apuntarse victorias para unir al país tras su partido proguerra. A mediados de 1934, Salamanca sacó sus tropas del fuerte Ballivián y las envió al norte para caer sobre Estigarribia, que estaba metiendo las narices por allí. Había dejado el fuerte vacío, creyendo insensatamente que a su fuerte inexpugnable le bastaba con el personal imprescindible. La estrategia funcionó mientras los bolivianos se marcaron victorias en el campo de batalla, que al Partido Republicano Genuino de Salamanca le sirvieron para conseguir el triunfo electoral aquel noviembre.

Pero, ante la sorpresa de los bolivianos, Estigarribia apareció ante el fuerte Ballivián. Su amago en el norte había hecho salir a los bolivianos del fuerte y el Verdún boliviano cayó sin un solo disparo. La fortaleza inexpugnable estaba de pronto repleta de paraguayos. Paraguay había abierto así su camino hacia la frontera boliviana. La victoria estaba a la vista, una situación siempre peligrosa en estos dos países.

Ultrajado, Salamanca salió a toda prisa hacia el frente para echar a su comandante en jefe. Pero, cuando llegó, los oficiales le pidieron la dimisión. Salamanca la entregó sin atreverse a rechistar mientras su vicepresidente, Luis Tejada Sorzano, que estaba en La Paz, declaraba que Salamanca había desertado y se autoproclamaba nuevo presidente. ¡Todo en el más puro estilo de democracia boliviana!

Increíblemente, los paraguayos siguieron avanzando por el Chaco soportando el despiadado calor. En noviembre, en la batalla de El Carmen, rodearon a dos divisiones bolivianas y capturaron a 4.000 prisioneros mientras otros 3.000 bolivianos perecían de sed. A finales de 1934, la retirada boliviana había alcanzado el lejano extremo oeste del Chaco: los bolivianos estaban siendo vencidos en su propio territorio. El presidente Tejada Sorzano descartó entonces la idea de luchar tratando de gastar lo menos posible y proclamó una movilización total. Las filas de soldados aumentaron y, aunque sufrían derrotas en el campo de batalla, el número de soldados crecía. En abril de 1935, los adustos y curtidos paraguayos, cuyas menguadas filas habían tenido que engrosarse con reclutas adolescentes, habían avanzado todo lo que les permitían sus líneas de abastecimiento, pero habían llegado mucho más lejos de lo que jamás habrían soñado. Estaban más cerca que nunca de la victoria y, sin ellos saberlo, también a un paso de la derrota, como los alemanes durante el verano de 1918.

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