Breve Historia De La Incompetencia Militar (9 page)

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Authors: Edward Strosser & Michael Prince

BOOK: Breve Historia De La Incompetencia Militar
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Pero no todos los rebeldes expresaban su opinión recurriendo a la brea caliente y los vestidos de mujer. Algunos rebeldes moderados le enviaron a Hamilton montones de cartas de protesta. El debate se extendió por toda la nación cuando la National Gazette, un periódico de Filadelfia, cuyo propietario secreto era un amigo de Thomas Jefferson, archienemigo de Hamilton en el gabinete, publicó en primavera de 1791 un artículo de un legislador de Pensilvania occidental en el que se sugerían cambios en la ley. Los opositores también iniciaron una campaña de rumores acusando a Hamilton de promocionar la rebelión para poder justificar la creación de un ejército permanente, que imaginaban que sería otro de sus trucos para establecer una monarquía.

El hecho era que, en realidad, Hamilton quería crear un ejército permanente, pero sabía que ni siquiera podía presentar aquella ley ante el fracturado Congreso. Su categórico instrumento de poder tendría que seguir siendo las apenas controladas milicias estatales. Odiaba la idea de que unos campesinos de tierras lejanas estuviesen amenazando todo su plan financiero y sentía que se avecinaba una confrontación. Para preparar aquel inevitable enfrentamiento, Hamilton empuñó su pluma más afilada y redactó la Militia Act de 1792, que permitía que el presidente utilizara a las milicias estatales para aplastar una insurrección aunque el Congreso no estuviese reunido. El único límite sobre el poder de la Militia Act era que un magistrado del Tribunal Supremo tenía que certificar que la rebelión ocurría en realidad. Un detalle insignificante para un marchante de poder como Hamilton.

Mientras, allá en el oeste, la turba se hacía poco a poco más audaz. El general John Neville estaba jugando a dos bandas: por un lado, estaba amasando una pequeña fortuna proporcionando provisiones a los puestos de avanzada del ejército y, por otro, destilaba whisky. En un lugar donde la mayoría de gente era demasiado pobre para poseer esclavos, el odio y la envidia hacia los peces gordos propietarios de esclavos como el general Neville, por no decir hacia los recaudadores de impuestos, era intenso. Neville, mostrando una facilidad innata para crearse una increíblemente mala imagen pública, había votado contra un anterior impuesto estatal sobre el whisky cuando él formaba parte de la legislatura de Pensilvania, pero cambió de opinión cuando le ofrecieron el cargo de inspector de impuestos, ya que representaba un buen salario anual y una comisión sobre sus recaudaciones. Una conveniente bonificación extra era la oportunidad de controlar de cerca a los destiladores de la competencia.

El ágil intelecto de Hamilton, perfectamente adaptado para diseñar sistemas de gobierno y finanzas, le traicionó en este modesto asunto, cuya realidad de fondo era una confusa masa de intereses en conflicto que desafiaba la lógica. Su genio para plantear soluciones de largo alcance desde el germen del problema le llevó a pasar con un salto de gigante por encima de cualquier solución sencilla, como por ejemplo reforzar la protección a los recaudadores de impuestos, y llegó casi instantáneamente a la conclusión de que aquel malestar social en los bosques requería la movilización de todo un ejército.

Por lo que a él se refería, era todo o nada.

El argumento central era que el malestar en Pensilvania occidental, una zona tan cercana a la capital, avergonzaba y debilitaba al incipiente gobierno. No obstante, Washington contuvo a su joven protegido e insistió en un enfoque más cauto y diplomático. El presidente había cabalgado, reconocido el terreno y luchado en los bosques de Pensilvania occidental, primero con la milicia de Virginia y después con el general británico Braddock, y conocía muy bien el terreno. Era propietario de una gran área de aquella parte del país (casi 5.000 acres) para su especulación y comprendía a los hombres de la frontera de una forma en que Hamilton no podía. Washington estaba comprensiblemente harto de guerra, pero el siempre incansable Hamilton, en cambio, aún seguía con ganas de combatir. Puesto que era un oficial del Estado Mayor demasiado valioso para perderlo, Washington había mantenido al eficiente Hamilton alejado del campo de batalla durante la guerra de la Independencia. Pero Hamilton estaba desesperado por ganar más galones en batalla y abandonó el Estado Mayor para estar en el campo de batalla en Yorktown en 1781. Este pequeño papel en la gran batalla aún no fue suficiente para él.

A medida que el poder de la turba aumentaba en el oeste, Neville intentaba conseguir más ayuda militar de Filadelfia.

Pero todo era en vano. Durante 1793, Benjamín Wells, uno de los subinspectores que Neville tenía en el condado, se empeñó en seguir realizando su trabajo, pero tuvo que soportar continuas agresiones e insultos, así como el asalto de su oficina y el malestar de su mujer, a la que amenazaron varias veces en cuando él no estaba en casa. Ese año Wells viajó tres veces a Filadelfia para informar de la situación, pero Washington quiso esperar. Tenía problemas mucho más importantes.

En 1792 Francia había emprendido su propia revolución y demostraba su compromiso con la democracia decapitando al rey Luis XVI en enero de 1793. Hamilton y muchos componentes del gobierno vieron la imparable y sangrienta revolución francesa —liderada por Robespierre y su fascista Comité de Salvación Pública, que pronto se apresuró a guillotinar a los enemigos de la revolución— como una pesadilla que fácilmente podían reproducir los radicales bebedores de whisky que rondaban por Pensilvania occidental. El gobierno de Washington también estaba dividido por luchas internas: Hamilton y el secretario de Estado Thomas Jefferson continuaban su caballerosa reyerta acerca de sus visiones enfrentadas para el futuro del país.

Jefferson y Hamilton se habían estado enfrentando durante mucho tiempo. Jefferson, aristocrático heredero terrateniente que alimentaba una fantasía de sencillez agraria con los derechos de los estados como punto primordial para el futuro del país, era un hacendado de Virginia profundamente endeudado que se oponía al fuerte sistema federalista que Hamilton estaba construyendo fervientemente. Jefferson, como cualquier otro hacendado de Virginia de su clase, odiaba a los bancos de una forma en que solamente un propietario profundamente endeudado puede hacerlo. En 1793, Jefferson (que rehuía los enfrentamientos abiertos) decidió finalmente abandonar su cargo de secretario de Estado al no conseguir convencer a Washington de que Hamilton estaba conspirando secretamente para instaurar una monarquía en Estados Unidos. Por supuesto, Hamilton negaba categóricamente cualquier intención monárquica y profesaba su preferencia por un todopoderoso ejecutivo, un presidente vitalicio, por supuesto, pero no un monarca.

Por su parte, Washington también tenía problemas. Su plantación de Virginia estaba crónicamente falta de fondos. Sus tierras en Pensilvania occidental no habían resultado ser una buena inversión: le costaba Dios y ayuda recaudar las rentas de los rebeldes granjeros a los que las tenía arrendadas. Su gran plan, la Compañía Potomac, que aspiraba a abrir una ruta desde el río Potomac al río Ohio, parecía abocado al fracaso. Y, por si fuera poco, el propio Washington se enfrentaba por primera vez a una crítica abierta, por parte tanto de un periódico secreto de Jefferson, la National Gazette, como de pequeños grupos políticos llamados sociedades democráticas o clubes, una novedad que estaba surgiendo por todas partes, inspirada en el fervor revolucionario de Francia. A todo ello se añadió el barullo de críticas contra Washington y su gobierno. En este caldeado ambiente, la inestabilidad de Pensilvania occidental empezó a tomar visos de convertirse en una auténtica pesadilla que podía afectar al país entero. Más tarde, en otoño de 1793, una epidemia de fiebre amarilla paralizó Filadelfia durante dos meses y casi mandó a Hamilton a su lecho de muerte.

Mientras tanto, el gobierno de la turba continuaba en Pensilvania occidental. Los rebeldes quemaban los graneros de todo el que se atreviese siquiera a registrar su destilería. La milicia de la turba de la Mingo Creek Association se había quitado su disfraz y se había transformado en un personaje de ficción que representaba al tumulto: Tom the Tinker. La rebelión iba ganando intensidad y, a pesar de ello, no llegaba del este ninguna ayuda para el general Neville y su perseguido subinspector de impuestos, Benjamín Wells.

¿Qué sucedió?: Operación «Autoinvasión»

La rebelión estuvo cociéndose hasta el verano de 1794. La moderación de Washington estaba aún a la orden del día, aunque había problemas más que suficientes para distraerle. La impetuosa precocidad de Hamilton, unida a la contención de Washington, era clave para la poderosa asociación. Pero Washington tenía sus límites flemáticos: cuando el general Neville y el jefe de policía federal fueron atacados al intentar entregar los mandatos a los destiladores recalcitrantes, el último intento de Hamilton de salir vencedor de su guerra, Washington se encontró contra las cuerdas.

El obstinado subinspector de impuestos Benjamín Wells hizo a principios de verano una lista de los propietarios de destilerías. Hamilton cogió la lista y redactó los mandatos que se tenían que entregar, en los que se requería a los demandados que recorriesen quinientos kilómetros hasta Filadelfia y se presentasen ante el tribunal en agosto, cuando los tribunales estaban en realidad cerrados. Cualquier pequeño granjero que intentase presentarse ante el tribunal tendría que pasar varias semanas fuera de casa, desatender por tanto el trabajo y arriesgarse al desastre financiero. Los mandatos eran una mecha que Hamilton había encendido deliberadamente. Hamilton sabía perfectamente que en aquella época del año el Congreso ya no estaría reunido y que la Militia Act le daría a Washington el poder de convocar a la milicia federal.

El 17 de julio de 1794, cuando Neville y el jefe de policía empezaron a entregar los mandatos, tuvieron que enfrentarse con una multitud furiosa y se vieron obligados a retirarse a la propiedad de Neville, residencia de la familia del general, que había sido debidamente preparada para la defensa. La turba los persiguió y atacó la plantación. Neville, que había luchado en una guerra de verdad, les echó con determinación con fuego de mosquete. La furiosa muchedumbre se retiró a un cercano fuerte francés abandonado para esperar refuerzos de las milicias locales.

La milicia, formada entonces por un pequeño ejército de quinientos hombres, se dirigió de nuevo hacia la plantación de Neville y le pidió su dimisión, así como su renuncia a entregar los mandatos. Neville se negó y los rebeldes atacaron la plantación, en aquel momento defendida aproximadamente por una docena de soldados del cercano fuerte del gobierno.

Intercambiaron disparos durante una hora hasta que lograron prenderle fuego a la casa y obligaron a los soldados a rendirse.

Neville, que ya había evacuado a su familia y estaba observando la batalla desde el bosque, se marchó a toda prisa a Pittsburgh. La batalla había terminado, de momento. Tom the Tinker había evolucionado y se había convertido en un ejército del hampa.

La turba amenazó con dirigir su ira contra Pittsburgh, donde el jefe de policía y Neville se habían refugiado, a menos que Neville dimitiese y les entregase los mandatos. Temeroso del ejército que les amenazaba en las afueras de la ciudad y con su casa en ruinas, Neville acabó por ceder. Pero el terco jefe de policía no quiso rendirse a entregar los mandatos.

Entonces entró en escena un abogado de Pittsburgh llamado Hugh Brackenridge. Dio un paso al frente y se situó peligrosamente entre las dos fuerzas en un intento de calmar la situación. Entretuvo a los rebeldes el tiempo suficiente para que Neville y el jefe de policía saltasen a un bote y escapasen río Ohio abajo como Huckleberry Finn y Big Jim. Neville y el jefe de policía llegaron a Filadelfia tres semanas después para informar a Washington y Hamilton.

El ejército de Tom the Tinker regresó discutiendo furiosamente. Brackenridge, el pacificador, fue a reunirse con la Mingo Creek Association el 22 de julio y les apremió para que solicitasen amnistía a fin de que no se produjese una inevitable represión violenta de la rebelión. Los previno acerca de que la Militia Act daba al presidente el poder de aplastarlos, y tenía el claro convencimiento de que Hamilton lo haría.

Pero un rico abogado llamado David Bradford que había declinado unirse al ataque de la plantación de Neville y cuyo valor bajo la línea de fuego aún estaba por demostrar se adelantó de pronto y, valientemente, abogó a favor de que continuase la resistencia. Bradford creía erróneamente que podía convertir la andrajosa rebelión en una revolución real, siguiendo los pasos de Robespierre y su fiel guillotina. Bradford exigió que se celebrase un congreso de delegados de la región al cabo de dos semanas y urgió un ataque al fuerte que el gobierno tenía cerca de Pittsburgh para hacerse con armas. En el último segundo, sin embargo, se hizo atrás: de pronto había caído en la cuenta de que los soldados no estaban allí para reprimir a los colonos, sino para defenderles de los peligrosos nativos americanos. El entusiasta Bradford se dio cuenta de que mantener los bosques libres de aquellos fastidiosos nativos americanos era una misión complicada incluso en medio de una rebelión.

De modo que Bradford decidió entonces que robarían el correo que se enviaba a Filadelfia para averiguar quién estaba conspirando contra su revolución. Cuando descubrieron que el hijo de Neville aún estaba en Pittsburgh tratando de organizar a la resistencia, Bradford y otros líderes rebeldes convocaron a todos los líderes de la milicia y sus tropas en los alrededores de Pittsburgh. Tenía que ser una demostración de fuerza para dejar claro que la pequeña y fangosa ciudad de Pittsburgh era el núcleo de la intransigencia gubernamental, los impuestos sobre el whisky y la perfidia.

El 1 de agosto de 1794, cuando finalmente se reunieron en las afueras de Pittsburgh, en el campo de Braddock —escenario de la derrota de los franceses y los indios a manos de las tropas del general británico Braddock en 1755—, los rebeldes se dieron cuenta de que contaban con una fuerza de siete mil hombres. Bradford, olvidadas ya tanto sus antiguas dudas sobre la revolución que estaba liderando como su pasada cobardía, se había autoproclamado general y lucía con orgullo su ostentoso uniforme. Sus demandas a los ciudadanos de Pittsburgh se habían incrementado bajo la amenaza de prenderles fuego: el hijo de Neville, el mayor que había encabezado la defensa de la propiedad de Neville y una larga lista de personas tenían que ser expulsados de la ciudad. Además, los milicianos de Pittsburgh que defendían la ciudad tenían que salir, unirse a los rebeldes y demostrar su lealtad a la revolución. Los asustados habitantes de Pittsburgh empezaron a sellar con tablas sus casas para protegerse de la invasión.

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