Breve Historia De La Incompetencia Militar (18 page)

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Authors: Edward Strosser & Michael Prince

BOOK: Breve Historia De La Incompetencia Militar
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Tal vez corno posible venganza, el banco fue saqueado por los soviéticos en 1945, cuando invadieron el país después de la Segunda Guerra Mundial.

¿Qué sucedió después?

Podría esperarse que cuando dos pesos pesados como Estados Unidos y Rusia se enfrentan, incluso el mundo entero cambie. Y, tal vez, posiblemente el aspecto más sorprendente de este alocado asunto sea que no cambió absolutamente nada, excepto que se dieron al mundo unos pocos veteranos checos de la Primera Guerra Mundial más y se proporcionó a los bolcheviques propaganda que podrían utilizar durante las próximas ocho décadas: América intentó invadirnos. Nadie en Estados Unidos se acuerda, pero ellos sí.

Woodrow Wilson sufrió un ataque al corazón en 1919 y su esposa se convirtió en presidente de facto hasta el fin de su mandato. Mientras ella estuvo al mando, ocultó el presidente enfermo al vicepresidente y al gabinete. Ella no invadió ningún país y Wilson murió en 1924.

El general William Graves se retiró del ejército en 1928 y escribió un libro criticando toda aquella experiencia.

Los bolcheviques mantuvieron a Kolchak encerrado en prisión durante algunas semanas y, como era de esperar, lo pusieron contra el paredón y le fusilaron el 7 de febrero. El oro encontró su camino entre los bolcheviques en Moscú. Visto por el lado positivo, actualmente se alza una estatua del almirante de tierra Kolchak en Omsk.

Vladimir Lenin sufrió una serie de infartos que le fueron debilitando; empezaron en 1922, y murió dos años después. Iósif Stalin asumió el poder de la Unión Soviética e invadió muchos países. La Unión Soviética siguió siendo comunista hasta 1991.

Hitler y el putsch de la cervecería
Año 1923

¿Qué se necesita para efectuar un buen golpe de Estado? A diferencia de la revolución, su pariente más beligerante, pocos han poseído el delicado toque para llevar a cabo con éxito este, digamos, sutil asunto. Adolf Hitler, tal como ya sabemos, no era conocido por su delicadeza.

Un golpe de Estado triunfante es un acontecimiento alegre, la fiesta de los derrocamientos de gobierno. Los golpistas solamente «dan al pueblo lo que quiere», que es por supuesto un nuevo gobierno que encabezarán ellos. Un golpe de Estado bien dirigido debería parecer surgido como por arte de magia de las calles y ver la luz sin derramar siquiera una gota de sangre. Nada empaña tan deprisa como un derramamiento de sangre innecesario las alegres perspectivas de un buen golpe de Estado.

No ha habido un país más preparado para un golpe de Estado que la Alemania de 1923. Munich era el lugar perfecto.

Las cervecerías de Munich eran un lugar de reunión ideal para golpistas: grandes cavernas con comida y bebida para manejar a las tropas hambrientas, perfectas para pronunciar discursos inflamados y esconder las armas.

Los líderes políticos y militares de Munich y toda la provincia de Baviera detestaban todo lo que vagamente se pareciese a la democracia y anhelaban la seguridad que proporcionaba una dictadura, aunque nadie estaba del todo de acuerdo sobre qué tipo de dictadura era la adecuada. Como dirigentes, todos los líderes de la región prestaban apoyo al derrocamiento, incluso de ellos mismos. Ni siquiera habían pensado aún en todos los detalles, como por ejemplo quién lideraría el nuevo gobierno.

Hitler, cuyas incendiarias habilidades políticas habían alcanzado ya su plenitud, por aquel entonces había reunido ya a todo el reparto estelar de personajes secundarios que más tarde desencadenaría con éxito la mayor y más devastadora guerra de todos los tiempos. El equipo estaba encabezado por el jovial héroe del aire fascista de la Primera Guerra Mundial, Hermann Goering, y respaldado por el incomparable general prusiano Erich Ludendorff, el antiguo líder del fracasado, pero ampliamente admirado, esfuerzo de guerra alemán en la Primera Guerra Mundial.

Hitler ya estaba preparado. Munich ya estaba preparada. La cerveza estaba fría.

Rondando por las calles había montones de ex soldados sin empleo, impacientes por dar un buen uso a su más amarga agresividad. Todo indicaba que iba a ser un éxito rotundo.

Pero el resultado no fue más que sangre en las calles y unas condenas de cárcel breves.

¿Qué ocurrió?

Los actores

Adolf Hitler:
Veterano del ejército alemán en la Primera Guerra Mundial, condecorado, nacido en Austria, no fumador, vegetariano estricto, artista visual en ciernes y hombre sin educación, pero, sobre todo, un bicho raro sin habilidades y desprovisto de cualquier escrúpulo, al que, de alguna forma, se le ocurrió la idea de que él debía gobernar el mundo y convenció a un montón de gente de que esto era realmente una buena idea.

La verdad desnuda: Se unió al incipiente partido nazi en 1919 y mediante incesantes discursos al populacho llevó al pequeño partido a primera división.

Méritos: Supo utilizar magistralmente su extraña mirada fija para convertirse en un orador que fascinaba al público.

A favor: Sabía cómo dominar a las multitudes.

En contra: Pensaba que debía gobernar el mundo y continuamente amenazaba con suicidarse si no le daban la oportunidad.

General Erich Ludendorff:
Fue la mejor baza de Hitler para efectuar el golpe de Estado. El incompetente prusiano que había despilfarrado una oportunidad de oro para aplastar a Inglaterra y Francia después de que los rusos se retirasen de la Primera Guerra Mundial había logrado salvar su reputación inventándose la excusa de que los desastrosos políticos en el frente nacional le habían apuñalado por la espalda, y, al terminar la guerra, había huido a Suecia oculto tras una barba postiza.

La verdad desnuda: La participación de Ludendorff garantizó que el ejército de Hitler, formado por un batiburrillo de matones callejeros, consiguiera credibilidad en las calles y fuera tomado en serio por la media de los ciudadanos de Munich que simpatizaban con la derecha.

Méritos: Se aprovechó del hecho de que un uniforme resplandeciente de medallas coronado con el casco en punta, demasiado pequeño para su cabeza, seguía siendo una imagen extrañamente reconfortante para la mayoría de alemanes.

A favor: Parecía exactamente lo que era, un general retirado increíblemente violento convertido en un inocente revolucionario.

En contra: Se vistió para la batalla con un traje tweed la primera noche del golpe.

La situación general

En 1923, en Alemania reinaba el caos. Después de perder la Primera Guerra Mundial, sufrió todos los tipos de revolución posibles: comunista, monárquica y de la derecha, todas excepto la democrática. El ampliamente despreciado gobierno legal, la República de Weimar, se agarraba desesperadamente al poder entre los violentos aires de la revolución.

La economía alemana era un completo desastre y el gobierno alemán no tenía dinero para pagar la ingente cantidad de indemnizaciones de guerra que exigían los franceses, muy resentidos por la invasión de que había sido víctima su país, por los cuatro años de lucha y los millones de ciudadanos y soldados franceses que habían perdido en el conflicto.

Antes de la guerra, Alemania había sido el poder emergente de Europa: contaba con la mayor población de los países occidentales y la industria técnicamente más avanzada. Para la mayoría de alemanes no tenía sentido que hubiesen perdido la guerra, especialmente ante los franceses, su débil, democrático archienemigo al que Bismarck había maltratado en la guerra franco-prusiana de 1870. Pero ahora, terminada la guerra, en Alemania el desempleo era alto, la inflación estaba desbocada (su peor momento lo alcanzó en 1923, cuando los precios se doblaban cada dos días) y la divisa se había erosionado hasta el punto de que una taza de café valía billones de marcos. En lugar de monederos se necesitaban carretillas.

El cuerpo de oficiales prusianos anhelaba la estabilidad inherente de un país organizado según los códigos y las tradiciones de la máquina de matar militar prusiana que todos ellos habían conocido, amado y en la que habían confiado. Para los derrotados y desgraciados oficiales prusianos de noble cuna, que habían llevado el país a una guerra para sumirlo luego inadvertidamente en el caos de la revolución, era un artículo de fe que su glorioso ejército era la espina dorsal crucial de la nación alemana. Ellos creían que era su deber presentar una última batalla para conseguir un gobierno incuestionable y oligárquico; de lo contrario, su país podría desaparecer bajo las fuerzas convergentes del comunismo radical, la democracia radical o cualquier combinación diabólica e inimaginable de ambas.

Los más vehementes de estos exsoldados eran los grupos Freikorps, formados por exsoldados contratados y armados en secreto y silenciosamente sancionados por el gobierno legítimo como compañías paramilitares ilegales. A los Freikorps se les daba vía libre tácitamente para aplastar a los revolucionarios de la izquierda a cambio de apoyar al régimen socialdemocrático del presidente Friedrich Ebert, quien había heredado el tambaleante estado alemán después de la abdicación del kaiser.

Pero los Freikorps resultaron ser incontrolables para todos, incluso para los curtidos oficiales que los comandaban. Las tropas estaban invariablemente formadas por veteranos del frente que habían sobrevivido a años de horrores inimaginables en las trincheras de guerra y que, en realidad, ya no podían existir en una sociedad pacífica. Parte de las masas alemanas estaban de acuerdo con el objetivo de los Freikorps, aunque no con las tácticas de yugo que habían perfeccionado en el resto de Europa.

El reverenciado perdedor de la Primera Guerra Mundial, el mariscal de campo Ludendorff —el que, para salvar su pellejo, había argüido que Alemania había sido «apuñalada por la espalda por los criminales de noviembre»— estaba resultando ser un golpista impaciente e inocente. El había sido uno de los organizadores del golpe de Kapp en 1920, un intento fallido de derrocar la República de Weimar, y, con su fracaso, se vio obligado a huir de nuevo camuflado de Alemania. Ludendorff acabó en Munich, donde se instaló en una mansión de las afueras y empezó a entrevistar a candidatos para ocupar el puesto vacante de dictador alemán.

Adolf Hitler, un completo don nadie al final de la guerra, con un expediente de guerra manchado únicamente por su supervivencia, también aterrizó en Munich, donde su regimiento de guerra le asignó la misión de soltarles, a los soldados que habían regresado, discursos acerca de las maldades del comunismo. Enseguida le señalaron como un prometedor oficial de inteligencia y le mandaron a controlar el floreciente escenario revolucionario del ala derecha. Así fue como, el 12 de septiembre de 1919, en una cervecería, entró en contacto con el incipiente partido nazi. Impresionados por su capacidad de hacer callar a gritos a la media docena de miembros del partido, invitaron a Adolf a unirse a ellos. Al cabo de una semana se había inscrito.

Sintiéndose inspirado por primera vez desde que había acabado la guerra, Hitler puso a punto su crudo poder de dar discursos; mediante trabajo y dedicación hizo crecer el partido con el mensaje de que los males de Alemania eran culpa de los judíos y los comunistas. Las imágenes retóricas de Hitler de una tierra fantástica racial en la que el honor y el orden serían devueltos a los orgullosos alemanes resultó ser mucho más popular que las pésimas acuarelas que había vendido por las calles antes de la guerra. Las crecientes masas que asistían a sus discursos en las cervecerías pronto hicieron de él una celebridad local.

En 1922, Hitler había atraído a dos de sus principales cohortes, que iban a desempeñar un papel decisivo a la hora de llevarle al poder y arremeter contra el mundo en la Segunda Guerra Mundial. Hermann Goering, después de una guerra en la que había tomado el mando del famoso escuadrón Richthofen del Barón Rojo en 1918, se había retirado al apartamento de su madre en Munich. La auténtica humillación, sin embargo, era el desprecio abierto que recibía de los revolucionarios de la izquierda que, con frecuencia, arrancaban las medallas del pecho de los soldados en público.

Goering a menudo daba rienda suelta a su furia en las reuniones de las cervecerías. Pronto decidió unirse al partido radical, que estaba tan resentido y determinado a vengarse de la derrota como él mismo. Poco después, en 1922, conoció a Hitler. Cuando Goering escuchó el discurso de Hitler sobre las injusticias del Tratado de Versalles, fue amor a primera vista.

Hitler supo instintivamente que el elegante y condecorado exas de guerra era una gran aportación al incipiente partido.

Goering era un hombre con un gran don de gentes tras el que se ocultaba un astuto ser despiadado. Poco después de su primera reunión, Hitler le entregó el mando de las SA (Sturmab-teilung), los matones callejeros de Hitler.

Mientras, Heinrich Himmler, el hijo de una devota familia de clase media católica romana de Munich, se unió al equipo como un peón anónimo. Aunque no tenía los antecedentes usuales en un gran terrorista en ciernes, Himmler estaba muy influenciado por su padre, un hombre obsesionado por la historia. Fue él quien alimentó en Himmler esos sueños de los viejos tiempos, cuando los caballeros teutones, racialmente puros, gobernaban los bosques de Prusia sin que ningún judío o comunista les estropease el paisaje.

El pequeño Heinrich siempre se esforzaba para ser el mejor en todo lo que hacía y, como joven alemán que era, ansiaba servir a su país uniéndose a la inútil matanza de la Primera Guerra Mundial. Pero el ejército alemán era muy estricto y negaba a los que no eran nobles la oportunidad de convertirse en oficiales y dirigir la carnicería. Las reglas no cambiaron hasta finales de la guerra, cuando empezaron a menguar las filas de la juventud nobiliaria.

Heinrich finalmente consiguió su empleo de oficial, pero, para la consternación de millones de sus futuras víctimas, no participó en la acción y no consiguió el sacrificio final para su país. De regreso a casa, sin un solo rasguño en el cuerpo, depositó sus esperanzas en cultivar el terreno de un remoto reducto prusiano como un caballero de sus fantasías teutonas juveniles. Se unió a los Freikorps, pero se perdió la sangría porque su unidad no consiguió unirse a la paliza, que les dieron a los rojos en 1919. Al cabo de un año de criar pollos en la granja en 1921, preparándose para cultivar su fantasilandia prusiana, se encontró un fin de semana con Ernst Rohm en un campo de fantasía teutónica. Rohm, otro curtido veterano, era un activo oficial del ejército cuyo principal trabajo consistía en ocultarles las armas a los soldados aliados, que desafortunadamente estaban intentando controlar el creciente caos en Alemania. El puesto de Rohm le permitía el acceso a las armas escondidas a cualquier grupo político que le favoreciese. Pronto reparó en el prometedor grupo de nazis de Hitler. A medida que los nazis fueron ganando popularidad, necesitaron hombres que controlasen sus escandalosas reuniones en la cervecería, y Rohm le proporcionó hombres y armas a la joven SA. Himmler, como parte de uno de los grupos de Rohm, le seguía a todas partes y pronto fue succionado por la creciente vorágine del partido nazi.

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