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Authors: Edward Strosser & Michael Prince

Breve Historia De La Incompetencia Militar (19 page)

BOOK: Breve Historia De La Incompetencia Militar
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Munich, una vez eliminado su gobierno de estilo bolchevique, se convirtió en el corazón de una revolución de la derecha.

Sus calles y cervecerías rebosaban energía fascista y, por las noches, las ligas de Freikorps, formadas en gran parte por hombres sin empleo, luchaban entre sí por el control de las calles. En sus ratos más tranquilos, acudían en masa a las cervecerías para discutir los distintos métodos violentos de derrocar al gobierno electo. Los partidarios de la derecha, los comunistas y los socialistas sólo estaban de acuerdo en una cosa: nada podía ser peor que la democracia que estaban sufriendo.

Los generales prusianos estaban decididos a mantener a los pendencieros Freikorps bajo su control, y vigilaban de cerca Munich. Gustav von Kahr se había autoproclamado dictador de la derecha de Baviera en Munich. Kahr veía con buenos ojos cualquier gobierno de derechas, pero estaba particularmente enamorado de la monarquía y todavía suspiraba por los recientemente derrocados Wittelsbachs, una de las familias reales menores que se habían hundido con la abolición de la monarquía después de setecientos años de gobernar Baviera.

En 1923, Hitler controlaba totalmente el partido nazi. Le encomendó a su compañero Rohm la tarea de buscar personal para la oficina de violencia, y éste buscó a los matones más violentos de los Freikorps. Hitler pronunció su primer gran discurso como político el 24 de febrero de 1920, en la Hofbráuhaus, ante 2.000 personas. En aquel momento, su pequeño partido ya contaba con unos 100.000 miembros, incluyendo a 15.000 hombres de las SA, y fue reconocido como una amenaza real por el gobierno y los oficiales prusianos, que eran los que realmente controlaban el país. Resuelto a evitar cualquier represalia de los franceses antes de que el ejército alemán se hubiese restablecido y hubiese recuperado su antigua grandeza, el gobierno, aún luchando contra los oscuros límites de la democracia, declaró ilegales a los partidos marginales y tomó medidas drásticas contra ellos. Hitler se retiró de la escena aquel verano y consideró sus opciones.

La época para dar un golpe de Estado había llegado. En enero de 1923, los franceses habían ocupado el valle industrial del Ruhr, humillando aún más si cabía a los alemanes y causándoles un grave perjuicio a su economía. El gobierno alemán, respaldado en secreto por los industriales, imprimía marcos como si fuesen rosquillas para pagar las deudas en indemnizaciones que debían a los aliados. La inmensa hiperinflación resultante tuvo el desafortunado efecto colateral de acabar con las cuentas bancarias de la mayoría de los alemanes de a pie. Por supuesto, el despreciable gobierno democrático tuvo la culpa.

En Munich, el protoführer Von Kahr y los otros futuros líderes de la derecha se habían reunido con Hitler para extender por toda Alemania la dictadura que Kahr ejercía en Munich. Pero, para exasperación de Hitler, todos los miembros de la derecha se entretenían discutiendo acerca de los detalles, especialmente quién debía ser el Gran Líder. Kahr quería reinstaurar la monarquía; Rohm quería convertir su Freikorps en una amenaza militar real y suspiraba por una nueva dictadura; Von Seisser, el jefe de policía bávaro, era partidario de Hitler, pero no tanto de los Freikorps, y no acababa de decidir a quién apoyar; Von Lossow, el jefe del ejército bávaro, era partidario del modelo dictatorial de gobierno, y también de Hitler, pero sabía que a sus superiores de Berlín no iba a gustarles que apoyara al prepotente joven aspirante a dictador, así que él también nadaba entre dos aguas.

Hitler, impaciente por empezar a ejercer de dictador, se reunió con todos ellos en otoño. Había dado su palabra a Von Kahr, Von Lossow y Von Seisser de que no empezaría la contrarrevolución sin ellos. Pero, al parecer, al impaciente futuro fiihrer se le estaba acabando la paciencia. Cuando Von Kahr anunció que el 8 de noviembre daría un gran discurso en la cervecería Bürgerbráukeller de Munich, a Hitler le entró el pánico. Resuelto a no quedarse atrás en la carrera para convertirse en führer; urdió rápidamente un plan y movió pieza. Se reunió con sus subalternos la víspera por la noche y estuvieron conspirando hasta bien pasada la media noche. Su plan improvisado dependía del genio organizativo aún por demostrar de Goering, que encabezaría a los combatientes de las SA nazis, y de la participación del incuestionable general Ludendorff.

¿Qué sucedió?: Operación «¿Acaso no hay nadie capaz de iniciar una revolución aquí?

Para Hitler, fascinado por sus propias creencias fanáticas, igual que lo estaba su creciente ejército de seguidores, la organización y planificación del golpe había sido una idea de última hora. El plan consistía simplemente en hablar con los líderes de Baviera antes del discurso de Von Kahr, convencerles para que se uniesen al golpe de Estado de Hitler (el putsch de Hitler) y, después, declarar la revolución y marchar inmediatamente sobre Berlín. Con Hitler al frente, por supuesto.

Hitler llegó a la cervecería temprano y se paseó por el vestíbulo esperando a Goering y a sus guardaespaldas personales.

Tal como estaba planeado, Von Lossow y Von Seisser, así como prácticamente todas las figuras de poder en Munich, llegaron a la Bürgerbráukeller para escuchar el discurso de Kahr. Mientras Von Kahr estaba hablando, Goering y los guardias llegaron en camiones, se abrieron paso a empujones y colocaron una ametralladora en el vestíbulo de la cavernosa cervecería. A una señal de Hitler, la puerta se abrió de par en par; Hitler, en el centro de un grupo de soldados, se abrió paso entre la multitud agitando su pistola como si fuese el Llanero Solitario, mientras Goering se permitía la extravagancia de blandir dramáticamente un sable. Se abrieron paso hacia el escenario y Hitler tranquilizó a la multitud con un tiro al aire. La revolución había empezado.

Furiosos porque Hitler había roto su promesa de que no efectuaría el golpe sin ellos, los tres líderes, Kahr, Lossow y Seisser, se negaron a moverse. Hitler, lívido ante su intransigencia, les arrastró hacia una habitación lateral y les clavó la pistola en el oído. Aun así se mostraron reacios. Hitler se puso hecho una fiera, pero no tuvo más remedio que regresar con el inquieto auditorio, al que Goering estaba tratando de tranquilizar diciéndoles en tono de broma: «¡Vamos, al fin y al cabo tenéis cerveza!»

Hitler avanzó a grandes zancadas hacia el escenario y anunció la alineación del nuevo Gobierno, incluido el papel que en él desempeñarían Kahr, Lossow y Seisser, y la multitud se puso de su lado. Volvió de nuevo a la habitación lateral triunfante, sabiendo que había ganado el pulso. Pero el reacio triunvirato aún estaba tratando de hacerse a la idea. Entonces Ludendorff, el héroe de la Primera Guerra Mundial que había perdido la guerra, hizo su aparición. Era el más allegado a Hitler, pero lo cierto es que no parecía precisamente un general prusiano, puesto que llevaba el traje viejo que empleaba para ir de cacería los fines de semana, para preservar la ilusión de que su implicación en el golpe era una decisión que había tomado en aquel mismo momento.

Entonces el triunvirato se dio cuenta de que las cosas se estaban poniendo en su contra. Bajo la influencia de Ludendorff, Lossow y Seisser estuvieron de acuerdo en unirse al golpe, pero Kahr seguía apostando por la reinstauración de su amada monarquía. Finalmente, cuando Hitler le contó la mentira perfecta, cedió: el golpe de Estado era lo que el kaiser hubiese querido. Por supuesto, Hitler estaría al mando, Lossow y Seisser representarían los papeles estelares, el inservible Ludendorff dirigiría de nuevo el ejército y Kahr seguiría siendo gobernador de Baviera. Después de apoderarse de Munich, todos marcharían sobre Berlín y completarían la revolución.

Después de firmar el trato, todos volvieron al escenario, donde uno a uno prometieron unirse a la revolución de Hitler. La multitud enloqueció.

Afuera, había anochecido: había llegado la hora de que los escandalosos combatientes de los batallones de las SA demostrasen en las frías calles de Munich lo valiosos que eran para la revolución. Se reunieron en las cervecerías de la ciudad, bebiendo y esperando la orden para abalanzarse sobre los centros del gobierno y atacar a cualquiera que se resistiese a la revolución.

Al veterano líder de los Freikorps, Gerhard Rossbach, le dieron seis soldados de caballería y le encomendaron ocupar la Escuela de Infantería. Los cadetes enseguida estuvieron dispuestos a unirse al popular Rossbach, un legendario combatiente de las Freikorps. Los nuevos cadetes de Rossbach marcharon armados hacia Marienplatz, el centro de la ciudad, situado en la orilla del río opuesta a la que Hitler había efectuado el golpe.

Sin embargo, en el resto de Munich, el golpe estaba teniendo menos éxito. Los soldados de las SA no consiguieron convencer a los soldados del cuartel del 19° Regimiento de Infantería para que les entregasen las armas de su arsenal. Otros soldados de las SA quedaron encerrados en otro arsenal por un oficial del ejército determinado a no someterse al golpe sin órdenes explícitas.

Mientras, Ernst Rohm, que esperaba que le llegasen noticias de que el golpe de Estado se había efectuado, había formado a su batallón de las SA en la lujosa cervecería Lówenbraukeller bajo pretexto de pasar una noche divertida amenizada por la música de una banda y un discurso de Hitler. Himmler estaba allí, agarrado a la bandera nazi, su mayor contribución al golpe.

Cuando les notificaron que la revolución había empezado, Rohm lo anunció a la multitud; todos salieron a la calle y formaron enseguida llevando armas de fuego, cortesía del maestro acumulador de armas Rohm. Los soldados armados marcharon hacia la Bürgerbráukeller para unir sus fuerzas a las de Hitler, liderados por una banda de música y recogiendo las armas que habían ocultado a lo largo del camino. Himmler marchaba orgullosamente con la bandera en la mano, satisfecho de tener por fin su oportunidad de participar en la guerra.

El complot, sin embargo, empezó a hacer aguas. Entre la confusión que se produjo en la Bürgerbráukeller, un inspector de policía se escabulló por una puerta lateral e hizo sonar la alarma. Las noticias llegaron a los oficiales superiores de la policía, que mandó a sus hombres a proteger las conexiones telegráficas y telefónicas. Puesto que Von Lossow, el jefe del ejército en Munich, estaba atrapado en la cervecería, la policía llamó al oficial superior del ejército en la ciudad, el general de división Von Danner, un monárquico que odiaba a los nazis y que acudió inmediatamente en su ayuda.

Otro oficial de policía, alertado, por los disparos en las calles, de que una revolución nacional había empezado, salió a toda prisa de su casa en zapatillas para asegurar rápidamente la oficina gubernamental de Von Kahr. Los ufanos y desorganizados golpistas acabaron mordiendo el polvo reducidos por un puñado de mandos intermedios que actuaban rápidamente.

El escandaloso desfile de Rohm conquistó el Ministerio de Defensa para Ludendorff y Von Lossow sin derramamiento de sangre, pero olvidaron ocuparse de las conexiones telefónicas del interior del edificio, desde donde los oficiales leales llamaron a todo el mundo. Rohm, un militar de alto rango en Munich, ya no era de fiar.

Cuando Hitler, regodeándose en su glorioso momento de su recién estrenada dictadura, se enteró del problema en el cuartel del 19° Regimiento de Infantería salió corriendo de la cervecería para arreglar la situación. Dejó a Ludendorff al mando de los cautivos Kahr, Lossow y Seisser. El convoy de Hitler se unió a Rossbach con sus cadetes de Infantería. Se detuvo para soltarles a sus nuevos reclutas un fiero discurso y luego se dirigió al Ministerio de Defensa para felicitar a Rohm. Su convoy avanzó por las calles entre los ciudadanos, luciendo orgullosamente su uniforme y el rojo-negro-blanco de la antigua monarquía alemana. La alegre atmósfera carnavalesca del golpe inundó el frío aire de la noche, libre de disparos. Parecía que el golpe de Estado estaba triunfando brillantemente. Hitler estaba asombrado. Hitler finalmente llegó al cuartel, pero el terco centinela de la puerta no le permitió entrar. Presintiendo que se avecinaba un problema, Hitler volvió a la cervecería del golpe y delegó la resolución del asunto del cuartel en Von Lossow. Cuando Hitler se fue, Ludendorff, cada vez más impaciente por recuperar su cargo al frente del ejército, decidió soltar al triunvirato. Von Kahr, Von Lossov y Von Seisser le dieron por supuesto su total y absoluta garantía prusiana de que continuarían apoyando a los golpistas. Los otros golpistas no estuvieron de acuerdo con su decisión y se lo hicieron saber con vehemencia, pero no pudieron convencer al anciano general.

De este modo Von Kahr, Von Lossow y Von Seisser salieron despreocupadamente y, sin saberlo, el golpe de Estado recibió un golpe mortal a manos de su mejor baza.

Cuando se vieron libres de las garras de los golpistas, el trío de vones, que controlaba prácticamente todos los canales legales de poder en la región, decidió que no quería trabajar para el joven Adolf. Querían irse para salvar el pellejo y si para ello era necesario hundir el golpe, lo hundirían.

Kahr salió disparado hacia su despacho, donde un representante de la brigada de los Freikorps le dijo que si se proclamaba dictador, los 15.000 soldados de la brigada invadirían Baviera para apoyarle. El cauteloso Kahr declinó la invitación para impulsar una guerra civil. Al mismo tiempo, Seisser corrió rápidamente a un puesto de mando de la policía local y emitió órdenes a la policía estatal para que se protegieran. Para cubrirse las espaldas, como llegados a ese punto estaba haciendo ya todo el mundo, Seisser optó por no moverse aún contra el golpe de Estado y, a continuación, se dirigió a las oficinas de Kahr.

Cuando Hitler regresó a la cervecería, no se dio cuenta de la gravedad del error garrafal que Ludendorff había cometido al soltar al trío de vones: estaba convencido de que le apoyarían y no podía concebir que alguien no anhelase que él se convirtiera en dictador. Lo que más le preocupaba era que los soldados de las SA rondasen arrastrándose por la cervecería en lugar de conquistar los edificios gubernamentales clave.

Hitler había perdido completamente la concentración diabólica que le había llevado a las puertas de la victoria. Estaba embriagado por la gloria de su aparente victoria. Cuando Rossbach y sus cadetes de Infantería llegaron al local donde se había producido el golpe y quisieron desfilar triunfalmente, Hitler aceptó gustoso y los recibió con un pequeño discurso mientras Ludendorff observaba orgulloso. Seguidamente, los soldados entraron a beber cerveza y comer salchichas.

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