Pero en la biblioteca no había nadie. Sin embargo, la lámpara de su mesa estaba encendida. Y el balcón del fondo, abierto. La cortina flotaba, agitada por un aire frío y húmedo. Lloviznaba fuera. Y había niebla, como aquella maldita noche.
Se precipitó hacia el ventanal, asomó a él mirando al exterior. Abajo, un negro automóvil rodaba lentamente, alejándose dé la acera de la casa. Era un viejo, anticuado
Pierce Arrow
de 1920 que creyó identificar. ¡El coche del señor Smith!
Mientras el vehículo se alejaba, hundiéndose en la bruma, por su ventanilla asomó el rostro blanco, cadavérico, de una hermosa novia de pelo y ojos negros, agitando su mano marmórea hacia él, en extraña y gélida despedida…
El coche desapareció en la niebla. La lluvia, menuda y fría, azotó el rostro de Desmond movida por una ráfaga de aire. Regresó, tambaleante, al interior de la biblioteca, la misma estancia donde una noche se dispusiera a poner fin a su vida ante una copa de Oporto.
Por dos veces había visto a Cheryl Courteney. No había error posible. Era ella, era su rostro que él jamás olvidaría por años que viviese.
La sombra de la novia difunta, emergiendo del tiempo, de la niebla, de la noche.
De pronto, se quedó mirando a la mesa, alumbrada por la lámpara encendida que él dejara apagada al acostarse. Hasta entonces no había visto lo que se encontraba junto a la lámpara, bajo el cono de luz, a causa de su excitación en pos del fantasma.
El revólver.
El mismo viejo y oscuro Smith & Wesson calibre 38 de entonces. Amartillado, a punto.
A punto para matarse. Para volarse la cabeza como entonces.
El círculo se cerraba. Todo volvía al principio, como si nada hubiera sucedido. Caminó igual que un autómata hasta el arma ya olvidada. La empuñó, con gesto ausente, como si estuviera hipnotizado.
Y la llevó a su sien. Lenta, inexorable, hacia el mismo punto donde un día apoyara el cañón del arma para terminar con su vida.
—¡Desmond! ¡No! ¡Dios mío! ¿Qué vas a hacer?
Su dedo tembló en el gatillo. Antes, fue una llamada a la puerta la que había interrumpido la tragedia. Ahora, era la voz de ella, de Abigail, a sus espaldas.
Dejó lentamente el arma sobre la mesa.
Se volvió. Ella corría a él, y se abrazó sollozando a su marido, que la rodeó con sus brazos, amorosa, protectoramente.
—Vamos, vamos, calma, querida —sonrió, saliendo de su abstracción—. No ocurre nada, nada en absoluto. Sólo que…, que creí ver aquí a Cheryl Courteney, entrando en esta estancia, alejándose luego de la casa en un viejo automóvil negro… Alucinaciones sin duda, amor mío.
—Pero ese arma… ¡Ese revólver! —gimió Abigail apretándole con fuerza—. Ibas…, ibas a dispararlo. ¡Ibas a matarte, Desmond! Como entonces… Era la influencia maligna de esa mujer, de ese espectro, del Mal que nos acecha…
—No, no. cariño. Eso son tonterías, tú lo dijiste. Nadie vuelve de la tumba. No sé cómo volvió aquí este viejo revólver. Tal vez el mayordomo lo encontró y lo dejó olvidado. Ni siquiera tiene balas. Las saqué todas aquel día, al volver de la casa de Regent's Park…, y las tiré. No quedó una sola bala en casa. Está vacío, míralo por ti misma. Nunca peligró mi vida, aunque hubiera apretado ese gatillo, Abby.
Y alzó el revólver de nuevo en su mano, apuntando al espejo que reflejaba sus personas al otro lado de la biblioteca.
Apretó el gatillo.
Retumbó la detonación ásperamente en el silencio de la noche, y el espejo se agrietó por completo, desmoronándose hecho añicos.
Abigail estalló en amargo, desesperado llanto, mientras Desmond contemplaba horrorizado el destrozo, desde detrás del humeante cañón del arma.
—De modo que lo pensó y ha venido…
—Así es, superintendente. Y conste que la noche no invitaba demasiado a cruzar Londres para venir a un cementerio.
Asintió el superintendente de Scotland Yard con la cabeza, mirando ceñudo a la llovizna persistente que parecía brotar de la espesa niebla, para dar su brillo húmedo a las lápidas, esculturas y cruces de aquel pequeño cementerio situado a espaldas de los muros de la iglesia de Saint John situada en el chaflán de Wellington Road y Prince Albert Road, frente al Canal Grand Union.
—Sí, es una noche de perros —admitió el policía con disgusto—. Pero esto había que hacerlo cuanto antes, señor Doyle, por desagradable que resulte.
—Sí, lo sé —afirmó Desmond, fijando su mirada en los dos sepultureros que, en silencio, arremetían con la ingrata tarea de extraer la tierra tras haber alzado la lápida donde figuraba el nombre de Cheryl Doyle y la supuesta dedicatoria de «su esposo».
Las palas entraban y salían en la mojada tierra con ásperos crujidos, poniendo una nota espeluznante en la tétrica noche invernal.
Junto al superintendente Murphy, otros dos funcionarios del Yard y un representante del Poder Judicial asistían a la fúnebre ceremonia de exhumación de los restos, primer paso para proceder a una autopsia de los mismos por parte de los forenses, nueve años después de la fecha en que realmente debió hacerse.
—Lo que me ha contado complica aún más las cosas —se quejó amargamente el policía—, Pero supongo que sólo usted vio al fantasma de Cheryl Courteney…
—Sí, sólo yo —se irritó Desmond—. Sé que tampoco va a creerme. Ni lo pretendo. Pero, ¿quién puso las balas de nuevo en mi viejo revólver y por qué? Eso no parece en absoluto obra de un aparecido…
—Estamos de acuerdo, pero, ¿estaba usted tan sugestionado como para llegar al punto de apretar ese gatillo sobre su sien?
—De no aparecer en ese momento mi esposa, no sé lo que hubiera hecho; estaba como en trance. Es posible que hubiese apretado, tal vez porque subconscientemente creía saber que aquel arma era inofensiva al carecer de balas. O quizás algo o alguien me estaba empujando al suicidio, no sé.
—¿Hipnosis? ¿Influjos malignos del más allá? —el escepticismo del funcionario de Scotland Yard era evidente. Meneó la cabeza de un lado a otro—. No sé, señor Doyle, resulta todo difícil de creer, ¿no le parece?
—Claro. Admito que es para volverse loco, superintendente. No espero que nadie me crea.
—Yo quisiera creerle, la verdad, pero…
Una voz dijo:
—Ya está, señor.
El policía se interrumpió. Uno de los sepultureros acababa de alzar su pala, tras un golpe seco sobre la madera. El otro desplazaba a los lados la tierra que quedaba sobre el ataúd.
—Bien… —murmuró el superintendente con el aire resignado de quien tiene que afrontar una experiencia que no le hace la menor gracia—. Veamos ahora… Procedan a subir el féretro. Extraeremos la caja de la fosa con todo cuidado para que no se rompa, y después la abriremos en presencia de todos los testigos aquí presentes.
—Sí, señor. La madera está muy podrida —dijo uno de los hombres con indiferencia—. Esta tierra es muy húmeda. La tapa se levantará en seguida. Sospecho que al mover los goznes astillaremos la caja…
Desmond y el policía cambiaron una mirada. A ninguno de ellos le hacía feliz el trance. Se acercaron los dos a la orilla de la fosa abierta. Los sepultureros estaban ya abajo, forcejeando por alzar la forma oblonga y negra al exterior. Finalmente lo lograron y depositaron el ataúd encima de la tierra batida por la lluvia.
—Ábranlo —ordenó roncamente el superintendente. Y varias lámparas alumbraron la caja fúnebre, a la espera de que la tapa se alzase.
Como ellos dijeran, la madera no resistió. Saltaron de inmediato los goznes entre fragmentos astillados y jirones de raso púrpura del forro. Desmond se estremeció, recordando la capilla de la mansión de los Courteney durante la boda.
La tapa cayó a un lado. Todas las cabezas se inclinaron mirando al interior.
—¡Vacía!
El grito del superintendente Murphy resonó como un pistoletazo en el silencio sobrecogedor que rodeaba al féretro, con el sólo sonido de fondo del tamborileo de la lluvia en las lápidas y cruces, y ahora en el raso púrpura del fondo.
Era cierto. La caja estaba totalmente vacía.
Ni rastro de Cheryl Courteney, ni de su mortaja en forma de vestido de novia, ni tan siquiera el viejo ramo de flores de azahar…
Aquella tumba de Saint John's Burial Church no contenía a nadie.
Abigail estaba nerviosa, inquieta.
No le gustaba estar sola en la casa. No ahora, esta noche. Sabía que el servicio dormía abajo, en sus dependencias. Pero eso no la tranquilizaba. Estaban demasiado lejos de ella. Y su valor había empezado a resquebrajarse justamente unas horas antes, cuando Desmond estuvo a punto de volarse la cabeza con un arma que creía descargada, que realmente lo había estado durante nueve años…
Mientras él asistía a la fúnebre ceremonia de exhumación en Saint John's, ella debía permanecer allí esperando, preocupada y en tensión, dando vueltas en su cabeza a la descabellada y terrorífica experiencia vivida por su marido en 1920, y revivida de pronto nueve años después, apenas llegado a Londres.
Paseó por la misma biblioteca donde Desmond estuviera en un tris de morir estúpidamente aquella noche. Una copa de brandy reposaba sobre la mesa. Lo necesitaba para reaccionar un poco después de aquellas emociones. Las preguntas se agolpaban en su mente mientras iba y venía.
¿Quién asesinó a Cheryl Courteney y por qué? ¿Quién la casó con Desmond Doyle en una mascarada trágica y profana después de muerta? ¿Por qué pagar con una pequeña fortuna ese macabro enlace? ¿Por qué recordarle ahora a Doyle que se había casado con un cadáver nueve años antes? ¿Quién puso las balas en el revólver y por qué? ¿Existía realmente el espíritu errante de la novia difunta? ¿La misma mano asesina que acabó con la vida de la bella joven exterminó después a todos los testigos del suceso?
Demasiados interrogantes. Y ninguna respuesta lógica, coherente. Era como dar vueltas a una noria enloquecedora, girar en círculo sin llegar a ninguna parte. Abigail se consideraba una joven lógica, fría y racional. Pero no había ni lógica ni racionalidad alguna en la aventura demencial de Desmond Doyle.
La llamada a la puerta la sorprendió. Vacilante, giró la cabeza hacia el vestíbulo, temiendo algo inconcreto. Llamaron de nuevo. Tintineó la campanilla.
Dudó. ¿Debía llamar al mayordomo o esperar a que éste acudiera a abrir la puerta? Un tercer campanilleo la decidió. Tal vez era Desmond que regresaba del cementerio. Ignoraba si se llevó las llaves o no.
Fue hacia el vestíbulo. Se detuvo, cauta, ante la puerta.
—¿Quién es? —preguntó, tensa.
—Dios mío, Abby, abre de una vez —sonó una voz familiar—. Soy yo, Charles.
—¡Charles, menos mal! —exclamó ella, aliviada, corriendo a abrir.
El joven Heyward sonrió desde el umbral, bajo su abrigo empapado y su sombrero flexible. Le hizo entrar rápidamente. Luego cerró.
—Vine en cuanto me telefoneaste dijo el joven—. ¿Dónde está Desmond?
—Finalmente fue a esa exhumación —suspiró ella—. Creí que no podías venir…
—Bueno, tenía una fiesta en casa. Pero dejé a los amigos y corrí hacia acá. Tu tono de voz me pareció angustiado aunque dijiste que ya no ocurría nada. ¿Qué tienes?
—Sencillamente, Charles, estoy asustada por vez primera en mi vida. Muy asustada.
—Es para estarlo, querida —asintió el amigo de Doyle—.
Tranquilízate, estaré contigo hasta que llegue Desmond.
—Gracias, Charles. Ven, toma una copa, es lo menos que puedo hacer por ti.
Fueron a la biblioteca. Charles miró la copa de brandy de Abigail, pero no hizo comentario alguno. La joven le sirvió otra. Tomó un sorbo mientras dejaba sus mojadas ropas sobre una silla.
—De modo que ha visto a esa mujer aquí —murmuró Heyward mirando en torno.
—Sí. En el vestíbulo y abajo, en un coche negro. Dice que era ella, sin duda alguna. ¿Crees que es posible, Charles?
—Ya no sé qué pensar de todo esto, querida amiga. Yo también empiezo a estar asustado. Conozco bien a Desmond desde hace muchos años. Sé que no miente ni se inventa cosas. Si dice que ha visto a esa mujer, es que es cierto.
—Pero…, pero eso es imposible, Charles. Ella está muerta, lleva nueve años enterrada…
—Lo sé —afirmó Heyward gravemente, dejando su copa de brandy junto a la de Abigail—. Algo ocurre, sin embargo. Algo que no se puede explicar razonablemente por el momento. Es posible que esa muchacha nunca llegase a estar realmente muerta.
—¿Qué quieres decir?
—Recuerda lo que nos ha contado Desmond. La Policía tiene una hoja de su diario en la que habla de una primera muerte aparente siendo niña. Podía padecer catalepsia. Era un mal muy extendido hasta hace poco. Cheryl Courteney pudo sufrir un segundo ataque y volver luego a la vida…
—Desmond dice que olía a putrefacción cuando dejó la casa al amanecer…
—Eso sí pudo ser alucinación suya. Ten en cuenta que llevaba toda una noche junto a lo que creía un cadáver, que había perfume y bálsamos en el cuerpo, que él estaba seguro de permanecer junto a una mujer muerta.
—¿Y la tumba de Saint John's?
—Bueno, pudieron enterrar a alguna otra persona en ella. O a nadie. ¿Por qué no un ataúd vacío o lleno de piedras? Eso se ha hecho a veces.
—Casi logras tranquilizarme —suspiró la joven—. Me das respuestas lógicas a todo.
—¿Lo ves? —sonrió Charles tendiéndole su copa de brandy y tomando la propia—. Toma un trago más, eso acabará de calmarte, Abby. Soy un amigo ideal para estas ocasiones, Desmond debería habértelo dicho.
—Me lo dijo —rió Abigail, apurando su copa al mismo tiempo que Charles—. Bueno, espero que ya no tarde mucho en volver.
—Por mí no te preocupes, esperaré lo que sea preciso. Ya sabes que esos requisitos oficiales, con policías y juzgados de por medio, siempre llevan tiempo.
—Sí, eso es cierto. Yo… —se tambaleó ligeramente y se llevó una mano a la cabeza—. ¿Qué me pasa? Siento algo de mareo…
—Demasiadas emociones juntas —sonrió Charles, mirándola a través de su copa de brandy—. Tal vez te siente bien dormir un poco.
—Dormiré cuando… Desmond vuel…, vuelva… ¿Qué me ocurre? No puedo…, hablar…, ni coordinar… Me da todo vueltas… Charles… Charles, yo…
De su mano cayó la copa vacía, rompiéndose en la alfombra. Miró torpemente a Heyward. Él no hizo acción de ir en su ayuda. Sonreía, apurando su copa.
—No es nada, querida amiga —dijo con tono extraño—. Dormirás en breve. Un simple sueño… Tranquilízate…, Abby…