—Qué cosas tiene, señora Foster —rió Doyle de buen humor, apretando afectuosamente un brazo de la dama—. Sabe que la adoro, pero no del modo que a Abby. Es usted una amiga admirable y maravillosa, a quien debo haber conocido a ese encanto de muchacha.
—Así son las cosas —suspiró la elegante madrina—. Yo os presento en mi fiesta, y acabáis casándoos. Nunca pensé ser una buena casamentera, la verdad. Hasta hace poco, era yo quien conquistaba a los jóvenes atractivos como tú, pero se ve que los años no perdonan.
—Mi querida Jane Foster, sabe que sigue siendo la más hermosa mujer de esta ciudad ponderó Doyle—, Sólo que yo…, me he enamorado como un colegial, eso es todo. Sepa que mi primera tentación en aquella fiesta fue para usted. Pero apareció ella, y todo cambió.
—Embustero —le reprendió ella jovialmente—. Eres adorable. Desmond. Creo que Abby tiene una gran suerte al ser tu esposa. Se lleva a un hombre magnífico. Y conste que los ingleses nunca me cayeron demasiado bien.
—Será porque yo tengo ascendencia escocesa —rió Doyle, encaminándose al interior del templo antes de que el
Packard
se detuviera delante del mismo con la novia. Su madrina, y socio comercial en sus numerosos negocios en los Estados Unidos, Jane Foster, se apresuró a ir con él, cogida de su brazo.
Fue una boda deslumbrante, en pleno corazón de Nueva York, aquella radiante mañana de 1929. Un hombre rico, emprendedor y audaz, codiciado por todas las mujeres casaderas de la ciudad, había elegido esposa en la persona de una muchacha de buena familia bostoniana, con residencia en la ciudad de los rascacielos, Abigail Chandler. Era un enlace casi de novela, un auténtico romance como podía verse en cualquier película romántica de los cinematográficos del país.
Allí, ante el altar, juntos el uno al lado del otro, la belleza rubia y adolescente de Abigail y la firmeza de un Desmond Doyle en la cumbre de su juventud madura y experta, formaban una pareja perfecta, de verdadera aureola romántica. El reverendo iba desgranando las previas advertencias al matrimonio, para terminar con la frase ritual en tale casos:
—… Y si aquí hubiera alguien que conociera algún impedimento para que esta boda se celebrase, que lo diga ahora en nombre del Señor, antes de que este hombre y esta mujer queden unidos en matrimonio.
Una pausa. Abigail sonreía bajo su blanco velo sutil. Desmond, de repente, tuvo un escalofrío. Se puso rígido dentro de su chaqué. Y no pudo evitar mirar atrás, como si temiera que alguien, bajo la bóveda del templo, pudiera replicar a esa frase alegando algún terrible motivo para impedir aquella boda.
Eran sólo unos escasos segundos. Pero parecían siglos para el novio, cuyos ojos, por encima del brazo, recorrían las filas prietas de testigos, para sorpresa de su madrina, Jane Foster, que no entendía su actitud.
Nadie alzó la voz. Nadie se incorporó para protestar en el templo.
Pero en alguna parte, una puerta golpeó bruscamente al cerrarse. Una leve corriente de aire cruzó la capilla, agitando las blancas ropas de la novia.
Desmond tembló. Aquel aire parecía extrañamente frío, como si llegase de algún lugar húmedo y oscuro. Miró a Abigail de soslayo, apretando los labios.
Casi lanzó un grito de terror.
¡Aquel rostro!…
Una faz suave, pálida, tersa… Un cabello negro bajo el velo de novia y unos profundos ojos oscuros fijos en él con obsesiva intensidad. Color de cera, rigidez marmórea, algodones en sus fosas nasales, unas manchas en las mejillas…
La alucinación duró un segundo. Notó las manos sudorosas, frías, el temblor en sus rodillas…
—Desmond, querido, ¿te encuentras bien?
Era ella. Abigail. Su voz. Su rostro. Seguía siendo dulce, rubia, infantil casi. Los ojos eran azules, no negros. Ni rigidez, ni color mortuorio, ni macabros detalles cadavéricos…
—No nada —jadeó con voz ahogada—. No es nada, Abby. La emoción, creo…
Ella sonrió dulcemente. El reverendo continuaba su plática. Les estaba desposando. Ya nada tenía remedio. El fantasma de Cheryl Courteney quedaba atrás definitivamente para siempre.
Ésta sí era una boda real, el enlace con un ser lleno de vida…
Ya no había corrientes de aire. Ni portazos. Pero los había habido en cierto momento, inexplicablemente. Eso no podía olvidarlo.
—Tonterías —murmuró mentalmente—. Simple imaginación. En cualquier momento puede producirse una corriente, una puerta que se cierra.
—Desmond Doyle, ¿quieres por esposa a Abigail Chandler y prometes amarla y respetarla hasta que la muerte os separe?
Era a él a quien tocaba responder. Salió de su abstracción para responder en un murmullo, mirando a los ojos celestes de Abigail:
—Sí, quiero.
Luego le tocó a ella. Y el reverendo les declaró marido y mujer tras ponerse los anillos. Cuando sus labios se unieron en el beso ritual, Desmond evocó un lejano y frio recuerdo, el contacto de su boca con otra boca helada, yerta…
Volvió a estremecerse. Abigail pensó sin duda que de felicidad. Pero también era de temor, aunque ella no lo supiera. Temor a algo que ni siquiera sabía lo que era.
La apretó con fuerza contra sí.
Como queriendo proteger a su flamante esposa de algo oculto y siniestro.
—Eh, ya basta —rió la voz de Jane Foster junto a ellos—. Dejad algo para la noche de bodas, querido.
Hubo risas. Se separaron. La madrina besó a la novia. Desmond sintió su mano apretada por el tío y padrino de Abígail. Sonrió a todos, mecánicamente.
Una frase acababa de despertar de nuevo sus temores, sus recelos, su oculta angustia de años.
La noche de bodas…
No, no quería recordar
eso
otra vez. No
aquella
noche de bodas perdida en el tiempo, nueve años atrás, cuando él era aún el joven disoluto y alocado que acabó en la ruina y el fracaso.
Luego, se vio llevado en volandas hacia la salida del templo, de la mano de su novia, rodeados de la simpatía popular. Eludió a algunos periodistas que querían información de un novio tan conocido en los círculos mercantiles y financieros de la ciudad, un hombre con peso específico dentro de Wall Street.
Poco después, Abigail había cambiado su
Packard
rojo por el blanco
Roadster Kissel
de su flamante marido, del mismo modo que su apellido Chandler había cambiado por el de Doyle.
Y rodando sobre el elegante y deportivo vehículo, se alejaron hacia la Quinta Avenida, Manhattan abajo, en dirección al barco que les esperaba en el muelle para iniciar su viaje de bodas, su luna de miel en Europa. Invitados, padrinos, curiosos y reporteros, quedaron atrás. La joven pareja se quedó sola consigo misma, Desmond al volante y su joven esposa al lado, mirándole arrobada.
—Te amo, Desmond —musitó tiernamente, apoyando sus delicadas manos en el brazo de él.
—Y yo a ti, querida —respondió Doyle con expresión de ternura en su rostro al volverse hacia ella, aprovechando un semáforo en rojo—. Voy a ser muy feliz, lo sé.
—Yo también. A tu lado será como vivir un sueno, no una simple vida vulgar, estoy segura.
—Ojalá pueda darte toda esa felicidad que tú mereces, Abby.
—Me la darás, estoy convencida de ello. Y yo haré lo imposible por devolverte parte de ella, amor mío.
—No necesitas hacer nada para eso. Soy feliz sólo con verte, con tenerte a mi lado.
—Desmond…
—Abby…
El semáforo se abrió para ellos. Siguieron rodando hacia los muelles donde el transatlántico partiría aquella misma tarde hacia Europa, llevando al señor y la señora. Doyle en una suite nupcial de a bordo.
Su destino era Francia, Italia, Portugal…
Hasta que Abigail, ya en Europa, cuando su luna de miel iba tocando a su fin, expresó a Desmond el deseo que él menos hubiera deseado ver reflejado en labios de su mujer:
—Querido, me muero de ganas por conocer tu país. Vamos a ir a Londres, ¿verdad? No te perdonaría que me dejaras sin conocerlo, ahora que estamos tan cerca…
Desmond dominó lo mejor posible su desasosiego, su contrariedad interior. No podía negarle aquello. Ella sabía de la presencia de su amigo Charles Heyward, de su vida juvenil en la capital británica.
—Está bien, querida —murmuró tras unos instantes de duda—. Iremos a Londres, por supuesto. Charlie va a sentirse muy feliz de conocer al fin a la señora Doyle…
—De modo que, si no es por ella, pasas de largo por Europa sin venir a ver a un viejo amigo, ¿eh, granuja? —le reprochó Charles Heyward con tono dolorido.
—Así es, Charlie —admitió Desmond—. Confieso mi tremenda ingratitud para con los buenos amigos y para mi propia ciudad. Pero siempre pensé que Londres es una ciudad bastante triste para una recién casada.
—¿Triste? —objetó Abigail, contemplando arrobada el Parlamento a través de las ventanas del hotel—. ¡Es la ciudad más maravillosa y sorprendente que jamás vi! No te habría perdonado nunca volver a América sin visitarla, querido.
—De haberme avisado antes, pude haber ordenado que tuvierais preparado y a punto tu domicilio de siempre, en Mayfair, Desmond.
—No, no. Nada de viejas mansiones. Esta vez viviremos en el hotel, es lo mejor.
—Ya lo oyes, Charles —dijo Abigail risueña—. Yo me muero por residir en una vieja mansión británica, y él me obliga a vivir en otro hotel. Después de Roma, Lisboa, París y Bruselas, estoy harta de hoteles, ésa es la verdad. Deberías convencerle tú de que podríamos ir dentro de unos días a la residencia de los Doyle, al menos antes del regreso a mi país.
—Prometo hacer lo imposible por convencerle —rió.
Heyward de buen humor. Y al dirigir una mirada a Desmond, mientras Abigail se ausentaba por las otras habitaciones de la suite hotelera, a deshacer equipajes y preparar su primer recorrido turístico por la capital, observó el gesto ceñudo y poco feliz de su amigo—, ¿Qué te ocurre? ¿No eres dichoso en este viaje, amigo mío?
—No podría describirte fácilmente mi felicidad junto a Abby, Charlie —confesó el joven con espontaneidad—. Es esa idea de ir a la vieja casa de Mayfair la que me desagrada.
—Vaya, siempre he de meter la pata —se lamentó Heyward amargamente—, Pero ten en cuenta que la idea no fue totalmente mía…
—Lo sé, lo sé. No es la primera vez que Abby manifiesta el deseo de vivir allí las semanas que estemos en Londres. Me costó persuadirla para reservar habitación en este hotel. Ahora imagino que no habrá quien la disuada de ir a casa.
—¿Por qué ese trauma? Es un hogar excelente, Desmond. En él creciste, te hiciste hombre…
—Y en él pasé los peores momentos de mi vida. No me preocupan mis recuerdos de cuando dilapidaba alegre y estúpidamente mi fortuna por esos garitos y lupanares en interminables noches de orgía y locura, sino los relacionados con la ruina, el hundimiento físico y moral que me condujo a las puertas del suicidio…
—Vamos, vamos, de eso hace ya casi diez años —le atajó alegremente Charles, dándole un palmetazo en la espalda—. Ya pasó. Ahora eres un feliz y próspero hombre de negocios que triunfa en el país del dólar y viene aquí como acaudalado turista en viaje de luna de miel con la más encantadora y bella americana que se puede imaginar. Evocar ahora todo aquello son tonterías, tú lo sabes.
—¿También fue una tontería lo de Cheryl Courteney, Charlie?
Charles enmudeció. Miró a su amigo preocupado, enarcando las cejas con gesto de cierta perplejidad.
—¿Aún piensas en eso? —murmuró al fin—. Fue una locura sin sentido de algún morboso excéntrico, eso es todo. También quedó atrás. Y para siempre.
—¿Tú crees? Hace solamente unas semanas, en Nueva York, durante la boda, creí verla a mi lado, bajo el traje de novia de Abby… Una corriente helada cruzó la capilla y cerró una puerta de golpe.
—Nunca pensé que América pudiese acoger esos temores infantiles. Es un país nuevo, grande y práctico. Las historias de fantasmas no creo que vayan con él.
—¿No? Poe no pensaba lo mismo. Cualquier lugar del mundo puede ser igual cuando uno lleva dentro el temor, la inquietud, la incertidumbre.
—¿Qué incertidumbre en tu caso, Desmond? Tienes a Abby, eso es una hermosa realidad. Triunfas, eres rico, respetado, diriges negocios importantes al otro lado del mar… Eso es lo que cuenta, qué diablos.
—¿Y en qué se basa todo eso? En unos cimientos extraños, Charlie: en cinco mil guineas llegadas de no sé dónde, a cambio de una noche de horror.
—¿Otra vez eso? Hiciste un pacto, ¿no? Y cumpliste tu parte.
—Sí, pero ¿con quién? ¿Quién era el «señor Smith»? ¿Por qué aquella lúgubre farsa? Nunca he podido quitármelo de la cabeza en todos estos años. Y empieza a…
En ese punto, reapareció Abigail, risueña, portando un sombrero con cinta de terciopelo y plumas azules, junto a un vestido rematado en flecos plateados.
—¿Qué tal este conjunto para pasear el primer día por Londres, querido? —quiso saber.
Desmond se volvió a ella cambiando su expresión grave por una más alegre.
—Perfecto —aprobó—. Vas a causar sensación en esta vetusta ciudad.
—¡Exagerado! —rió ella, poniendo el vestido sobre su cuerpo—. ¿No crees que Desmond desorbita un poco las cosas, Charles?
—En absoluto, Abby —rechazó Charles Heyward sonriente—. Serás la mujer más elegante y atractiva de todo
Londres. Un soplo de aire fresco en un ambiente apolillado por el conservadurismo británico, querida.
—Vais a hacérmelo creer —se burló ella, desapareciendo de nuevo mientras tarareaba un charlestón de moda en América, «It's my baby», tras anunciar a ambos—: Estaré lista en un momento, preparaos a escoltar a la sensación de Londres.
Sus alegres risas sonaron en la distancia. Desmond y Charles se miraron.
—Por favor, amigo, no la hagas advertir nada raro en ti ahora —rogó Heyward—. Ella no se merece eso. Es tan feliz…
Desmond asintió:
—Lo sé. Es maravillosa. Procuraré que no se dé cuenta de cosa alguna, te lo prometo, Charlie. Soy el primer interesado en hacerla dichosa en todo momento. Sin sombras en su vida joven y optimista. No me perdonaría lo contrario, créeme.
Charles asintió. Llamaron a la puerta en este momento. Doyle le autorizó a entrar. Un «botones» del hotel asomó bandeja en mano.
—Es para usted, señor Doyle —informó—. Un mensaje urgente.
Desmond tomó un pequeño sobre cerrado, dirigido a su nombre. Arrugó el ceño. Sin saber por qué, aquella letra picuda y cuidadosamente trazada le resultaba familiar.