Boda de ultratumba (3 page)

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Authors: Curtis Garland

Tags: #Intriga, Terror

BOOK: Boda de ultratumba
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—Está…, está… —comenzó a jadear a duras penas.

—Si, señor Doyle— afirmó calmoso su visitante nocturno—.
Está muerta.
Pero usted va a casarse con ella ahora. Es lo que prometió, recuérdelo bien…

—¡No puedo celebrar esta boda! ¡Sería un sacrilegio, una blasfemia!

Y el reverendo Pearson se inclinó, recogiendo su libro, dispuesto a marcharse airadamente de allí.

Smith se le cruzó imperturbable en el camino, deteniendo su marcha. Los ojos del hombre brillaban amenazadores. Pero su voz no sonó airada, sino fría y cortante:

—Reverendo Pearson, más vale recapacitar un poco antes de tomar esa decisión. Si sale de esta capilla y se niega a celebrar el matrimonio, la gente sabrá mañana mismo que el respetable Pearson es culpable de la violación de una menor, de vivir secretamente con una ramera y de defraudar los fondos de la iglesia de modo constante. Aquí tengo las pruebas —agitó unos documentos que extrajo de su chaqueta—. Serán hechos públicos mañana. Piénselo bien.

El reverendo se había quedado lívido. Sus manos temblaban. Una simple ojeada dirigida a los documentos, con el beneplácito de Smith, fue bastante para que comprobara la veracidad de los asertos de su anfitrión.

—No puede hacer eso… —farfulló.

—Claro que puedo. Y lo haré si me obliga a ello.

—Es que no puede celebrarse una boda,.., con una muerta —se quejó—. Es…, es ilegal, es sacrílego, es monstruoso…

—La celebrará. Ahora mismo.

El reverendo tragó saliva. Miró a Desmond en busca de una hipotética ayuda. El joven no estaba precisamente en condiciones de dársela. Rígido, anonadado, con el rostro blanco como el yeso, contemplaba despavorido la belleza serena e inerme de la mujer tendida en el ataúd.

—Está…, está bien —jadeó al fin el reverendo—. Lo haré, claro. Pero esos papeles…

—Serán suyos en cuanto celebre el matrimonio.

El hombre pareció aliviado. Asintió, encaminándose al altar. Desmond se volvió, al fin, mirando a ambos con expresión incrédula.

—No pensará llevar esto…, hasta el final —murmuró.

—¿Por qué no, señor Doyle? —sonrió Smith—. ¿Pensaba en una boda normal acaso? Nadie pagaría tanto a un novio si la desposada fuese una mujer vulgar, y menos aún siendo tan hermosa como lo es la señorita Cheryl.

—Pero esto es ridículo, absurdo… El reverendo tuvo razón, es incluso monstruoso. Nadie puede casarse con una muerta. Ella…, ella no puede dar el sí tan siquiera.

—Eso no es problema, señor Doyle. Tengo aquí su asentimiento, escrito ante testigos —otro papel brotó de sus insondables bolsillos. Lo puso ante él y el reverendo.

Desmond pudo leer unas pocas palabras manuscritas, en bella letra cursiva, en el crujiente papel lacrado, con un sello aristocrático sobre el lacre:

«Yo acepto a este hombre por esposo desde más allá de la vida, hasta que su propia muerte le desligue de esta promesa».

Firmaba Cheryl Courteney. Y debajo, había dos firmas de testigos, ilegibles ambas, bajo el epígrafe: «Certificamos como testigos que lo aquí escrito lo ha sido por Cheryl Courteney en perfectas condiciones físicas y mentales». La fecha era el 11 de febrero de 1920, en Londres.

—Dudo que eso tenga valor legal para consagrar un matrimonio —objetó Doyle.

—Lo tiene para nosotros, y eso es lo que cuenta. El reverendo legitimará la unión como está prescrito. Un juez amigo mío la refrendará legalmente. Usted debe preocuparse solamente de hacer su parte, señor Doyle. Casarse con la señorita Cheryl.

El sudor perlaba la frente de Desmond. Era un sudor frío, pegajoso. Se secó con el pañuelo, y descubrió que sus manos temblaban.

—No puedo…, no puedo pasar la noche de bodas con…, con un cadáver— jadeó.

—Eso forma parte de su compromiso —le recordó Smith—. ¿O prefiere que volvamos a su casa y yo recoja el dinero que usted aceptó?

Desmond tragó saliva. Aquello era demencial, se dijo. Debía rechazarlo, huir de aquella siniestra casa como alma perseguida por el diablo. Pero huir, ¿adónde? ¿Cómo salir del pozo de humillación y vergüenza, cómo de la ruina y el fracaso? ¿Vuelta al revólver, a la bala piadosa?

Por otro lado, estaba aquella fortuna que le permitiría iniciar una nueva vida. Y todo a cambio de unirse en matrimonio a una mujer muerta, en una ceremonia ridícula y sin valor alguno ante la ley humana o divina. Pero también a cambio de toda una noche de novios junto a
ella…,
junto a un cadáver.

—¿Qué se espera que haga durante esa noche nupcial? —preguntó con voz quebrada.

—Eso es asunto suyo —replicó Smith—. Estará a solas con ella hasta el amanecer. Arriba espera la alcoba nupcial. Permanecerá junto a su esposa hasta que el sol asome sobre la ciudad. Entonces podrá irse. La noche es suya, señor Doyle. Y de ella, naturalmente. Nadie va a exigirle cosa alguna cuando la puerta de esa alcoba se cierre. Sólo permanecer allí el plazo convenido. Eso será todo.

—Y una vez salga el sol, ¿podré irme de aquí para siempre?

—En efecto. Es lo convenido también, ¿no? Nunca más verá a la señorita Cheryl, que para entonces será ya la señora Doyle. Pero usted seguirá siendo su esposo hasta morir, no lo olvide.

—Está bien —se apoyó en una barandilla del altar, para dominar el temblor de sus piernas. Evitó mirar a la difunta—. Celebraré la boda. Adelante, reverendo. Acabemos cuanto antes esta macabra mascarada.

—Faltarán los testigos, los padrinos… —objetó débilmente el sacerdote.

—No se preocupe. El mayordomo y yo haremos todos esos papeles. Adelante con el ritual, reverendo Pearson. Es la hora de la ceremonia.

Siguió toda una sucesión de trámites rituales que parecían cobrar un tinte alucinante, estremecedor, perdiendo todo su significado tierno y emotivo. Una boda con una hermosa muchacha como Cheryl Courteney habría sido en circunstancias normales un acto radiante y feliz para cualquier hombre. En aquel trance, la ceremonia revestía caracteres de aquelarre.

Pese a todo, el reverendo Pearson la llevó a cabo de forma tan seria que causaba escalofríos. Junto a Desmond, la novia difunta reposaba en su féretro, cerúlea y lejana, en medio de aquel tétrico olor a velones encendidos, a cera goteante.

Smith tenía los anillos. Puso uno a la novia y otro al novio. Luego, la mano de Desmond hubo de apoyarse en la de ella por unos momentos, a petición del reverendo. El joven dominó difícilmente un escalofrío.

La piel de aquella muchacha era puro hielo. Los dedos estaban rígidos y fríos. Creyó sentir una especie de calambre recorriendo su mano cuando la puso en la de ella, junto al ramo de azahar. El humo de los velones parecía penetrar en sus fosas nasales, invadiendo su cerebro con el olor a difuntos.

—… yo os declaro marido y mujer.

Ya estaba. Era el fin de la ceremonia. El reverendo Pearson, bajo la coacción, acababa de consumar un horrible sacrilegio en la capilla, la unión entre un ser vivo y una muerta.

Pero no. No era el fin. No todavía. La voz del sacerdote anglicano resonó huecamente bajo la bóveda de la capilla:

—Ahora, el novio besará a la novia…

Desmond Doyle apretó los labios. Sentía hielo en sus venas. Miró a Smith angustiadamente. Su anfitrión no le quitaba ojo. Afirmó con la cabeza.

El joven tragó saliva. Se inclinó sobre el ataúd. El cuerpo de la muerta despedía una mezcla inquietante de aromas, al confundirse el vago olor de los bálsamos funerarios con el de un perfume de rosas y el de su piel ya muerta. Poner sus labios en los de ella fue como besar mármol. Se retiró vivamente, con un espasmo glacial que llegó a su nuca y erizó sus cabellos.

—Ya está —dijo roncamente. Y ni siquiera reconoció su propia voz.

—Mis felicitaciones a los novios —dijo Smith. No había sarcasmo ni burla en su voz, contra lo que se pudiera pensar. Alargó su mano a Doyle—. Enhorabuena. La señora Doyle debe sentirse muy dichosa en estos momentos, estoy seguro…

Desmond le miró como si dudara de la razón de aquel extraño individuo que, para unir en absurdo matrimonio a una difunta con un hombre vivo, había dilapidado diez mil guineas hasta ahora y, de ser cierta su palabra, le entregaría cinco mil más al amanecer, tras la alucinante noche de esponsales junto a una muerta.

El mayordomo, presente en la ceremonia como silencioso testigo, se encaminó al féretro de inmediato, comenzando a hacerlo rodar hacia el fondo lateral de la capilla, sobre el soporte con ruedas en que estaba acomodado.

—Bien, reverendo, ha cumplido su tarea —dijo Smith, tendiéndole los documentos prometidos, junto con un fajo de billetes—. He aquí la compensación a sus servicios.

El religioso tomó todo ello con mano temblorosa, y se apresuró a partir hacia la salida, como si algo en aquel recinto le espoleara a huir de inmediato. El féretro desapareció por una puertecilla disimulada tras unos tapices.

—Vamos, señor Doyle —invitó Smith suavemente—. Mientras su novia es subida a la cámara nupcial en el montacargas de que disponemos, nosotros iremos por la escalera principal. ¿Desea algo, una copa tal vez, un refrigerio?

—Sólo una copa de brandy —jadeó Desmond—. A ser posible, doble.

—Claro, claro. Es muy natural.

Caminaron juntos hasta el salón donde se hallaba el cuadro sobre la chimenea. Doyle no se atrevió a mirarlo ahora. Tomó de un trago la copa panzuda que le ofreció su anfitrión, casi llena de brandy. Smith le mostró la botella.

—No, gracias. No más —dijo con gesto seco Doyle—. En todo caso, deme esa botella para más adelante. Supongo que puedo llevarla conmigo arriba…, a la cámara nupcial…

—Si así lo desea… —el otro se encogió de hombros, entregándole la botella—. Bien, yo me retiro ya. Mañana no nos veremos. Pero tendrá su dinero esperándole, no tema. Buenas noches, señor Doyle. Feliz noche de esponsales.

Se ausentó tras una cortés inclinación, en silencio. Desmond apretó contra su cuerpo la botella mediada de buen brandy francés. Miró la escalera, estremecido. Vio aparecer arriba al mayordomo, siempre impasible.

—Todo dispuesto, señor —dijo—. Puede subir cuando guste.

Vaciló. ¿Y si ahora partía de allí como alma que lleva el diablo, para no ver nunca más todo aquel horror sin sentido? ¿Y si rompía su palabra, renunciando a la noche junto al cuerpo de Cheryl Courteney, pero renunciando asimismo a las cinco mil guineas restantes?

Era tan fácil dar media vuelta, cruzar aquella puerta y escapar…

Demasiado fácil, se dijo. Recordó cómo Smith había presionado implacablemente al reverendo Pearson. Sólo Dios o el diablo sabían qué era capaz de hacer aquel hombre inquietante, si alguien faltaba a su promesa.

Además, las diez mil guineas volarían enteras en saldar sus deudas. Se hallaría igual que antes. Sin acreedores, pero sin un penique. Y de este modo, cinco mil guineas serían la base para una segunda oportunidad que, posiblemente, pudiera aprovechar.

El precio de aquel dinero era terrible, pero peor era la miseria, la ruina, deambular por Londres sin oficio ni beneficio, sin saber adónde ir y con los bolsillos vacíos. Era lo malo de haber nacido rico, ser hijo de gentes rica, haber sido mimado en una vida superficial, brillante y falsa. No sabía hacer nada. No sabía ganarse una sola libra, hacer algún trabajo.

Comenzó a subir las escaleras. No tenía otro remedio.

Iba a pagar su precio por esa segunda oportunidad.

Cada paso, cada peldaño subido, le acercaban a una cámara nupcial de pesadilla, a una noche de esponsales macabra y terrorífica, junto al cadáver de una hermosa mujer que momentos antes había sido su novia.

Y que ahora era su esposa.

2

Le quedaban pocos cigarrillos. Sólo cuatro o cinco en el arrugado paquete.

Y menos de una quinta parte de la botella de brandy. Eso, solamente a las dos de la mañana. Aún le restaban por delante seis horas de noche, de vela junto al cuerpo tendido sobre la cama de suntuoso dosel y costosas sábanas de raso.

Desmond Doyle sentía dolor de cabeza. Le palpitaban las sienes. Se apartó de la ventana que asomaba al oscuro jardín rodeado por la verja. Seguía lloviendo afuera. Sin fuerza pero sin pausa. La neblina era espesa entre los setos y arbustos.

Un aire frío y húmedo agitaba las ramas de un árbol cercano a la ventana.

Regresó cerca del lecho nupcial. Reunió fuerzas para mirar a Cheryl Courteney, flamante señora Doyle después de muerta.

No sentía miedo de ella. Era demasiado hermosa, demasiado dulce de aspecto. Su ropa blanca de novia era como un sudario apacible, ingenuo y delicado. Yacía como si estuviese dormida, ajena por completo a la macabra farsa llevada a cabo tras de su marcha de este mundo.

¿Ajena por completo, realmente? Desmond dudó. No, ella sabía lo que iba a suceder
después.
En vida, escribió un documento dando el «sí» anticipado a una boda de ultratumba, escalofriante y terrible. De modo que ella
sabia…

¿Por qué había hecho aquello? ¿Qué intenciones la guiaron en vida para dejar dispuesta esa ceremonia lúgubre y atroz? Porque, obviamente, el dinero era de ella. Ella pagó a un novio antes de morir.

Inicialmente, Desmond había llegado a temer que todo fuera un fraude criminal, encaminado a mezclarle en algún inconfesable asunto de asesinato. Pero el tal Smith debió pensar en eso antes de contratarle. Allí, sobre una cómoda de la cámara nupcial, Doyle había encontrado un certificado médico, extendido aquel mismo día por un reputado galeno de Londres, el doctor Clive Stratton.

Por él se certificaba que Cheryl Courteney, de veinte años de edad, había fallecido víctima de un derrame cerebral repentino, causado por motivos naturales, tras una dolencia de varios meses.

La miró largamente, fumando nervioso, en pie ante la cama nupcial.

Pobre muchacha… —pensó, expresando en voz alta esos pensamientos en un monólogo que ni él mismo oía—. Enferma a su edad. ¿Qué pasó por su mente durante la dolencia, para disponer los detalles de este horror antes de abandonar la vida? ¿Qué la impulsó a desear ser la esposa de alguien, una vez muerta?

Ella no podía responderle. Yacía allí, rígida, envuelta en sus sedas y tules blancos, como una verdadera novia. Entre sus marfileñas manos, el ramo de azahar. En su dedo, el anillo de oro matrimonial.

En la sala no había ni una sola vela. Pero Doyle creía sentir aún en su olfato el aroma macabro de los velones ardiendo, de la cera caliente que olía a funeral, a muerte.

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