—No es sólo mi palabra, señor —recordó Doyle desesperado—. Existía un reverendo, un tal Pearson… Él celebró ese absurdo matrimonio bajo coacción…
—El reverendo Nathaniel Pearson, de la iglesia anglicana —asintió suavemente el superintendente Murphy—. Tiene buena memoria, señor Doyle. Sí, fue él quien efectuó la ceremonia y registró ese matrimonio en sus libros.
—Entonces acuda a él, interróguele…
—Lamentablemente, eso no es posible, señor Doyle. El reverendo Pearson murió hace tiempo en circunstancias algo extrañas. Un accidente no aclarado. Un coche le arrolló al salir de su capilla, matándole en el acto.
—Dios mío, tal vez eso
sí
fue un asesinato…
—También lo fue, creo, la muerte de su primera esposa, señor Doyle.
—Vi un certificado de defunción en la alcoba donde me hicieron pasar la noche de bodas con la difunta —evocó Desmond—. En él daba por muerte natural el fallecimiento, y lo firmaba ese tal doctor Stratton que usted ha mencionado… ¿Por qué no acude a él para que aclare la cuestión?
—Otro imposible, señor Doyle. El doctor Stratton murió hace tres años, víctima de un tumor maligno. Antes de morir firmó una confesión, asegurando que había mentido en una ocasión a cambio de una suma elevada de dinero. Firmó un certificado de defunción falseando los hechos. Cheryl Courteney, fallecida según él de muerte natural, había muerto en realidad víctima de un derrame cerebral causado por un veneno muy poderoso, según pudo verificar por sí mismo en un análisis detallado de cierta sustancia ingerida por la víctima. Tengo copia de esa confesión en mi poder. Como ve, la muerte de su primera esposa no deja ya lugar a dudas en cuanto a su naturaleza provocada.
—Dios mío… Superintendente, trate de entender. Ni ella llegó a ser jamás mi esposa, ni yo sabía nada de ese crimen horrible. Se me dijo que padecía una dolencia que la llevó a la tumba. Busque a su tutor, o bien al mayordomo que sirvió de testigo en la ceremonia…
—El mayordomo Peter Jackson se mató al caer por una ventana, trabajando para otra familia londinense, tiempo después, señor Doyle —explicó cachazudo el policía—. Y en cuanto al tutor de la muchacha, Oxley, no ha dado señales de vida en varios años e ignoramos dónde pueda estar en estos momentos.
—Es como una pesadilla, un atroz complot. ¿Por qué iba a querer yo matar a nadie, superintendente? Ni siquiera conocía de oídas a esa joven…
—Cien mil libras son un buen motivo para un crimen, que yo sepa. Y recuerdo que por entonces, su fama dejaba bastante que desear, señor Doyle. Estaba usted en la ruina. De repente, pagó todas sus deudas y se fue a vivir a América, de donde ha vuelto rico, según creo. ¿De dónde salió ese dinero, si no fue de su breve boda con Cheryl Courteney?
—La tela de araña se cierra sobre mí —murmuró Desmond, poniéndose en pie, airado, trémulo—. Es como si todo me acusara. Pero los testigos que podían ayudarme a confirmar mi historia han muerto. Todos en forma harto sospechosa, según veo. Como si alguien hubiera tenido interés en tapar sus bocas para siempre…
—Eso es sólo una simple hipótesis. Oficialmente, fueron accidentes y nada más. Por otro lado, señor Doyle, ¿qué interés podría tener nadie en contratarle a usted a cambio de una enorme suma de dinero, para casarle con un cadáver?
—Nunca lo supe a ciencia cierta. Cobré quince mil guineas por ese papel en la macabra farsa. Pero la razón de todo ello, la ignoro.
—Usted ha mencionado a un tal señor Smith, que fue, según su historia, quien le propuso el asunto y le pagó por él tan generosamente…
—Así, es.
—Que sepamos, no hay ningún señor Smith en el caso. En aquella casa sólo vivían el mayordomo Jackson y el tutor, Harry Oxley. Y la señorita Courteney, repito, sólo tenía un familiar con vida, su hermana Melissa, en la India.
—Sospecho que el señor Smith no era otro que Harry Oxley, su tutor.
—Es muy posible —admitió Murphy indeciso—. De todos modos, señor Doyle, su historia sigue siendo muy frágil e incongruente, admítalo. ¿Qué ganaba el señor Oxley con casarle con su sobrina difunta? Que yo sepa, nada en absoluto.
—Él no mencionó el asunto de la herencia, aunque lo habría rechazado de plano. Siempre pensé que todo era obra de un loco, un capricho siniestro, una macabra excentricidad.
—Un capricho de quince mil guineas es un capricho demasiado caro, señor Doyle, incluso para un magnate. Que yo sepa, Harry Oxley no era dueño de ninguna fortuna, sólo administrador de la de su pupila.
—Veo que estoy perdido, diga lo que diga —se cansó Desmond, abatido—. ¿Va a encerrarme acusado de asesinato, superintendente?
—No. todavía no —resopló el policía—. Aún debo atar algunos cabos. Pero le agradeceré que no intente abandonar la ciudad bajo ningún pretexto, por el momento. Y, desde luego, ni remotamente sueñe con volver a América por ahora. No se lo permitiría.
—Entiendo —Meneó la cabeza con desaliento—. En cualquier momento podría ser arrestado por ese delito, ¿verdad?
—Es muy posible. Depende de las investigaciones, señor Doyle.
—¿Por qué no investigan también otras cosas, como la tarjeta que recibí y la aparición de ese ramo de azahar ajado en mi suite esta misma noche? No es nuestro, alguien entró a dejarlo allí intencionadamente, quizá para aterrorizarme.
—Lo estamos investigando, no lo dude —el gesto de Murphy era escéptico—. Pero respecto a eso, quisiera mostrarle algo que puede interesarle de modo particular, señor Doyle.
—¿Qué es ello? —se sorprendió Desmond, cerca ya de la salida del despacho policial.
—Lea esto, se lo ruego —pidió el policía, sacando de una gaveta de su mesa un pliego de papel escrito—. Es un documento muy interesante en ciertos aspectos. Y lo escribió la propia Cheryl Courteney. Estaba entre sus pertenencias en la casa de Regent's Park, actualmente a la venta.
—Veamos…
Desmond alargó la mano, tomando la hoja de papel. Parecía pertenecer a una serie de ellas, perforadas y encuadernadas. Se estremeció al enfrentarse de nuevo con la misma letra angulosa y prieta que ya conocía. El documento tenía todas las trazas de pertenecer a un diario íntimo y personal de una mujer algo infantil, aniñada e imaginativa.
Pero sus ojos se fijaron particularmente en unos párrafos marcados con subrayado en rojo, tal vez por la propia Policía:
«…de todos modos, morir no me asusta mucho. Sé que mi salud es quebradiza y ello puede suceder en cualquier momento. Pero también sé que la muerte es sólo el tránsito a otra vida diferente.
Espero que cuando me vaya de este mundo, mi espíritu siga vivo. Y pueda volver de la muerte cuando desee. Después de todo, ¿qué otra cosa pudo ser lo que ya me ocurrió una vez, siendo niña?
Entonces, todos me lloraron, dándome por muerta. Cuando iba a ser sepultada, resucité. Volví a vivir ante el asombro de todos, incluidos los médicos. Fue entonces cuando supe que hay otra vida más allá de ésta, que es posible volver si se desea con tanta fuerza como yo lo deseo. Por eso no temo a la muerte. Sé que volvería de la tumba otra vez, como pasó entonces. Los que me aman serían así felices. Y los que me odian sufrirían en su ser el miedo a lo que no entienden cuando me vieran regresar de entre los muertos…»
—De entre los muertos… —repitió Desmond, dejando caer el papel sobre la mesa del despacho policial—. Dios mío…
—¿No cree en el más allá, señor Doyle? —sonrió el superintendente—. Ella sí parecía creer. Y mucho. Tal vez tuviera razones para ello, a la vista de los dos hechos inexplicables que han tenido lugar desde que usted volvió de América.
—No puede ser —negó Doyle estremecido—. Nadie vuelve de la muerte…
—De todos modos, esta noche podremos comprobar si eso es cierto o no.
—¿Esta noche? —Doyle le miró, perplejo—. ¿Qué quiere decir?
—Vamos a exhumar el cadáver de Cheryl Doyle…, perdón, de Cheryl Courteney, como usted dice.
—Cielos…
—Si quiere, puede asistir a la ceremonia en ese cementerio de Regent's Park, señor Doyle.
—No, gracias —rechazó horrorizado—. Por nada del mundo iría a algo semejante. Ya vi durante horas el cadáver de esa infortunada joven…
—Como quiera. Si cambia de parecer, sepa que está invitado a la exhumación del cuerpo para proceder a una autopsia minuciosa de sus restos…
—No sé por qué no vinimos directamente a esta casa, Desmond. Es hermosa, me gusta. No me importaría quedarme a vivir en ella toda la vida.
Desmond Doyle sonrió, halagado. Miró a Abigail, que recorría las estancias con aspecto feliz. Volvía a ser la de siempre, la muchacha alegre y confiada que él conociera en Nueva York.
—Me alegra que te guste —murmuró—. Yo sigo encontrándola demasiado vieja.
—Lo viejo es doblemente bello para nosotros, los americanos. Tal vez sea porque todo allí lo tenemos demasiado nuevo —sonrió Abigail risueñamente, volviendo a su lado. Se abrazó a Desmond y le miró a los ojos—. No quiero verte más preocupado, querido mío. Todo pasó ya. Debiste contarme aquel suceso cuando nos conocimos o apenas nos casamos. Te hubiera aligerado bastante compartirlo conmigo.
—Era una historia demasiado horrible, Abby. Y lo peor es que aún colea.
—Tonterías. La Policía está obligada a sospechar de todo el mundo. Yo te creo. Sé que las cosas fueron como dices, por absurdas que puedan parecer. ¿Y sabes por qué lo sé? Porque lo dices tú, y tengo fe ciega en ti.
—Criatura, eres maravillosa —la atrajo contra sí, besándola intensamente—. Nunca más te ocultaré nada, lo juro. Me haces sentir mejor desde que te relaté todo, Charles tenía razón.
—Hablando de Charles, ha elegido muy bien —cambió ella de tema de inmediato—. La doncella y el mayordomo que nos ha traído parecen muy eficientes. Creo que esta casa funcionará a la perfección.
—Si tú la llevas, desde luego. Pero no quería que cargases con algo tan pronto, Abby. Éste es nuestro viaje de novios…
—Y será mi primera experiencia como ama de casa —rió ella jovialmente—. Confía en mí, querido. Te demostraré que no vas a arrepentirte jamás de haberme elegido como esposa.
—Él asintió:
—Sé que eso es lo último de lo que podría arrepentirme en la vida, Abby. Sólo lamento el mal trance que te hice pasar…
—Por favor, olvida eso de una vez. Nadie vuelve de la tumba, estoy segura. Si recibiste aquella tarjeta y te dejaron ese ramo de azahar, es porque alguien planeó asustarte por la razón que sea. Pero no puedo creer que esa pobre chica deambule por ahí como un fantasma, exigiéndote una fidelidad imposible.
—Smith dijo…, dijo algo antes de la ceremonia, Abby. Algo así como «usted será su esposo hasta morir, no lo olvide». Y al dejarme la segunda suma de dinero, también había una nota, recordándome que ella era en esos momentos mi esposa…
—Eso confirma lo que te digo: el propio Smith debe mover los hilos de esta trama, por alguna razón que ignoremos.
—¿Y la hoja del Diario de Cheryl Courteney? Ya de niña parece que resucitó…
—Eso tiene fácil explicación. Por entonces era frecuente una dolencia que provocaba la muerte aparente, la catalepsia. ¿Nunca leíste a Poe? Escribió algo sobre eso.
—Sí, «El entierro prematuro», lo recuerdo —suspiró Desmond—. Tal vez tengas razón después de todo. Aquel tal Smith, sea Oxley o no, parecía un ser demoníaco, maligno.
—Pues hazte a esa idea, y basta. Cuando la Policía dé con él, todo habrá terminado felizmente y te liberarás de tu antigua pesadilla. Pero mientras tanto, disfrutemos de tu hermoso hogar. Yo no tengo ningún miedo, y tú tampoco debes tenerlo, querido.
—Eres admirable, querida —ponderó él, besándola de nuevo—. Te adoro.
Y contagiado por el optimismo y energías de la valerosa joven, se logró olvidar por vez primera en mucho tiempo, de aquella historia que le obsesionaba. Incluso su vieja mansión de Mayfair le pareció más alegre y bella que nunca.
Hasta que esa noche, la pesadilla volvió más escalofriante y terrible que nunca.
De nuevo ocurrió mientras Abigail dormía profundamente en el amplio y suntuoso lecho de la alcoba principal de la mansión de los Doyle.
Esta vez no le había despertado ningún ruido, sino la sed. El servicio descansaba y tenía la jarra de agua de la mesilla totalmente vacía. Se puso la bata y se encaminó a la cocina a servirse un vaso de leche.
La mansión, alumbrada con algunas luces aisladas y débiles en los corredores, no mostraba ningún aspecto siniestro ni inquietante.' Desmond Doyle volvía a la alcoba con el vaso de leche, sin pensar siquiera en nada preocupante.
Subió la escalera principal, llegando a la planta alta. Se dispuso a enfilar el pasillo hacia el dormitorio donde Abigail esperaba dormida.
En ese momento, algo le hizo girar la cabeza, mirar hacia abajo, al vestíbulo sumido en penumbras. Fue un movimiento reflejo, instintivo, como guiado por un presentimiento superior a su propia voluntad.
Sus cabellos se erizaron. De su mano escapó el vaso de leche, que se hizo añicos en el suelo, derramando su blanco contenido. Un grito ronco, inarticulado, pugnó por formarse en su reseca, contraída garganta.
Allá abajo, flotando tenuemente su grácil figura envuelta en tules blancos, la forma humana permanecía con la cabeza erguida, mirándole fijamente…
—¡Cheryl! —aulló, retrocediendo aterrado—. ¡No es posible!
Pero era ella. Cheryl. Sonreía desde la palidez marmórea de su rostro, bajo las gasas blancas, algo amarillentas y ajadas por el tiempo, de un siniestro vestido de novia. Luego, la figura pareció flotar sobre la alfombra, hundirse en las sombras de la biblioteca…
Desmond vaciló. Tuvo que aferrarse con ambas manos a la barandilla para no caer escaleras abajo. Estaba lívido, sudoroso, le temblaba todo el cuerpo.
—No puede ser… —musitó—. Es sólo mi imaginación. Ella…,
ella
no está ahí… ¡No pudo volver de la tumba! Nadie vuelve de entre los muertos…
Pero podía evocar su rostro, vislumbrado un segundo antes. El mismo rostro yerto que viera aquella noche imborrable. La cabellera oscura, la faz tersa, unos ojos negros que no había llegado a ver bajo los párpados cerrados…
Corrió escaleras abajo, dominando su terror. Tenía que confirmar de una vez por todas si su cerebro le estaba jugando malas pasadas o no. No podía encogerse, huir de lo que le atormentaba.
Entró en la biblioteca como una exhalación, dispuesto a encararse crudamente con la verdad, por terrible que fuese. Incluso estaba mentalizado para encontrarse cara a cara con Cheryl Courteney…