De repente Simon empezó a besarme y a abrazarme como si jamás hubiera tocado a nadie en su vida, y yo le besé y le abracé como si fuera el único hombre que hubiese conocido jamás, y nuestros besos tenían el sabor salado de las lágrimas, pero nunca supe si fueron suyas o mías.
Lo recuerdo como si fuera ayer. Fue la primera vez que escuché a Madonna cantando «Like a Virgin». No fue cuando lanzó la canción originalmente, sino muchos años después, cuando publicó un álbum con sus grandes éxitos llamado
The Immaculate Collection
. Yo estaba en Miami con mi prima Mariauxy, quien en realidad se llamaba María Auxiliadora, pero había acortado su nombre pensando que en Estados Unidos nadie sería capaz de pronunciarlo. Fue allí, con ella, cuando escuché esa canción por primera vez. Estábamos en su habitación, pintándonos las uñas y jugando a hacernos peinados de señora mientras ella, que era una fanática de Madonna, ponía ese CD una y otra vez hasta que lo rayó.
Cuando a mí me gusta una canción —no sé por qué— lo primero que me atrapa es la melodía, y pasa mucho tiempo antes de que preste atención a la letra. Esa primera vez en que oí «Like a Virgin» pensé que era una canción pegadiza, pero no escuché la letra con atención, y pasaron años antes de que me diera cuenta de lo que decía.
Esa noche, en la cama con Simon —porque, en caso de que no lo hayan adivinado, terminamos en la cama—, yo sentí que me
tocaban
por primera vez. Esto les va a sonar cursi, pero fue como si estar con Simon me hubiera devuelto la virginidad.
No sé si nos besamos durante unos minutos, unas horas o varios días. Lo único que sé es que podía haberle besado el resto de mi vida, porque cuando nuestros labios estaban unidos yo perdía la noción del tiempo.
Si creen que voy a contarles en detalle lo que pasó en esa cama, siento decirles que se equivocan. No pienso contarles nada, por varias razones: primero, porque le damos demasiada importancia al sexo y menospreciamos el afecto. Segundo, porque para pasar un momento glorioso en la cama no hacen falta extravagantes fisonomías ni destrezas gimnásticas. Y tercero, porque lo que yo hago en la cama es asunto mío. Si un día me dan ganas de contárselo, lo más seguro es que sea en persona, una de esas noches en las que una se sienta en la cocina con un par de amigos y se toma media botella de whisky con una bolsa de patatas fritas.
Lo que sí les voy a decir es que estar con Simon fue maravilloso. Hay veces en que duermes con alguien y, por más que lo intentas, los cuerpos no logran acoplarse y se te duerme el brazo, o se te agarrota la pierna, o te asfixias con el peso de su cabeza en tu pecho. Para no arruinar la magia del momento, una trata de aguantarse hasta que ya estás a punto de desmayarte del dolor. Pero nada de eso ocurrió con Simon; su cuerpo y el mío se complementaban tan maravillosamente bien que sentí que ambos éramos un solo ser. Si alguien nos hubiera observado desde el techo, habría visto que formábamos el signo del
yin
y el
yang
con absoluta perfección.
Fue una noche mágica en la que oí arpas, violines, trompetas… En fin, hasta maracas oí.
Y, hablando de música, pusimos un disco —pero no de Madonna—. Fue un álbum de Rickie Lee Jones que se llamaba
Pop Pop
. Si algún día la conozco personalmente, tendré que agradecerle esa noche inolvidable: hicimos el amor, nos dormimos, volvimos a hacer el amor, nos volvimos a dormir… fue maravilloso. La Madame tenía toda la razón: yo pensaba que nunca había tenido sexo del malo porque nunca había tenido sexo del bueno.
Después, mientras yacíamos entrelazados, me sentí lo suficientemente cómoda como para hacer a Simon una pregunta personal. Acerqué mi boca a su oído y le susurré:
—¿Te puedo preguntar una cosa?
—Sí, claro.
—¿Por qué no te gusta ir a la playa?
Él se rio y enterrando su cara en mi pelo, contestó:
—No me veo bien en bañador.
—Pues yo te estoy mirando sin él y me parece que estás bastante bien.
—Es que estoy demasiado flaco.
—Me gustan los flacos —contesté besándolo.
—Me gustan las gorditas —dijo él con otro beso.
—No, te lo pregunto en serio, ¿es solo por eso? —insistí.
El hizo una pausa y finalmente confesó:
—Es que tengo tanto pelo en la espalda…
Efectivamente. Simon tenía la espalda cubierta de pelo, del pelo más suave y sedoso que yo jamás había tocado. Un pelo que le crecía por todo el cuerpo obedeciendo a un caprichoso patrón. Al igual que muchas otras mujeres, yo era de las que siempre había mirado con repugnancia a los hombres que tenían la espalda cubierta de vello, pero ahora es al revés: un hombre que no esté cubierto de pelo no me atrae para nada.
Recuerdo un momento en el que dejé que mi mano viajara desde su cuello hasta sus piernas y di gracias a Dios por haber creado esa espalda tan suave y deliciosa.
—Pues a mí me encanta el vello de tu espalda —dije acariciándolo una vez más.
Él me contestó con un beso tan intenso que casi me hizo desmayarme de gusto. Fue entonces cuando me atreví a hacerle otra pregunta, la que realmente me atormentaba.
—Hay otra cosa que me gustaría saber… —pregunté juguetona—: ¿Qué es eso de los cuarenta y dos centímetros?
Esta vez no enterró su cara en mi pelo, sino que se dio la vuelta para mirar a la pared.
—Es algo me ayuda a dormir.
—Sí, ya me he dado cuenta, pero… ¿por qué?
Simon hizo una pausa larga y, sin volverse a mirarme, contestó:
—Es que me pongo nervioso pensando en lo que pasaría si me equivoco en un proyecto, si decepciono a un cliente y dejan de llamarme… Me pongo a pensar qué pasaría si lo perdiera todo y volviera a ser pobre como cuando llegué a Nueva York.
—Simon, tú no eres simplemente un tipo con talento, eres un genio. Nunca te va a faltar el trabajo.
—Este es un negocio muy superficial. Un día todos te adoran y al día siguiente todos te ignoran.
—Pues si te consume de esa manera, quizá es el momento de pensar en hacer otra cosa. ¿Cuál ha sido la época más feliz de tu vida?
Él pensó por un momento.
—Cuando trabajaba en el Castillo Hearst.
—¿Eras rico? ¿Eras famoso?
—Apenas me llegaba para pagar el alquiler —contestó con una risotada.
—Entonces, ¿qué es mejor, ser feliz con poco o infeliz con mucho?
Simon tomó una bocanada de aire y, al exhalar, su cuerpo se fundió con el mío.
—Prefiero ser feliz como soy ahora —susurró en mi oído.
Yo sostuve su rostro entre mis manos y le dije con dulzura:
—Pero… ¿por qué los cuarenta y dos centímetros?
Él volvió a ponerse tenso.
—Es una historia muy larga.
Finalmente me di por vencida. Era el momento de callarme y dejar de hacerle preguntas que no quería contestar.
—Pues yo no tengo tiempo para historias largas, así que te voy a contar una corta… Se llama
sacapuntas
—dije.
Simon se rio, nos besamos una vez más, y mientras nuestras bocas estaban unidas en un beso largo, dulce y profundo, deseé que él pudiera leer mi mente para que se diera cuenta de que no me importaba si era rico o pobre, que no me importaba que fuera demasiado flaco, o si tenía la espalda cubierta de vello, que no me importaba el porqué de esos cuarenta y dos centímetros, porque yo estaba dispuesta a aceptarlo sin hacerle más preguntas. Quiero pensar que él me besó para que yo entendiera que, efectivamente, había leído mis pensamientos.
Hay gente que dice que el tiempo vuela cuando te estás divirtiendo, pero no estoy de acuerdo con eso, porque esa noche, la más memorable de mi vida, duró una eternidad.
Era sábado, pero Simon tenía una sesión de fotos esa tarde. Nos despertamos oyendo los martillazos de sus asistentes en el estudio. Yo todavía estaba medio dormida cuando lo vi levantarse despacio de la cama y estirarse desnudo frente a la ventana, no para ofender a los vecinos, sino para recibir el sol de la mañana sobre su cuerpo. Lo vi de pie, alargando los brazos como si fuera a apoderarse del mundo. Yo me quedé dormida otra vez mientras él se vestía, pero sentí un beso que me dio en los labios antes de salir del apartamento.
Sí, fue una mañana maravillosa para Simon, y también para mí, pero solo durante un par de minutos. Cuando finalmente me levanté, con una sonrisa enorme y envuelta en ese resplandor que adorna a los que han pasado una noche de amor, todo se derrumbó al comprobar que, sobre la mesita de noche, Simon me había dejado un cheque, acompañado de una nota que decía: «Muchas gracias».
De pronto sentí que me faltaba el aire, y por un momento pensé que me había quedado ciega. Me senté y miré la nota una vez más.
«Muchas gracias».
No miré el importe del cheque, lo rompí en mil pedazos y lo tiré en la cama, o en el suelo, ya ni me acuerdo. Me vestí a toda prisa y salí sintiendo unas náuseas tan fuertes que temí vomitar en el ascensor. ¡Qué ironía pensar que, tras la noche más hermosa de mi vida, llegó la mañana más terrible que recuerdo!
«Guerra avisada no mata soldado» era uno de los refranes favoritos de mi madre. Recordé que Lilian me había advertido que tarde o temprano me acostaría con un hombre por dinero, y pensé en la Madame advirtiéndome para que no metiera la pata. Si todos me habían avisado de esta guerra, ¿por qué permití que ocurriera esto? ¿Por qué había permitido que me dispararan, y directamente al corazón?
¿Cómo es posible que me hubiera enamorado de un loco que estaba obsesionado con apretarse entre una almohada y yo? Y esta vez no podía echarle la culpa a nadie; esta vez no era culpa ni de Bonnie, ni de Lilian, ni de Ino, ni de mi madre. Ni siquiera podía echarle la culpa a la Madame, y lo que es peor, tampoco podía culpar a Simon. Él era un cliente que hizo lo que un cliente debe hacer: pagar. Me acordé de todas las veces que hice que la Madame me jurara que no tendría que acostarme con nadie, y me sentí más tonta todavía. ¿Cómo se me pudo ocurrir que yo podría jugar a esto sin que me hicieran daño? ¿Cómo pude ser tan estúpida?
Yo estaba tan convencida de que esto era una cita de verdad que Alberto no me esperaba en su limusina. De modo que, sin nadie que pudiera consolarme, tuve que caminar calles y calles hasta llegar al metro, muerta de la vergüenza y atormentada por ecos del pasado:
una mujer que practica el sexo sin casarse es una puta; una mujer que disfruta del sexo es peor que una puta; los hombres solo quieren aprovecharse de ti; una mujer tiene que defender su virginidad hasta la muerte
.
Estaba tan furiosa que no podía pensar con claridad. Si hubiera podido, a lo mejor me habría dado cuenta de que:
Uno: yo no acababa de perder la virginidad.
Dos: él no se había aprovechado de mí, más bien era yo la que se había aprovechado de él.
Y tres: quizá yo no era una puta, pero llevaba un par de semanas metida en un negocio que estaba casi, casi al borde de la putería.
Pero una mujer en mi estado era incapaz de hacer este tipo de razonamientos. Lo único que me repetía una y otra vez era que no podía creer que Simon no sintiera lo mismo que había sentido yo.
Estaba histérica y probablemente histórica también. Quizá estaba reaccionando no solo a lo que había pasado con Simon, sino a una vida entera llena de culpa y remordimientos. Una vida llena de miedo a ser usada, y terror a ser ignorada.
Para torturarme más cruelmente aún, me puse a imaginar lo que Simon estaría pensando:
Seguramente creía que yo era una puta profesional, no una turista en el negocio.
Probablemente pensaba que yo me había acostado con cientos de hombres antes de acostarme con él.
Si su criada —seguro que tenía una criada— limpiaba el dormitorio antes de que él regresara, ni siquiera vería que yo había roto el cheque y se pensaría que lo había cobrado.
Si su asistenta no limpiaba la habitación y él encontraba el cheque roto, seguramente se reiría de mí pensando que yo era una puta sentimental, una tonta igual que Cabiria.
Así es. Seguramente Simon pensaba que yo era una puta y una tonta.
No había otra manera de verlo, y mientras más pensaba en esto, más vergüenza me daba, y más estúpida, y solitaria, y barata, y rechazada me sentía. Justo ahora que yo estaba convencida de que mi vida estaba cambiando, ahora que sentía que
yo
estaba cambiando, venía la dura realidad a darme esta bofetada. ¿Cómo se me podía haber ocurrido que un hombre como él pudiera enamorarse de una mujer como yo?
Odié a Simon. Lo odié por no ser capaz de leerme la mente. Por no saber lo que yo quería que él supiera. Por no sentir lo que yo quería que él sintiera. Por no hacer lo que yo quería que él hiciera. Lloré como un bebé, y peor aún, me sentí como un bebé. De lo que no me di cuenta es de que también estaba actuando como un bebé.
Era sábado por la mañana y tenía por delante todo un fin de semana para gritar, llorar y patalear hasta ponerme azul. Sí, no hay nada peor que un fin de semana entero para torturarte y autoflagelarte. Esa maldita Lilian tenía la razón: los viernes eran los nuevos domingos. Debí haberme quedado en mi casa para hacer la colada, en lugar de salir a la calle a destruir mi frágil autoestima.
Hacia el mediodía la situación se había deteriorado considerablemente: ya no podía leer, no podía ver televisión, no podía salir, no podía quedarme en casa, no me podía sentar y no me podía levantar. Estaba hecha un trapo.
Podía haber llamado a una amiga, pero la única que podía consolarme era Lilian, y ahora yo estaba todavía más furiosa con ella, porque me parecía que me había traído mala suerte con sus advertencias. Estuve a punto de levantar el teléfono, pero no habría sido capaz de soportar que me viniera a decir: «Te lo dije».
Traté de pensar en todas las cosas positivas que me había traído esta experiencia —mi nuevo despacho, la victoria sobre Bonnie—, pero entonces me puse a pensar que quizá Dios me estaba castigando por haberla chantajeado. Yo estaba ahogada en este mar de pensamientos cuando me llamó la Madame.
—Tu amigo el fotógrafo lleva llamándome toda la mañana. ¿Qué ha pasado?
Ella trató de fingir que no sabía nada, pero por el tono de su voz me di cuenta de que algo sospechaba.
—No quiero hablar de eso, y no quiero volver a verlo nunca más —dije.
—Déjame que lo adivine… —contestó ella.