En ese momento un policía salió del dormitorio y otro del armario, y dos mujeres policías entraron por la puerta del pasillo. El susto que me dieron fue tan grande que la borrachera se me pasó inmediatamente.
Adam, si es que ese era su verdadero nombre, se sentó en una butaca, sacó un cigarrillo y encendió el televisor mientras los otros dos policías tomaban asiento en el sofá.
—Me estaba quedando dormido ahí dentro. ¿Cómo va el partido? —dijo uno.
—Los Yankees van ganando cuatro a tres en la séptima entrada —contestó Adam.
—¿Cómo podéis ser tan cabrones y tan insensibles? —exclamó una de las mujeres policía mirándolos con desdén, y luego, volviéndose a mí, me dijo con dulzura—: Oye, muñeca, ¿quieres que te traiga un café?
Yo estaba petrificada, pero me las arreglé para preguntar:
—¿Qué es esto, una emboscada?
—Eso era, pero no ha funcionado. Otra vez será —contestó Adam, y los dos policías del sofá se rieron.
La otra mujer policía me acercó una botella de agua, y con un sincero tono de solidaridad me dijo:
—Ya sé que esto no es asunto mío, pero estaba escuchando lo que te ha pasado y me parece que deberías hablar con ese tal Simon y explicárselo todo. Se merece que le des una oportunidad.
—No. A ese tipo ni te acerques —intervino la otra policía—. Es un cabrón que no merece que le vuelvas a hablar jamás. —A partir de ese momento, las dos policías empezaron a discutir.
—Ese tipo no puede leerle la mente. Él no sabe lo que ella siente por él —dijo la segunda, y añadió mirándome—: A esta no le hagas ni caso. Habla con Simon; si te entiende, entonces vale la pena, y si no te entiende, olvídate de él.
Entonces la primera policía me dijo:
—Mira, muñeca, tú estás demasiado buena para aguantar eso.
—Elaine, no llames muñeca a la sospechosa —interrumpió la segunda.
—Cállate, Carol. Ella ya no es sospechosa de nada. Ese idiota no tiene ningún derecho a tratarte así —me dijo Elaine—. ¡Mírate en el espejo! ¡Estás buenísima! Yo te garantizo que hay toneladas de hombres
y mujeres
que se morirían por ti —afirmó guiñándome un ojo—. Me alegro de que no vayamos a arrestarte, pero créeme que me habría encantado cachearte para ver si llevabas un arma escondida.
—¡Elaine, por favor! ¡Este no es el lugar ni el momento!
—Pero ¿qué te pasa, Carol?
—Es que es lesbiana —me susurró Carol.
—No tienes que susurrarlo —contestó Elaine—, porque si yo fuera heterosexual no lo dirías a escondidas. Estoy muy orgullosa de ser lesbiana, y lo digo a gritos si me da la gana.
—No hace falta que lo grites, porque ya estamos hartos de oírlo —intervino uno de los policías del sofá, y los demás se rieron a carcajadas.
—Si no fueras un cabrón y un impotente, a lo mejor me ofenderías, imbécil —dijo Elaine con desdén.
—Un día te van a acusar de acoso sexual —advirtió Carol.
—Yo no estoy acosando a esta chica, simplemente le estoy diciendo la verdad.
Adam las interrumpió.
—¡Callaos, coño, que no podemos oír el partido!
—Cállate tú, idiota —contestó Elaine, e inmediatamente le preguntó—: Oye, ¿quién va ganando?
Ganaban los Yankees, pero yo sentía que lo había perdido absolutamente todo.
No pretendo sonar como una viejecita moralista, pero esta es la parte de la historia en la que es mi deber recordarles que mi aventura, por divertida que parezca, no debe ser imitada. Puede ser excitante leer o ver películas sobre las vidas secretas de las acompañantes, pero no todo el mundo está capacitado para hacer ese trabajo. Esa noche descubrí que yo no era capaz. Me parece que tuve suerte —muchísima suerte—, y también creo que quizá pasé por todo eso para poder contarlo, y convencerles de que no lo hagan. Que te arresten, o estar al borde de que te arresten, no fue nada divertido ni excitante, y si alguno de ustedes ha pasado por algo así, probablemente me dará la razón.
Lo que pasó, en pocas palabras, es que no pudieron probar ningún delito y por eso me dejaron libre. Mi crimen habría sido vender sexo, pero como rechacé la propuesta de Adam, y le arrojé el dinero en la cara, quedó claro que lo que yo vendía era mi compañía, no mi cuerpo. Cobrar por tu compañía no es un crimen, pero cobrar por tu cuerpo sí lo es.
Una de las consecuencias positivas de todo esto es que me hice muy amiga de las chicas policía; Elaine y Carol habían trabajado juntas durante mucho tiempo, y, aunque no eran pareja, su relación parecía la de dos personas que llevaran cincuenta años casadas.
Las policías se ofrecieron a llevarme a casa, así que, al salir del hotel, me subí en su coche. Supuse que Alberto todavía estaría esperándome, pero no me atreví a llamarlo hasta llegar a casa para no involucrarlo en el asunto. Entretanto disfruté de mi primer paseo en un coche patrulla, mientras mis nuevas amigas me daban consejos sentimentales.
—Los hombres no tienen sentimientos. Es un problema fisiológico. Por eso las mujeres somos las únicas capaces de concebir —sentenció Elaine.
—Coño, ¿por qué tienes que ser tan radical? —dijo Carol.
—¡Porque es la verdad! —insistió la primera.
Dando por imposible a su amiga, Carol se dirigió a mí.
—Yo tuve un novio en bachillerato y le puse los cuernos con su mejor amigo. Han pasado veinticinco años y todavía me siento culpable. Yo te recomiendo que hables con él y te quedes con la conciencia tranquila. No lo hagas por él, hazlo por ti.
—¡No me digas que todavía andas pensando en el imbécil ese de la escuela! —la reprendió Elaine.
—¡Es mi vida y pienso en quien me da la gana! —contestó Carol.
—Eres un caso perdido —dijo Elaine, y volviéndose a mí, me brindó un sólido consejo—: Mira, muñeca, si estuvieras con una mujer, no tendrías ninguno de estos problemas. Todo lo contrario, disfrutarías de un sinnúmero de ventajas, fíjate: buen sexo, inseminación artificial, y si fuerais de la misma talla, ¡hasta podríais compartir la ropa!
Esto me hizo tanta gracia que casi se me olvidó que esa noche había estado a punto de ir a la cárcel.
—¡Elaine, deja ya de tratar de reclutarla! —dijo Carol.
—¡No te metas! —contestó la otra.
Cuando llegamos a mi edificio les di las gracias, les dije que eran las mujeres más divertidas que había conocido en años, e intercambiamos teléfonos. En el momento en el que iba a entrar en el portal, sonó mi teléfono rojo.
—¿Madame?
—Estoy aquí, a tu derecha.
Miré a la derecha y vi la limusina de Alberto estacionada al otro lado de la calle. Al parecer me habían seguido desde el hotel. La ventanilla del asiento trasero bajó y la Madame, con unas grandes gafas oscuras, me hizo una señal para que entrara en el coche.
Yo me encontraba bastante afectada por lo sucedido, pero no estaba molesta con ella. Era imposible que tratara de culparla por lo que había pasado; en todo caso, había sido ella quien había tratado de disuadirme de acudir a esa cita. En cuanto entré, ella me abrazó.
—Me alegro tanto de que no te haya pasado nada… Alberto vio los coches patrulla aparcados detrás del hotel y se imaginó lo que estaba pasando.
—Lo siento mucho, señorita, intenté llamarla —se disculpó Alberto.
—Lo sé, no te preocupes —contesté.
—¿Le hiciste
la pregunta
? —me preguntó la Madame, y yo miré al suelo avergonzada—. Ya sabía yo que era una mala idea mandarte con un cliente nuevo.
—Soy una idiota. He puesto su negocio en peligro —me disculpé.
—No te preocupes. Llevan años tratando de probar algo contra mí y nunca han podido. Lo que más me preocupa eres tú —dijo apretándome la mano.
—Estoy bien, un poco asustada, pero ya se me está pasando. Ni siquiera merece la pena que hablemos de esto, pero tengo que decirle que ya no voy a poder seguir trabajando para usted.
La Madame me miró compungida y, sin tratar de disuadirme, me preguntó:
—¿Es por la policía?
—No.
—Es por el de las cinco noches seguidas, ¿verdad?
Asentí y me puse a llorar. Madame me sostuvo en sus brazos como si yo fuera una niña.
—¿Por qué no hablas con él?
—No puedo. Debe de creer que soy una puta.
—Una puta, ¡por Dios! —exclamó poniendo los ojos en blanco—. ¡Qué palabra tan estúpida!
—¡Pero es la verdad! Debe de creer que soy una puta tonta y sentimental. Que me acuesto con hombres por dinero y luego me enamoro como una idiota —dije sollozando.
—
Querrida
, primero y principal: esto no tiene nada que ver con el sexo, esto es un problema de amor. ¿Y quién crees tú que está más desesperado, quien vende amor o quien tiene que comprarlo?
Una vez más la Madame tenía la razón, pero yo estaba exhausta de tanto pensar. Gimoteé mirando al suelo, hasta que ella me levantó la cara con las manos y dijo:
—Yo no sé si este tipo cree que eres una puta o si cree que eres una santa, lo que sí te puedo decir es que es obvio que tú le quieres, y él se muere de ganas de hablar contigo. No me pongas de intermediaria. Habla con él directamente y tratad de resolver la situación.
—No —dije tercamente—. Él debería haberlo sabido.
Frustrada, ella murmuró algo en ruso, que no entendí ni quise entender. No hay peor ciego que el que no quiere ver, y en ese momento yo era una sorda que no quería oír.
—Es un hombre afortunado. Tiene mucha suerte de que le quieras tanto —añadió la Madame.
—No le diga nada, por favor.
—No te preocupes.
—¿Me lo jura?
—Por mis hijos —contestó.
Le di un largo abrazo, me bajé del coche y caminé dos pasos hacia mi edificio, pero antes de entrar me di la vuelta para hacerle una última pregunta.
—Madame, ¿usted tiene hijos?
Pero ella no me escuchó, porque la limusina se había puesto en marcha y ya estaba a punto de doblar la esquina.
Ese domingo, tras mi frustrado arresto de la noche anterior, me desperté serena y hasta de buen humor. Decidí llamar a Lilian e invitarla a almorzar en el Village.
Caminamos por las callecitas de mi barrio hablando de todo un poco hasta que llegamos a mi restaurante vegetariano favorito. La verdad es que yo como carne, pero en este lugar preparan los mejores panqueques del vecindario.
Después de pedir la comida, permanecimos sentadas y en silencio durante un minuto, hasta que Lilian rompió el hielo.
—B, quiero decirte algo…
—Espera, antes que nada, soy yo quien tiene que decirte algo…
Ella me miró con incredulidad.
—¿Te vas a disculpar conmigo?
—Quizá —contesté, haciéndome de rogar—. ¿Por qué? ¿Ibas a disculparte tú primero?
Y entonces empezamos a reírnos a carcajadas.
—Ya sé que soy narcisista y egocéntrica —comenzó Lilian—, pero no lo hago a propósito. Te adoro, y adoro estar contigo, y no es porque me guste ser el centro de atención, sino porque eres inteligente y divertida, y mucho más valiente que yo.
—Caramba, Lilian, me vas a hacer llorar —dije medio en serio, medio en broma.
—¡No te burles, cabrona! ¡Y ahora te toca a ti disculparte!
Yo tomé aire.
—Siento mucho haberme comportado como una idiota, y haber dicho las cosas que te dije el otro día. No quería herirte, pero es que me daba mucho miedo que tuvieras razón. Y lo más irónico de todo es que al final la tenías…
—¿Qué? —gritó.
—No te puedo contar los detalles de lo que ha ocurrido durante las últimas cuarenta y ocho horas. Más adelante, cuando me sienta más fuerte, te prometo que te los contaré. Pero por lo pronto quiero que sepas que ya no trabajo con la Madame.
Lilian soltó un suspiro de alivio.
—Bueno, una de las cosas que sí te tengo que confesar es que desde que empezaste a trabajar con ella se notaba en ti algo distinto, una chispa; pero ahora se ha convertido en una especie de resplandor que antes no tenías.
—Gracias por el cumplido —dije, sabiendo que algo de razón tenía.
—Oye, ¿tienen vino en este sitio? ¡Hay que hacer un brindis por tu ascenso!
Pedimos un par de copas de vino sin sulfitos y brindamos por mi éxito.
—Y ¿qué vas a hacer ahora que tienes a Bonnie a tus pies?
—No sé —contesté avergonzada.
Lilian creía que me habían dado mi nuevo cargo por el eslogan de los tampones. No sabía nada de las grabaciones en el baño, ni del chantaje. Es cierto que me merecía el ascenso, pero no sentía ningún orgullo por la forma en la que lo había conseguido. Al día siguiente tendría que volver al trabajo, y aunque tenía un puesto mejor y un despacho con una ventana al parque, todavía trabajaba para Bonnie, y ahora yo era tan diabólica y manipuladora como ella.
Hay un cine cerca de mi casa que se llama Film Forum, y esa tarde ponían
Julieta de los espíritus
, otra película de Fellini que acababan de restaurar. Arrastré a Lilian al cine, y aunque ella se quedó dormida a la mitad, yo amé cada fotograma de esa película. Obviamente me hizo pensar en Simon, pero por alguna razón su recuerdo ya no me dolía tanto.
Después de la película me fui a casa y encontré un par de mensajes en el contestador que habían dejado unos cazatalentos profesionales que se habían enterado de mi ascenso y querían ofrecerme trabajo en otras empresas. ¿Cómo se habían enterado tan rápido? Y ¿de dónde habían sacado el teléfono de mi casa? Inmediatamente pensé que Mary Pringle debió de difundir la noticia en el mundillo de la publicidad.
El lunes les devolvería las llamadas; ahora lo que necesitaba era sentarme frente al ordenador para escribir una carta que quería entregar el lunes. Una vez terminada, la imprimí y me fui a dormir. A la mañana siguiente me desperté sintiendo que me había quitado un enorme peso de encima.
Había decidido volver a empezar, pero de cero.
Llegué al trabajo media hora tarde y entré directamente en el despacho de Bonnie. Esta vez estaba sola.
—Bonnie, hasta nunca.
Ella se quedó petrificada, mientras yo le dejaba sobre la mesa mi carta de dimisión y el casete con sus indiscreciones. Sin cruzar palabra, me fui a mi despacho, decidida a no verla más. Conseguir ese ascenso manipulando y chantajeando me había convertido en una arpía como ella, y eso era algo que yo no quería ser. Ahora que estaba convencida de mi talento, era el momento de elegir a mi jefe. Era el momento de ser feliz.