Todos los departamentos nos habíamos reunido para presentar y discutir las ideas con el Gran Jefe, quien había venido desde Chicago exclusivamente con ese propósito. Yo me senté con mi cuaderno, preparada para tomar notas que luego me tocaría transcribir y distribuir. Poco importaban mis títulos universitarios; Bonnie prefería usarme de secretaria a aprovechar mi talento. Qué asco.
El Gran Jefe se sentó en la cabecera de la mesa y, aunque no quedaba espacio, Bonnie se apretujó a su lado como si fueran amigos de la infancia. Si él decía que sí, ella asentía, si él decía que no, ella negaba. Parecía la actuación de un ventrílocuo. Lógicamente el propósito de Bonnie era que todos creyéramos que ella era la única que entendía lo que el Gran Jefe quería. Sin embargo, bastaba con mirar la cara de él para darse cuenta de que estaba harto de tenerla sentada a su lado. Era una escena que daba vergüenza ajena.
—Estamos planeando lanzar la campaña en seis ciudades: Nueva York, Miami, Los Ángeles, Chicago, Dallas y Seattle; pensamos incluir revistas, periódicos, vallas publicitarias, paradas de autobús… ¡y hasta tarjetas telefónicas! —dijo Larry, del departamento de planificación.
—¿Tampones en tarjetas telefónicas? —preguntó el Gran Jefe levantando una ceja.
—¡Claro! La edad del usuario medio de las tarjetas es…
—¿Tampones en tarjetas telefónicas? —repitió el Gran Jefe. Esta era su sutil manera de decirte que lo que le estabas presentando no le convencía. Yo también pensaba que lo de las tarjetas era una estupidez, y me alegró ver que opinábamos lo mismo.
Finalmente llegó la hora de presentar los eslóganes y Bonnie cedió la palabra a Mark con gran parsimonia.
—Adelante, Mark. ¡Déjanos boquiabiertos! —dijo Bonnie con una cursilería que me revolvió el estómago, pero distanciándose hábilmente de nuestra presentación.
—Tenemos una lista de eslóganes muy ocurrente y muy ecléctica —afirmó Mark.
Mentira. Teníamos un par de frases bastante malas que Bonnie había empeorado con su contribución.
El pobre Mark se inclinó sobre el ordenador para manejar la triste presentación en Powerpoint que estaba proyectada sobre la pared.
—… Y el último: «Tampones Del Cielo… al rescate» —anunció Mark para terminar.
El Gran Jefe se quedó en silencio durante un buen rato mientras todos esperábamos en vilo su reacción.
Finalmente habló.
—Estoy profundamente decepcionado —dijo—. El eslogan es la espina dorsal de la campaña. Todo nace del eslogan. Sin un buen eslogan no tenemos nada. ¿Cómo es posible que no se les haya ocurrido nada mejor?
El Gran Jefe tenía razón. Nuestras ideas originales no eran ninguna maravilla, pero cualquier cosa decente que habíamos escrito, Bonnie la había despedazado. Todo lo que era divertido y ocurrente ella lo había convertido en predecible y estúpido.
—¡Esta es la piedra angular de la campaña! ¡Todo se va a construir a partir del eslogan! —clamó el Gran Jefe.
Pero todos nos quedamos sentados, en silencio, sabiendo que quien abriera la boca se quedaría sin trabajo. Bonnie se encargaría de echamos por el simple hecho de cuestionar su autoridad. El problema de estas grandes compañías es que se han convertido en
cortes reales
donde tu jefe es el rey, un rey que es capaz de hundir la compañía entera sin que nadie sea capaz de detenerlo. En la rígida jerarquía corporativa los jefes son intocables e incuestionables. Todos nos horrorizamos cuando vemos una gran empresa que se hunde, pero lo triste es que nadie es capaz de prevenirlo, porque si te quejas, te echan. Lo peor es que si tu fondo de jubilación está invertido en esa compañía, perderás tu trabajo y también los ahorros de toda tu vida.
—Sé que es complicado vender un producto a dos grupos demográficos tan distintos, ¡pero no es imposible! —dijo el Gran Jefe tratando de inspirarnos—. Sabemos que la marca quiere llegar a un nuevo público juvenil sin traicionar a su viejo grupo de consumidores. Necesitamos algo que sea conservador y atrevido, antiguo y moderno, serio y gracioso. Algo que dé confianza a las señoras, pero que seduzca a las chicas. Algo limpio, pulcro y prístino, pero que sea inteligente, divertido y atrevido al mismo tiempo. A ver, ¿se les ocurre algo?
El Gran Jefe estaba sudando, pero Bonnie seguía sentada a su lado, impertérrita, disfrutando el triunfo de su maléfico plan. Lo que ella no se imaginaba es que yo tenía un as en la manga.
—Necesitamos una frase corta, aguda, orgánica, que fluya, que te haga sonreír, que te haga pensar. Algo que convenza a una mujer premenopáusica y a una chica adolescente. ¿Algo? ¿Alguien? ¡Por favor! —suplicaba el Gran Jefe, rodeado de un hermético silencio corporativo.
Yo estaba esperando pacientemente para soltar la bomba.
—¡Vamos! Una frase corta, directa, que nos convenza de que se trata de un tampón extraabsorbente, fiable, pero subversivo y contestatario. Algo que sea celestial y diabólico al mismo tiempo. Tiene que ser un tampón del cielo, pero también del infierno.
Nadie abrió la boca.
—¡Una frase! ¡Una línea! ¡Por favor! —gimió el Gran Jefe antes de derrumbarse en su silla con la cara entre las manos.
Finalmente, mi voz retumbó contra las paredes de la sala de conferencias.
—Inmaculada menstruación.
Todo el mundo me miró como si me hubiera vuelto loca.
—¿Cómo? —saltó el Gran Jefe.
—Inmaculada menstruación —repetí con orgullo.
—¿Quién ha dicho eso? —preguntó el Gran Jefe.
Bonnie me apuntó con su huesudo dedo.
—Lo ha dicho ella —aulló Bonnie, imaginando que el Gran Jefe me despediría instantáneamente.
Sabiéndome el centro de atención, enderecé la espalda, suavicé los labios, relajé los hombros y florecí el busto —tal y como me había enseñado la Madame—. Si todos me iban a mirar, debían verme lo más guapa posible, así que estiré el cuello con orgullo como si estuvieran a punto de cortármelo en una guillotina francesa.
El Gran Jefe me miraba atónito. Yo lo miré a los ojos y repetí mis palabras una vez más:
—Tampones Del Cielo… para una inmaculada menstruación.
El Gran Jefe se inclinó sobre la mesa con los ojos clavados en mí. El silencio era absoluto. Nadie se atrevía a respirar. Y fue entonces cuando oí las palabras más hermosas que había escuchado en toda mi carrera.
—¿De dónde demonios ha salido este genio?
El Gran Jefe empezó a aplaudir y todos los demás aplaudieron con él. Hasta la perra de Bonnie aplaudía —echaba chispas, pero aplaudía—. En ese momento mi teléfono empezó a vibrar, deslizándose entre mis pechos.
—Con permiso… —dije, tratando de rescatar el aparato de mi escote—. Es una llamada importante. —Todos se rieron y me siguieron aplaudiendo mientras salía de la sala con una reverencia.
Una vez fuera contesté el teléfono.
—¿B?
—Dígame, Madame.
—Me acaba de llamar Richard Weber desesperado, necesito que vayas a su casa a las…
—Espere un momento, es que esta noche no puedo porque… porque voy a ver Simon —confesé.
—Pero ayer era tu última noche con él, ¿no? Si no me equivoco habíamos quedado en que eran solo cinco, de domingo a jueves…
—Es que me ha pedido que vaya a su casa esta noche para ver una película. Perdóneme por no habérselo dicho antes.
La Madame se quedó en silencio un instante que me pareció una eternidad, y finalmente habló.
—¿Estabas tratando de ocultármelo? —inquirió con tono de sospecha.
—No, se lo juro, ha sido algo totalmente inesperado. El no me gustaba, ¿se acuerda de que le dije que no me parecía atractivo en absoluto? —dije tratando de justificarme.
—No tiene nada de malo que te haya gustado desde siempre. Hay mucha gente que va por la vida diciendo que odia una cosa y luego sale corriendo a buscarla.
Yo no tenía ganas de discutir con ella. Esta vez era yo quien tenía prisa, quien tenía un negocio que atender, así que fui al grano.
—¿Va contra las reglas tener una cita romántica con un cliente?
—No, no va contra las reglas. Lo único es que… deberías asegurarte de que eso es realmente lo que es…
—¡Claro que lo es! —la interrumpí—. Primero, porque él no la ha llamado para concertarla y, segundo, porque anoche hubo una conexión muy especial entre él y yo. Imagínese que hasta vimos una película cogidos de la mano…
—¿Y tú estás segura de que quieres tener una relación amorosa con este tipo tan raro? —preguntó.
—Sí, estoy segura —contesté convencida.
—Entonces hazlo. Yo solo quiero que seas feliz.
Para mí, esa frase de la Madame fue el equivalente a recibir su bendición, así que me despedí de ella en éxtasis, sintiendo que finalmente mi vida marchaba en la dirección correcta y, dando saltos de alegría, volví a entrar en la sala de conferencias, donde fui recibida con una segunda ovación.
Pero el día no se había terminado todavía.
De hecho, apenas comenzaba.
No me pilló por sorpresa que, justo después del almuerzo, Mary asomara la cabeza sobre el panel de mi cubículo.
—Llegó la hora. ¿Estás preparada? —preguntó.
Las dos sabíamos exactamente lo que me esperaba: Bonnie quería reunirse conmigo inmediatamente, así que era hora de sacar la artillería pesada. Una vez armada para enfrentarme a ella, me dirigí a su despacho.
—¡Buenas tardes! —dije con una sonrisa que no me cabía en la boca.
Ella no contestó. Hizo como que estaba ocupada mirando unos papeles, pero yo sabía que era mentira, que todo era una excusa para no mirarme a los ojos. Quería guardar su mirada de Medusa para más tarde, cuando llegara el momento de aniquilarme con ella.
Yo me hice la tonta, y me senté cómodamente, casi con desparpajo. Después de un calculado silencio, ella soltó los papeles que tenía en las manos y me miró a los ojos. Yo sonreí una vez más, desafiante, y ella comenzó el discursito que tenía preparado:
—Como bien sabes, lo de esta mañana era una presentación, no un
brainstorming
. Yo te había pedido específicamente que lo hicieras
antes
de la reunión, y no
durante
la reunión.
Yo la escuchaba con cara de cachorrito arrepentido, como si realmente me importara un pimiento lo que me decía.
—Yo no te he dado autorización para presentar ideas al presidente de la compañía. Esto es una insubordinación, y motivo de despido inmediato. Así que cumplo al informarte de que pienso llevar este caso al departamento de recursos humanos, para que seas amonestada formalmente…
Ella hizo una pequeña pausa para darme la oportunidad de que suplicara su perdón. Pero lo único que hice fue sonreír una vez más, y colocar la grabadora sobre la mesa. Ella me miró como si yo tuviera tres cabezas, pero la ignoré y apreté el botón de
play
. Inmediatamente empezamos a escuchar la conversación que había mantenido con Christine en el baño.
—… ¡Es demasiado gorda para trabajar aquí!
—¡No le puedes decir eso!
—No te preocupes. Yo sé cómo quitarme de encima a estos idiotas. ¿Quién crees que lo preparó todo para echar a Miller y a Jessica? A mí nadie me va a joder, créeme.
Solo para fastidiarla, fingí sorpresa y le dije:
—Ay, perdón, me he equivocado de cinta.
Metí otro casete en la grabadora, y entonces empezamos a escuchar cómo graznaba su maquiavélico plan para hundir al Gran Jefe.
—Kevin es tan tonto, que ni siquiera se da cuenta de lo tonto que es. Si perdemos la cuenta de los tampones, y créeme que yo me voy a asegurar de que la perdamos, más vale que empiece a buscar trabajo vendiendo enciclopedias.
—Pero ¿tanto poder tienes sobre la junta directiva?
—Claro. Tengo a esos idiotas en el bolsillo.
Finalmente se revelaba su plan. Bonnie estaba saboteando la campaña de los tampones para echar al Gran Jefe de su propia compañía y, lógicamente, ocupar su puesto como presidente de la agencia. Yo sabía que era mala, pero no sospechaba que se trataba del diablo personificado.
Paré la grabadora y por una vez la vi quedarse muda. Entonces me incliné sobre su mesa y, sin perder la sonrisa, le expliqué mis intenciones.
—Bonnie, ahora voy a regresar a mi calabozo para empaquetar mis cosas. Te voy a dar media hora para que decidas si me vas a despedir o si me vas a dar un despacho con vistas al parque junto con mi nuevo título de directora creativa. ¿Entendido?
Ella trató de decir algo, pero yo la interrumpí con una amigable amenaza.
—Ah, y si tardas mucho en pensarlo, y luego no me encuentras en mi mesa, a lo mejor estoy en la oficina de correos mandando copias de esta cinta a un par de amigos en Chicago. De modo que no te apresures, pero mantenme al tanto de lo que decidas, ¿de acuerdo?
Bonnie apretó tanto los dientes que los oí chirriando en su boca.
Caminé hacia la puerta, pero antes de salir me detuve, me di la vuelta y le dije:
—¿Así que a ti nadie te viene a joder? Pues a mí tampoco.
Ya sé, ya sé, no hacía falta esa última frase, pero ¿cómo resistirse a un momento tan cinematográfico como ese? Bette Davis habría estado orgullosa de mí.
Salí triunfante de allí, pero antes de llegar a mi mesa —igual que la princesa del cuento—, ya notaba el guisante clavado en la espalda. Por un momento pensé que quizá me sentía culpable por estar chantajeando a Bonnie, pero inmediatamente descarté la idea.
«No, eso no puede ser», me dije, e ignoré el guisante mientras empezaba a meter mis cosas en la caja verde de reciclar papel.
Tal y como esperaba, Mary vino a mi mesa quince minutos más tarde con una sonrisa del tamaño del Madison Square Garden, y me comunicó que Bonnie quería que me mudara a un despacho con vistas al parque.
—Dijo que es solo temporal, para que puedas concentrarte en la campaña de los tampones, pero los del departamento de personal me han dicho que ya ha mandado hacer una placa con tu nombre, con el cargo de directora —explicó Mary, entusiasmada.
El rumor sobre mi ascenso corrió como la pólvora, y por eso no me sorprendió que el abominable Dan Callahan se presentara intempestivamente en mi flamante despacho.
Dan entró sin llamar y se recostó en el marco de la puerta a observar mientras ordenaba mis cosas, como quien mira a una modelo haciendo un
striptease
. ¡Las cosas que una tiene que aguantar!