Vale… ¿Alguien puede explicarme cómo he pasado de «pero qué coño» a «toma las llaves de mi casa»? Este hombre era un misterio.
Mientras esperaba a Simon, coloqué el despertador y el almohadón en su sitio, medí los misteriosos cuarenta y dos centímetros que tenía que dejarle, y me senté donde me correspondía. Esa fue la primera noche que llevé en mi bolso una cinta métrica, para acelerar el proceso.
Sentada en el sofá, esperé pacientemente a Simon. Esa noche, la mesita de centro que tenía enfrente se hallaba cubierta de papeles. Se notaba que Simon había estado revisando su correo, y además había dejado una papelera llena de cartas y folletos que había desechado. Sé que abrir el correo de los demás se considera un delito, pero espero que hurgar en la basura de otro no lo sea. Los géminis somos curiosos por naturaleza, y la tentación de echarle un vistazo a lo que había en esa papelera era irresistible.
Mirando la papelera descubrí cosas interesantísimas sobre mi cliente. Por ejemplo, a Simon lo habían invitado a las fiestas más exclusivas de Manhattan —desde festivales de cine, hasta elegantes cenas benéficas, pasando por todos los desfiles de moda del planeta—, pero todas estas invitaciones terminaron en la basura.
«Muy interesante», me dije. Parece que Simon no tenía interés en los privilegios que venían asociados con su fama. Pero ¿por qué? ¿Será por arrogancia? ¿Porque creía que estaba por encima de los demás? ¿Sería que no le interesaban las fiestas y los cócteles? Era difícil creer que alguien ignorara todas estas invitaciones, pero era imposible imaginar que un tipo tan antisocial como él pudiera sentirse cómodo en público.
Cualquiera en Nueva York habría dado un brazo para que lo incluyeran en el privilegiado círculo al que Simon pertenecía, pero parecía que a él eso le importaba un bledo. Esto me encantó porque, después de tantos años viviendo en Nueva York, estoy harta de arribistas y advenedizos.
Cuando terminé de inspeccionar la papelera, me puse a mirar lo que no había tirado, y descubrí que había guardado cartas de Médicos sin Fronteras, National Public Radio y otras instituciones benéficas que también a mí me gusta apoyar. A Simon no le gustaban las fiestas de sociedad, pero sí dar dinero a las causas más importantes. «Muy interesante», volví a pensar.
De pronto lo escuché llegar en el ascensor, y me apresuré a dejarlo todo como lo había encontrado para que él no sospechara que había estado husmeando. Él venía con los mismos pantalones de la noche anterior, pero con una camiseta todavía peor.
Creo que le sorprendió agradablemente descubrir que yo ya lo había arreglado todo —incluyendo los cuarenta y dos centímetros—, pero no me dijo ni una palabra. Me sentía tan culpable por haber husmeado en su correo que, por primera vez, fui yo quien evitó su mirada.
Hoy tenía mejor aspecto que la noche anterior: parecía descansado, y noté que hasta se había afeitado. Por un segundo lo encontré ligeramente atractivo, pero su obstinado silencio todavía me irritaba. Pensé que su mejora se debía a las siestas que se echaba junto a mí, o quizá era que finalmente me había acostumbrando a su narizota, sus gruesas gafas, su cabeza rapada y su espalda peluda.
Una vez más se sentó en el apretado espacio que quedaba junto a mí, y soltando un profundo suspiro, se quedó dormido.
Pero esa noche, mientras él dormía como un bebé, yo no pude pegar ojo. Parte del problema residía en que esta vez fue Simon quien se recostó sobre mi hombro, y eso, junto con el hecho de que yo estaba cansada y estresada, me produjo una ansiedad que no me dejaba dormir. Esa noche me sentí atrapada y agobiada. Llegó un punto en el que estaba tan aburrida que traté de estirarme para coger el mando a distancia del televisor, pero Simon me tenía aferrada por el brazo y no me permitía moverme. Como era imposible arrastrar al gigante de metro noventa que tenía recostado sobre mí, no me quedó más remedio que tratar de calmarme. Menos mal que no necesitaba ir al baño.
Traté de leer, pero no me pude concentrar en el libro. Sin nada mejor que hacer, me puse a analizar la información que había recopilado sobre él. ¿Por qué este tipo que tenía una vida tan glamurosa siempre estaba de mal humor? ¿Por qué saltó cuando aquella modelo trató de tocarlo? ¿Por qué tiraba las invitaciones de las fiestas más exclusivas de Manhattan? Y ¿por qué me empujaba cuando estaba despierto y me abrazaba cuando estaba dormido?
—¿Pero qué coño…? —murmuré, pensativa.
Probablemente me sentía exhausta por dormir mal tantas noches seguidas, y por eso mi mente seguía dándole vueltas a lo mismo. Entonces se me ocurrió cerrar los ojos y hacer una
visualización
. La visualización es una técnica de relajación que me enseñaron en un centro espiritual de adelgazamiento. Solo tienes que cerrar los ojos y meditar sobre tu rincón favorito del planeta. Nunca me ayudó a adelgazar, pero sí me ayudaba a quedarme dormida, así que después de inhalar y exhalar profundamente, me puse a pensar en mi lugar favorito: el Castillo Hearst, que está en la zona de Big Sur, en la costa de California.
El Castillo Hearst es un lugar maravilloso. No es que yo sea una gran admiradora del legendario William Randolph Hearst, pero esa casa —una de sus muchas mansiones— era realmente espectacular. La construyó en lo alto de una colina, frente al océano Pacífico. Es un caserón enorme, lleno de antigüedades, y fue el escenario de las fiestas más fabulosas de los años veinte y treinta. Charlie Chaplin, Carole Lombard, Clark Gable, Johnny Weissmuller, y los más famosos personajes del cine, las artes, la política, la ciencia y los deportes se daban cita en ese lugar.
Hearst contrató a una arquitecta llamada Julia Morgan para que la construyera. Ella fue una de las primeras ingenieras de Estados Unidos, y la primera mujer que fue aceptada para estudiar arquitectura en la École de Beaux-Arts en París. El gusto de Hearst era muy ecléctico, y hasta un poco excéntrico, y en lugar de comprar los muebles para las habitaciones, construyó las habitaciones para albergar los muebles. Hearst compraba antigüedades enormes y luego le pedía a Julia Morgan que ajustara el edificio a sus dimensiones. Por ejemplo, Morgan tuvo que rehacer el salón principal de la casa para que cupiera la chimenea de un castillo escocés, y alteró el comedor para poder colocar el techo de madera labrada de un monasterio español. También construyó dos piscinas preciosas, una al aire libre, que llaman la de Neptuno, y una cubierta, que llaman la Romana. No me importaría entregar todos mis ahorros a cambio del privilegio de nadar en la piscina de Neptuno.
Hay críticos de arte que dicen que el Castillo Hearst es un museo cursi y de mal gusto, la mansión de un millonario que compraba antigüedades al por mayor, y que por eso está lleno de piezas inconexas de estilos mezclados, pero a mí no me importa lo que digan: a diferencia de los grandes museos, el castillo fue un hogar; un hogar que fue disfrutado al máximo. La casa entera, con su maravillosa vista al mar, está envuelta en una energía muy especial.
Felicia, mi profesora de canto en el tercer semestre de la universidad —cuando brevemente decidí que iba a dedicar mi vida a la actuación—, me dijo que estaba científicamente comprobado que el sonido de un instrumento que ha sido bien tocado es mejor que el de uno que ha sido mal tocado. En otras palabras, el violín de Itzhak Perlman suena mejor que otros, simplemente porque un gran músico lo ha usado durante muchos años. Es como si el sonido purificara el instrumento.
Quizá algo parecido ocurrió con el Castillo Hearst; quizá la energía de toda esa gente inteligente, guapa y con talento que él invitó purificó el ambiente. A veces me pregunto si el amor puede hacer eso mismo con tu cuerpo. A lo mejor el amor te puede hacer más pura y más bella. A lo mejor cuando eres amada te conviertes en mejor persona.
Mi mente divagaba del Castillo Hearst a mi profesora Felicia, a Simon roncando sobre mi hombro, y entonces pensé en el apretón que él me había dado para que no me moviera. Había algo en la manera en la que me había retenido que me hizo sentir, no sé, necesitada, querida. Mis otros clientes me habían hecho sentir deseada, pero por más halagadora que fuera esa sensación, el gesto de Simon había sido mucho más intenso y enternecedor.
Mi AA-ex siempre decía: «Es peligroso encerrarte en tus pensamientos», y debe de serlo más aún si llevas un par de noches sin dormir, así que me dije: «Basta de pensar», y cerré los ojos. Al día siguiente tenía una importante reunión sobre los tampones Del Cielo, y necesitaba descansar.
Finalmente me quedé dormida, pero no me acuerdo de lo que soñé. Lo que sí sé es que fue un sueño plácido y profundo.
A la mañana siguiente se respiraba una calma tensa en el trabajo. Todos nos preparábamos para el viernes, cuando haríamos la presentación de la campaña de los tampones ante el Gran Jefe. Yo lo conocí una vez y me había parecido un tipo encantador, tanto era así que no podía entender cómo permitía que un monstruo como Bonnie dirigiera la oficina de Nueva York.
El Gran Jefe me gustaba porque era un rebelde, un visionario que había creado su compañía desde los cimientos. Era un tipo inteligente, creativo y con talento, que se negaba a usar trajes y corbatas, que contestaba su propio teléfono y que, de vez en cuando, hasta dirigía sus propios anuncios. El Gran Jefe era afroamericano, había crecido en los barrios pobres de Chicago y ni siquiera se había graduado del bachillerato. Había empezado a trabajar desde que era muy joven, y había llegado desde el fondo hasta la cumbre por sus propios méritos. Desafortunadamente, cuando creció su compañía, entró un grupo de inversores y accionistas, y con ellos llegó la burocracia. Lo irónico del asunto es que el éxito del Gran Jefe se debía a que siempre había roto las reglas; pero ahora su compañía tenía más reglas que la hora del té en el palacio de Buckingham. Quizá por eso la energía creativa que lo había hecho triunfar había desaparecido completamente de su agencia. Era una situación tristísima, pero bastante común en las grandes empresas.
Bonnie era el resultado directo de ese tipo de mentalidad corporativa. Por más que yo la detestara, tengo que reconocer que era una maestra en el arte de la manipulación. Su técnica favorita era el maquiavélico «divide y vencerás». Su truco era construir una pared invisible alrededor del Gran Jefe para que él no pudiera comunicarse con ninguno de sus empleados en Nueva York; de esta manera, nadie podía advertirle acerca de lo que estaba pasando en nuestra oficina. Ella exigía que todo, absolutamente todo, se le enseñara a ella antes de que llegara a él. Nos tenía prohibido hablar con él por teléfono, incluso si era él quien llamaba. Una vez Bonnie casi despide a Gregory —uno de nuestros productores— por contestar una llamada telefónica del Gran Jefe. ¿Qué iba a hacer Gregory? ¿Colgar el teléfono al fundador y dueño de la compañía? ¿O decirle: «Lo siento, pero si Bonnie descubre que he hablado con usted, me echa»? Como ven, todos éramos rehenes de esa bruja.
La agencia había perdido varios clientes importantes desde que ella estaba a cargo de nuestra oficina, pero Bonnie sabía que si controlaba las comunicaciones podía llevarse el mérito de los éxitos y culpar a otros de los fracasos. ¿Cómo podíamos avisar al Gran Jefe de lo que estaba pasando, si ni siquiera podíamos darle los buenos días en el ascensor?
Después del incidente de la fotocopiadora —cuando me negué a quedarme a trabajar hasta tarde—, Bonnie habia dejado de hablarme, pero yo me hacía la tonta y actuaba como si nada hubiera pasado. Ese martes hice cuanto pude para no tropezarme con ella, cumplí con mi trabajo diligentemente de las nueve hasta las cinco, y luego me fui a casa a prepararme para la tercera noche en casa de Simon.
Alberto me recogió a las diez y me dejó frente a su edificio. Yo entré con mis propias llaves, preparé el sofá y me senté a esperarlo. Pero esa noche, algo completamente inesperado ocurrió: esa noche Simon no podía dormir.
Llegó más nervioso y estresado que de costumbre, se sentó junto a mí y cerró los ojos; pero veinte minutos más tarde seguía suspirando y tratando de relajarse sin éxito.
Lo miré de reojo y noté que, con los ojos cerrados hacía esfuerzos por quedarse dormido. En ese momento, y sin proponérmelo, me di cuenta de que Simon no era tan feo como yo pensaba. Quizá nunca me había dado cuenta, porque sus gruesas gafas le tapaban la cara como un antifaz, pero tenía las pestañas muy largas y muy negras. Era el tipo de pestañas que a cualquier mujer le gustaría tener, y que parecen un desperdicio en un hombre. Su nariz era grande, pero elegante; era una de esas narices griegas, que descendía desde la frente en línea recta. Luego me fijé en sus labios y me di cuenta de que eran considerablemente carnosos; el problema es que cuando estaba despierto siempre hacía una tensa mueca con la boca que los hacía desaparecer. Cuando relajaba la cara se podía apreciar que sus labios eran anchos y robustos. Eran, aunque suene cursi, unos labios muy
besables
. «No es tan feo», pensé, y en ese momento, con los ojos aún cerrados, Simon me dijo:
—No me mires así.
—¿Qué? ¿De qué estás hablando? —dije haciéndome la desentendida y mirando en la dirección opuesta.
—No me gusta que me mires así.
Me ruboricé tanto, que mi cara debió de ponerse morada. Es verdad que lo estaba mirando, pero solo lo hice durante un par de segundos, y además él tenía los ojos cerrados. ¿Cómo pudo darse cuenta?
—Sentí que me estabas mirando —dijo con los ojos todavía cerrados.
—Pues te equivocas —mentí. Antes muerta que reconocer que lo estaba mirando con cierta lujuria.
Nos quedamos sumidos en un silencio hostil, mientras él cambiaba de posición una vez más en su estrecho refugio. Ahora era yo quien estaba incómoda, y cuando me sentía incómoda, me daba por hablar.
—¿No puedes dormir? —pregunté.
Simon no contestó.
—¿Quieres que me vaya?
—¡No! —gruñó.
No me gustó el tono de su voz, y debió de darse cuenta porque, inmediatamente, lo cambió por un suave susurro.
—No te vayas, por favor —suplicó.
Su voz revelaba una desesperación que nunca antes había escuchado.
—¿Quieres que cuente ovejas por ti? —bromeé.
Él se rio. Fue una risa entre dientes, pero lograr que un tipo tan serio se riera hizo que me sintiera como si me hubiese tocado la lotería. Entonces me di cuenta de lo guapo que estaba cuando sonreía. Ojalá lo hiciera más a menudo.