B de Bella (20 page)

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Authors: Alberto Ferreras

Tags: #Romántico

BOOK: B de Bella
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—¿Cuánto tiempo llevas en este negocio? —me preguntó Myrna—. ¿Una semana?

—Sí, exactamente una semana. ¿Cómo lo has sabido? —contesté con una sonrisa—. ¿Se me nota?

Myrna y Lorre se rieron a carcajadas.

—Claro que se te nota —dijo Lorre, y añadió—: Este es el trabajo mejor pagado que he tenido en mi vida.

—Sí, la verdad es que se gana un buen sueldo, pero…

Antes de que yo pudiera terminar la frase, Myrna 1o hizo por mí:

—… pero tú no lo estás haciendo por el dinero, ¿verdad?

Una vez más asentí y ellas se rieron de nuevo.

—Es increíble, ¿verdad? ¿Cómo es posible que te paguen por adorarte? —dijo Lorre.

—Al principio yo lo hice por mi autoestima. Pero ahora lo hago solamente por el dinero —explicó Myrna.

—Ese es precisamente mi problema —dije—. A mí lo del dinero me hace sentir rara. No soy una puritana, pero que me paguen por esto, me hace sentir…, no sé…, como una…, como una…

—¿… puta? —sugirió Myrna, completando mi oración.

—Exactamente —dije con un suspiro.

—Esas son tonterías de la sociedad. ¿Cuál es la diferencia entre casarse por dinero o acostarse con alguien por dinero? —preguntó Lorre.

—¿Acostarse? Ojalá nos pudiéramos acostar con alguno de vez en cuando —bromeó Myrna—. A mi marido le encanta que yo haga esto, porque gano un dineral y además llego a casa con ganas de sexo todas las noches.

Una vez más, las tres estallamos en carcajadas, y fue entonces cuando Myrna me preguntó muy seriamente:

—Oye, ¿tú tienes novio?

—No.

—Pues más vale que te busques uno pronto, porque te va a hacer falta.

Me ruboricé hasta tal punto que las chicas se echaron a reír como hienas.

Es cierto, yo necesitaba un novio, muy pronto, porque me sentía inquieta, impaciente… y caliente como la sartén de un cocinero.

16

Tengo un amigo con mucho talento llamado Rodolfo que se dedicaba a producir anuncios de televisión para mi agencia. Pero Rodolfo tenía una mala costumbre: cada vez que alguien en su equipo de producción cometía un error, él lo insultaba sin compasión. Era embarazoso verle gritar groserías a la gente: «Pero… ¿qué clase de idiota eres?», decía, o «¿Tienes la cabeza hueca o qué?». Ciertamente, Rodolfo era un tipo talentoso e inteligente y muy trabajador, pero era un poco bestia a la hora de lidiar con los demás.

Obviamente, Rodolfo no trataba a sus clientes de la misma manera. Él jamás se atrevía a faltarle el respeto a los ejecutivos de la agencia en su cara, pero cuando ellos no estaban presentes, se explayaba en historias que ilustraban lo tontos, incultos y caprichosos que eran. Algunas veces resultaba divertido escuchar cómo se burlaba de ellos —especialmente cuando Bonnie era el objeto de sus insultos—, pero otras veces era demasiado. Uno terminaba agotado después de escuchar por enésima vez la retahila interminable de improperios que Rodolfo dedicaba a sus colegas.

Pero llegó un punto en el que su exitosa compañía empezó a hundirse. Viéndose incapaz de atraer a nuevos clientes, Rodolfo decidió mudarse de Nueva York a México, donde la vida era menos costosa. Allí produjo varios anuncios y un documental sobre chamanismo. Yo le perdí la pista durante varios meses, hasta que Rodolfo vino de visita a Nueva York y me invitó a cenar.

Lo noté cambiado, y mucho más amable de lo que era cuando vivía aquí. Ya no se regodeaba contándome lo estúpida que era la gente que tenía alrededor; prefería hablarme de su vida en Tulum, donde ahora se dedicaba a producir vídeos para una compañía que promovía la medicina alternativa y el crecimiento espiritual. Me encantó verlo tan cambiado y con esa actitud positiva hacia la vida. Cuando se lo mencioné, él me sonrió y, mirando sobre su hombro como si alguien nos estuviera espiando, me dijo algo que jamás olvidaré:

—¿Sabes qué? Después de que mi empresa se hundiera, me di cuenta de que no debes ir por la vida diciéndole a la gente lo tonta que es. Es más: no debes ni siquiera pensarlo, porque ellos… pueden oírte.

«Ay», pensé yo, «me parece que este se ha vuelto un poco loco», y supuse que a lo mejor había mascado más peyote de la cuenta con los chamanes de Tulum. Pero independientemente de sus excentricidades, no se podía negar que Rodolfo se había convertido en una persona mejor a raíz de su renacimiento espiritual.

Nunca olvidé esa confesión, y aquella mañana, tras mi aventura con Guido y las chicas, me puse a recordarlo: «No debes ir por la vida diciéndole a la gente lo tonta que es; es más: no debes ni siquiera pensarlo, porque ellos… pueden oírte».

¿Sería verdad que la gente te puede leer la mente? He de confesar que he visto a muchos hombres alejarse de mí a toda prisa, cuando voy por la vida con actitud de solterona desesperada. Igual que esos perros que te atacan cuando huelen que les tienes miedo, los hombres huyen cuando huelen que tienes ganas de casarte con ellos. Yo sé que muchas mujeres se quejan de que los hombres tienen miedo al compromiso, pero lo cierto es que cuando una mujer se propone algo —ya sea «cásate conmigo», o «cómprame un apartamento»— a los hombres solo les quedan dos opciones: o lo hacen, o huyen porque la mujer no dejará de fastidiar hasta que lo consiga.

Mientras yo, sentada en mi cubículo, pensaba en todas estas cosas, recibí una llamada que me devolvió de golpe a la realidad.

—¡B!

—¡Hola, Mary!

—Creo que necesitas ir al baño.

—¿Cómo? —contesté, confundida.

—Yo creo que necesitas ir al baño ahora mismo.

Entonces caí en la cuenta de que algo había pasado en el despacho de Bonnie que requería mi presencia inmediata en el baño de señoras. Sin dudar un instante cogí mi grabadora y fui a sentarme en el inodoro con los pies apoyados en la puerta, y dispuesta a grabar todo lo que escuchara.

En cuestión de segundos Bonnie entró en tromba, seguida de cerca por la alcahueta de Christine. Noté que miró debajo de las puertas de los aseos para asegurarse de que no hubiera nadie allí y, una vez convencida de que estaban solas, se lanzó a insultar al Gran Jefe. Aparentemente había tenido una pelea por teléfono con él pero siendo la consumada hipócrita que era, se había guardado todo su veneno para luego contárselo a Christine con todo lujo de detalles.

—No soporto a ese imbécil —dijo Bonnie—, pero lo que sí te puedo asegurar es que está cavando su propia tumba. Ya lo verás.

—No deberías pelearte con él —recomendó Christine.

—Por supuesto que no me voy a pelear con él. Yo no pierdo el tiempo peleando. Pero el próximo viernes prepárate, porque le voy a soltar en medio de un campo minado. ¡Que no se te olvide!

Pues si a Christine se le olvidaba, yo podría recordárselo, porque lo estaba grabando absolutamente todo desde mi posición estratégica. Esta vez no era yo el objeto de la venganza de Bonnie, y es que la arpía tenía planes de pescar a un pez metafóricamente más gordo que yo. Eso sí, he de reconocer que esta bruja era inteligentísima. Malísima, pero inteligentísima. El problema con la gente malísima e inteligentísima es que terminan creyéndose invencibles, y es cuando meten la pata; porque tarde o temprano empiezan a presumir de sus crímenes en lugares públicos sin imaginar que alguien, como yo, podría estar sentada en un inodoro grabando todo lo que dicen.

Volví a mi mesa y me puse a transcribir las notas del inútil
brainstorming
del día anterior para mandárselas a mi diabólica jefa. Incluí hasta las sugerencias más estúpidas, como «haz la excepción de tu regla» y «sangre, pero sin sudor ni lágrimas». Todo lo que le mandé era horrible, pero, por lo que acababa de oír en el baño, esto facilitaba aún más su perversa labor.

Un par de horas más tarde, me encontraba junto a la fotocopiadora cuando Bonnie se me acercó.

—¿Qué haces? —preguntó.

—Estoy preparando los informes para la presentación de los Del Cielo.

—No he tenido tiempo para mirar lo de la investigación que dejaste en mi despacho. Necesito que hagas un resumen con los puntos más relevantes —ordenó la víbora con su habitual tono militar.

—Y ¿para cuándo lo necesitarías? —pregunté mientras me examinaba las uñas con indiferencia.

—Al final de la tarde. Me voy a ir temprano, así que quiero que lo lleves a mi apartamento en cuanto lo termines. Voy a mirarlo durante el fin de semana.

Qué bonito, ¿no? De modo que yo me había encargado de la investigación, se la había entregado hace una semana, le había ofrecido escribirle un resumen —que ella rechazó sin ninguna cortesía—, pero ahora,
yo
tenía que quedarme hasta medianoche en la oficina para que
ella
se luciera en la reunión. Y, naturalmente, Bonnie quería que se lo llevara a su casa porque, aunque yo me tenía que quedar hasta tarde en la oficina, ella se quería marchar temprano. Perdonen la vulgaridad, pero esta señora tenía un par de cojones como para colgarlos en un museo.

En ese preciso momento, mi pequeño teléfono empezó a sonarme en el escote, y cuando lo saqué, Bonnie me miró como si yo le hubiera eructado en la cara. La mirada de repugnancia que me lanzó me enardeció aún más.

—No puedo trabajar esta noche —dije.

—Esto es
muy
importante —me amenazó.

—Pues esta llamada también es
muy
importante, y no pienso trabajar esta noche. Con permiso… —Y con estas me alejé de ella, dejándola al borde mismo de un infarto. Es una lástima que no haya caído fulminada por él.

Lejos ya de sus garras, contesté mi teléfono.

—¿Madame?

—¿
Querrida
? Alberto te va a recoger a las diez. Va a ser una noche tranquila. Llévate un libro para leer.

Como Bonnie se fue temprano, yo también me fui temprano —¡ja!—, y llegué a casa dispuesta a arreglarme y a elegir un libro entre los cientos de novelas que había comprado, pero no había tenido tiempo de leer. Elegí uno de relatos cortos de Gabriel García Márquez titulado
Doce cuentos peregrinos
, que un amigo me había recomendado. Lo metí en mi bolso y bajé a encontrarme con Alberto.

Alberto me llevó a Tribeca, uno de los barrios más exclusivos de Manhattan. Nos detuvimos frente a una antigua fábrica que había sido convertida en apartamentos. Toqué el timbre y una voz de mujer me habló por el intercomunicador.

—¿Quién es?

—Soy B —contesté, preguntándome si mi cliente sería una mujer. ¿Sería capaz la Madame de mandarme a trabajar para una mujer?

El caso es que, fuera quien fuese, me abrieron la puerta, entré, y al otro lado encontré uno de esos ascensores privados que se activan con una llave. Debían de haberlo llamado porque la puerta se cerró detrás de mí y me condujo hasta el segundo piso, donde había un estudio de fotografía. Al parecer, el edificio completo era el estudio y la residencia de un famoso fotógrafo de moda.

Al salir del ascensor me encontré con una sesión de fotos en pleno desarrollo. Había un pequeño grupo de peluqueros, maquilladores y estilistas, y varias modelos ultradelgadas que vestían trajes de alta costura. Las chicas posaban frente a un complicado escenario construido con un material que parecía cuero de color rosa. Algunas de las modelos me resultaron familiares, probablemente porque las había visto en las portadas de las revistas. Eran el tipo de chicas que volaban en primera clase de Nueva York a Milán para los grandes desfiles de moda.

El fotógrafo era un tipo alto, flaco y desaliñado que usaba gruesas gafas de pasta negra. Inmediatamente le reconocí: le había visto en los periódicos mencionado como el fotógrafo del momento. Era nada más y nada menos que Simon Leary.

—Pon la mano derecha en la cadera… así… Y ahora pon cara de aburrimiento… estás tan aburrida que casi te estás durmiendo… ¡Ahora mírame! —decía Simon mientras disparaba su cámara frente a una rubia que languidecía en una
chaise longue
.

Cambió de cámaras, cambió de modelos, quitó la silla y siguió tomando fotos sin parar. Las chicas posaban juntas, pero mirando en direcciones opuestas con esa expresión de elegante amargura que es tan popular en el mundo de la moda. Yo he trabajado en publicidad durante muchos años, pero solo he asistido a sesiones de fotografía donde retratamos cajas de cereales o frascos de mantequilla de cacahuete. Esta era la primera vez que veía a verdaderas supermodelos en acción. No soy muy fanática de la estética de la anorexia, pero me pareció fascinante ver a esas chicas trabajando.

Cuando las modelos no estaban posando, parecían unas adolescentes desnutridas, pero en el momento en que ponían «cara de modelo» se convertían en unas diosas: estiraban el cuello, relajaban los hombros, bajaban la cara, abrían los ojos como platos, y se chupaban el interior de las mejillas para acentuar sus pómulos. ¡Parecían tan falsas y tan reales a la vez! Todo lo que hacían para salir guapas en las fotos me parecía agotador.

—Sandra, o la miras a ella o no la miras, pero estás ahí con la mirada perdida y eso no me sirve para nada —dijo Simon a una de las chicas.

Ahí fue cuando me dediqué a estudiar a Simon en detalle. Era un tipo bastante raro, uno de esos hombres que parece incómodo en su propio cuerpo. Siempre tenía los labios apretados, como si tratara de reprimir una sonrisa, nunca miraba a nadie a los ojos, y hablaba tan bajito que apenas se entendía una palabra de lo que decía.

De pronto, la tal Sandra fue a ajustarse la tira de un zapato, perdió el equilibrio y trató de agarrarse a Simon para no caerse, pero él dio un salto hacia atrás, como si estuviera esquivando una puñalada. Accidentalmente Simon tiró un par de reflectores que cayeron al suelo con gran estruendo.

«¿Y a este qué le pasa?», pensé yo. Esa pobre chica apenas lo ha tocado y él ha pegado un salto como si el diablo hubiera venido a robarle el alma. Pero lo más raro de todo es que Simon ni siquiera se disculpó con ella.

—Perdón —le dijo Sandra, totalmente confusa y avergonzada, cuando, en mi opinión, era él quien debería haberse disculpado.

Pero Simon no dijo ni una palabra. Se quedó allí parado, lo más lejos que pudo de ella, mirando al suelo, mientras Sandra se recuperaba del incidente. Si no la hubiera sostenido la otra modelo, Sandra se habría caído de morros.

Los asistentes del estudio reemplazaron las luces rotas y Simon continuó sacando fotos, pero más alejado de las modelos que antes, y evitando sus miradas a toda costa. Este tipo era raro. Rarísimo.

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