B de Bella (16 page)

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Authors: Alberto Ferreras

Tags: #Romántico

BOOK: B de Bella
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—La verdad es que ella siempre trabaja hasta tarde —dijo Christine en mi defensa.

—No me importa. No estoy dispuesta a aguantar sus groserías. ¿Quién se cree que es? ¿Se piensa que porque se ha cambiado de peinado puede hablarme en ese tono? Tan pronto como terminemos con lo de los tampones la echo a la calle.

—Pero ¿qué le vas a decir?

—Que es demasiado gorda para trabajar aquí —ladró Bonnie.

—¡No le puedes decir eso! —exclamó Christine entre risas.

—No te preocupes. Yo sé cómo quitarme de encima a estos idiotas. ¿Quién crees que lo preparó todo para echar a Miller y a Jessica? A mí nadie me va a joder, créeme —aseguró Bonnie con una risotada.

Dicen que quien ríe el último ríe mejor, pero lo que esta víbora no se imaginaba es que yo me estaba preparando para soltar una carcajada tremenda.

Esperé pacientemente hasta que Bonnie y Christine salieron del baño, pero cuando estaba a punto de irme, Mary Pringle entró de repente y me encontró con las manos en la masa, o mejor dicho, en la grabadora. Ella me miró, miró el aparato, y en milésimas de segundo entendió exactamente lo que estaba pasando.

Mary me sonrió, me guiñó un ojo y me dijo:

—Yo también tengo una de esas. Son
muy
útiles.

Yo le sonreí y no hizo falta que le explicara nada. Volví a mi mesa y guardé la grabadora bajo llave.

A eso de la una de la tarde tuve que ir a fotocopiar un par de documentos, y adivinen a quién me encontré junto a la fotocopiadora: pues nada más y nada menos que a Dan Callahan. Dan se me quedó mirando con la boca abierta, como si me hubiera presentado en tanga en la oficina. Yo le sonreí haciéndome la inocente.

—Hola, Dan.

—Hola, B.

¡Qué predecibles son los hombres! Ahora que ya no tenía ningún interés en él, Dan me miraba con cara de enamorado y con un hilillo de baba resbalándole por la barbilla. Les apuesto lo que quieran a que él esperaba que yo volviera a caer en su trampa.

Apoyado en la fotocopiadora, Dan me observaba con la actitud arrogante de quien se cree dueño de un pene con resistencia olímpica. Yo me acerqué a él con aires de seductora y cuando estaba ya tan cerca que podía oler mi perfume, le dije:

—Dan, ¿me puedes hacer un favor?

—Lo que quieras —contestó.

—Quítate de en medio, que tengo que hacer unas copias.

Dan se movió con presuntuosa lentitud, mientras me echaba unas miradas lujuriosas que daban risa.

—Gracias —susurré, coqueta.

Qué tipo tan imbécil, ¿verdad? No quería abusar de mi recién adquirida autoconfianza, pero la verdad es que este bobo se lo estaba buscando.

Mientras empezaba a hacer las copias, mi teléfono rojo empezó a sonar, y no me quedó más remedio que sacarlo de mi escote frente a Dan. Él se quedó boquiabierto —ignoro si por el teléfono o por el escote—. Haciéndome la tímida, me di la vuelta para contestar la llamada, y ese gesto fue suficiente para que se diera cuenta de que no tenía ningún interés en seguir hablando con él. De reojo lo vi marcharse, pero con la mirada clavada en mí. ¡Qué pesado!

En cuanto respondí, la Madame empezó a darme instrucciones.

—Alberto pasará a recogerte a las nueve. Tu cliente es Richard Weber. Él paga con tarjeta de crédito, pero Alberto te dará efectivo cuando salgas. Richard te va a dar un masaje, pero ten cuidado porque este tipo es un donjuán, así que trata de controlarte.

—Entendido —contesté con el tono de un agente secreto, y con una excitación que no había experimentado en años. De pronto sentía que tenía la sartén por el mango; después de tantos años atrapada en un trabajo sin futuro, saliendo con hombres sin futuro, viviendo una vida sin futuro, finalmente sentía que estaba al mando de mi destino.

—¡Ah! ¡Una cosa más! —exclamó la Madame antes de colgar—. Ve a que te hagan una buena depilación.

—¿De las piernas?

—De todo —contestó.

—¿De absolutamente todo?

—Sí. De absolutamente todo.

Ay, qué dolor.

13

Brasil ha hecho, por lo menos, dos grandes contribuciones a la humanidad: la primera es la música. La fusión de sonidos africanos, portugueses y nativos que tuvo lugar en Brasil no tiene precedentes. La mitad de mi colección de CDs es de música brasileña: Elis Regina, Gal Costa, Chico Buarque, Marisa Monte, Elza Soares, Antonio Carlos Jobim, etc., etc., etc. Puedes estar asándote en el horno más inmundo del infierno, pero en cuanto oyes dos notas de música brasileña, inmediatamente te sientes transportada a la suave y cálida arena de la playa de Ipanema, rodeada de palmeras ondulantes y bajo un sol que te acaricia la piel.

La segunda, e igualmente egregia, contribución que Brasil ha hecho al mundo es su técnica de depilación. Esta gente se ha inventado un sistema que te arranca cruelmente todos los pelos de
ahí abajo
sin que mueras desangrada. Es todo un arte.

Siguiendo las instrucciones de Madame, acudí a un centro de depilación que está atendido por chicas brasileñas, un grupo de mujeres muy divertidas, y hasta un poco alocadas, que son verdaderas maestras en este oficio. Al acelerado ritmo de una samba, Elisa, mi depiladora personal, me arrancaba las tiras de papel encerado del cuerpo mientras yo gritaba, lloraba e insultaba.

Cuando Elisa terminó, y yo yacía en la camilla tratando de recuperarme del doloroso tratamiento, noté que ella se había quedado mirando fijamente mis partes pudendas. De pronto llamó a una de sus colegas.


Ritinha, vem cá! Olha que coisa mais bonita!

Ritinha se acercó a nuestra habitación, y las dos se quedaron ahí mirando mis depilados genitales como quien mira un cuadro que cuelga en el Louvre.


Lindinha, não?
—dijo Elisa.


Dá pra tirar urna foto!
—contestó Ritinha.

Yo ya me estaba empezando a sentir bastante incómoda cuando Ritinha cogió mi mano y, con una naturalidad que solo puede tener alguien que ha depilado miles de vaginas, me dijo:


Vo`cê tem a perereca mais bonita que eu já vi
.

Yo no hablo portugués, pero entendí que Elisa y su amiga estaban elogiando la belleza de mi sexo. Este inesperado tributo vaginal me pilló tan desprevenida que instintivamente miré a Elisa con desconfianza, pero ella, sin perder un momento, se apresuró a poner un espejito entre mis muslos para que yo también pudiera admirar lo que ellas tanto elogiaban.

—Tranquila, no me hace falta mirar —dije.

Pero ellas insistieron tanto que al fin me di por vencida. Apoyándome en los codos, eché un vistazo entre mis rodillas y fue entonces cuando finalmente lo vi.

Es difícil hablar de la vagina de una misma —y no he visto suficientes vaginas ajenas como para compararla con otras—, pero he de reconocer que la mía era preciosa. Parecía una sonrisa; una fresca y rosada sonrisa vertical. Pasé un rato mirándola, apreciando sus líneas y sus proporciones, hasta que al fin me di cuenta de que era la primera vez que miraba mis propios genitales. Gracias a la insistencia de mis depiladoras brasileñas me estaba reconectando con una vieja amiga.

Me marché profundamente agradecida, dejando a Elisa una propina de veinte dólares. Luego pensé que a lo mejor tantos elogios hacia mi sexo eran una estrategia para sacar buenas propinas de las dientas, pero finalmente descarté esa idea. Prefería pensar que un comité independiente había determinado que yo tenía una vagina preciosa. Bastaba con dar las gracias, y caminar con la cabeza bien alta sabiendo que llevaba un pequeño tesoro entre las piernas.

La experiencia con las brasileñas me dio ánimos para irme de compras en una rápida pero efectiva misión. Salí de la tienda cientos de dólares más pobre, pero convencida de que mi armario por fin empezaba a estar debidamente abastecido.

No fue hasta llegar a mi casa cuando se me ocurrió que si mi cliente quería que me depilara
todo
, en algún momento de la velada yo iba a tener que mostrarlo
todo
. Inmediatamente busqué mi teléfono rojo y llamé a la Madame.

—Madame, ¿qué es lo que va a pasar esta noche? ¿Acaso ese tipo tiene planes de verme desnuda? ¿Qué es lo que quiere? Yo le dije desde un principio que nada de sexo, y ahora con esto de la depilación…

—Tranquila,
querrida
—dijo interrumpiendo mi ataque de histeria—. Este hombre es un seductor, pero nada más.

—Pero ¿va a verme desnuda o no?

—Va a darte un masaje. ¿Alguna vez te han dado un masaje?

—¡Pues claro! Muchas veces.

—¿Y estabas vestida o desnuda?

—Estaba desnuda.

—¿Lo ves? —dijo, y ya se disponía a colgarme el teléfono.

—¡Espere! —supliqué—. ¿Y qué hago si intenta sobrepasarse?

—Si él te lo pide veinte veces, tienes que negarte veinte veces… aunque te mueras de ganas por aceptar.

—¿Qué? —repliqué, ofendida—. Yo jamás aceptaría una proposición como esa. Una cosa es acostarse con un hombre del que estoy enamorada, pero ¡yo no soy una cualquiera! Jamás me acostaría con uno de sus clientes.

—Espera a conocer a este.

Y con esas proféticas palabras me dejó para atender no sé qué negocio que tenía pendiente, aunque sospecho que todo era una excusa para deshacerse de mí y mis gimoteos.

Me miré en el espejo una vez más antes de salir de mi apartamento: llevaba puesto uno de mis nuevos conjuntos, que consistía en un vestidito negro y corto con un chaquetón de gamuza gris que se ajustaba a la cintura. Me veía sexy y elegante al mismo tiempo. Además me puse un par de pendientes que encontré en una tienda
vintage
del West Village y que consistían en una cadenita de oro de la que pendía una bolita de visón. Finalmente me colgué mi amuleto de cristal virginal para que me protegiera de lo desconocido, y salí corriendo escaleras abajo a encontrarme con Alberto.

La cita era a pocas manzanas de mi casa, pero Alberto insistió en llevarme en la limusina y, naturalmente, esperarme fuera hasta que terminara. Bajamos velozmente por la Séptima Avenida oyendo a todo volumen su CD favorito de merengue, mientras yo daba bocanadas de aire para tratar de relajarme y convencerme de que era capaz de manejar cualquier reto de mi nueva profesión.

«Soy una chica del siglo XXI», me dije a mí misma. «Yo fui a una playa nudista en las Bahamas, me quité la parte de arriba del biquini en Ibiza durante una semana entera, y me he quedado desnuda delante de docenas de médicos. No me va a pasar nada por permitir que un extraño me vea desnuda».

Alberto me miró por el espejo retrovisor y me ofreció su incondicional apoyo.

—Yo estaré fuera. Si usted me necesita, solo tiene que llamarme.

—Gracias —dije, y exhalé una vez más antes de salir del coche.

Mi cliente residía en una casa de dos plantas del West Village, en una calle donde se rumoreaba que vivía Gwyneth Paltrow. Huelga decir que no se trataba de un barrio modesto.

Llamé a la puerta y Richard Weber abrió. En ese preciso instante me di cuenta de que iba a tener problemas. Serios problemas.

Richard Weber no estaba bueno. Estaba buenísimo. Se parecía a uno de los hermanos Wilson —esos dos hermanos que son famosos actores de Hollywood—. Richard se parecía al rubio, para ser exactos. Tenía los ojos azules, los labios carnosos y un cuerpo como para morirse. Era el tipo de hombre al que yo habría pagado por salir conmigo. Recordé la advertencia de la Madame: «Ese hombre es un donjuán, así que trata de controlarte». La verdad es que a este tipo le sobraban las armas para seducirme.

Bastaba con fijarse en su sonrisa, ligeramente torcida, para darse cuenta de que era un sátiro en la cama. Me imagino que yo era el tipo de mujer que le gustaba, porque me miró de arriba abajo como si apenas pudiera contener las ganas de arrancarme la ropa.

—Hoooolaaaa —dijo arrastrando las vocales—. Yo soy Riiiiichard.

—Hola, yo soy B.

La vivienda de Richard estaba decorada con el impecable gusto de un metrosexual. Era un sitio precioso, pero tenía el aire impersonal de esas casas en las que no vive nadie: demasiado limpia, demasiado organizada, demasiado… no sé, demasiado perfecta. Su casa era como él: bella, limpia y perfumada, pero, por alguna razón que todavía no entendía muy bien, ambos me daban escalofríos.

—Gracias por venir, B. Estoy estudiando masaje porque quiero, ya sabes, redondear mis ingresos…

¿Redondear sus ingresos? Qué mentira más gorda. Su casa debía de valer muchos millones de dólares, y cada silla en su salón tenía nombre y apellido. Había muebles de Le Corbusier, Marcel Breuer, los Eames… Todo auténtico, y todo carísimo.

—… Vamos, que me ayuda mucho tener a alguien aquí para practicar mis lecciones de masaje —concluyó su mentira mi anfitrión.

Luego, mirándome fijamente a los ojos, me regaló una sonrisa irresistible de esas que en el lenguaje internacional de la seducción quieren decir: «Si te descuidas, te voy a dar un revolcón que no vas a olvidar jamás».

—Tengo una mesa de masajes en el sótano. ¿Me sigues? —dijo con un guiño, y yo lo seguí, fascinada y aterrada.

Richard era como la comida de los vendedores ambulantes: siempre me dan ganas de probarla, pero cada vez que lo hago me arrepiento. Lo bueno es que no importaba lo que yo quisiera hacer: Richard era un cliente, por tanto yo tenía que hacer lo que él quisiera, y hasta donde me había explicado la Madame, lo que él quería es que yo me negara a sus avances, así que no me quedaba otra alternativa que jurar celibato.

Aferrada a mi teléfono rojo, y tratando de superar la fobia a los sótanos que me asalta desde que vi
El silencio de los corderos
, lo seguí escaleras abajo, donde una gran sorpresa me esperaba: un cuarto de juegos… pero de juegos sexuales.

—¿Qué te parece esta habitación? Yo mismo la diseñé —comentó orgulloso mientras me paseaba por su moderna cámara de tortura.

Al igual que el resto de la casa, parecía diseñada por Philippe Starck para una elegante nave espacial. Todo el cuarto estaba cubierto de baldosas negras, y tenía armarios secretos que escondían desde un equipo de música y un televisor de alta definición, hasta una extensa colección de consoladores. En medio de la habitación había una camilla cubierta con una sábana de látex rojo.

—¿Qué tal? —preguntó.

—Muy bonito —mentí, tratando de que no se notan mi espanto.

A mí el sexo me gusta tanto como a cualquiera, pero siento que alguna gente se lo toma demasiado en serio. Para ellos el sexo es como un
hobby
, como jugar al golf o coleccionar sellos. Se compran las herramientas, se suscriben a las revistas especializadas y, en algunos casos, hasta tienen una habitación especialmente diseñada para su práctica. Ese era el caso de Richard: él era todo un profesional en materia de sexo, y eso es lo que me aterraba de él.

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