B de Bella (14 page)

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Authors: Alberto Ferreras

Tags: #Romántico

BOOK: B de Bella
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Llegué, llamé a la puerta y él abrió.

Ludwig Rauscher era más joven de lo que yo pensaba, pero lord Arnfield era muchísimo más viejo de lo que yo me podía imaginar: era viejísimo, antediluviano, precámbrico. Debía de tener, por lo menos, unos ochenta y cinco años. Llevaba puesto un esmoquin, y tenía ese aire aristocrático de los que han nacido con traje y corbata.

—¡Bienvenida! —dijo con una decrépita sonrisa.

Tan pronto entré me entregó un apretado fajo de billetes, que escondí cuidadosamente en mi escote. «Si este viejecito trata de tocarme las tetas», pensé, «con un solo golpe le aparto la mano y le tiro el dinero a la cara».

Pero no hizo falta ponerse violentos porque, aunque yo empezaba a sentirme orgullosa de mi
floreciente busto
, lord Arnfield no tenía ningún interés en mis pechos. A él solo le interesaban mis partes inferiores, pero de los tobillos hacia abajo.

—Por favor, siéntese —me invitó cortésmente.

Mientras yo me acomodaba en el sofá, él encendió el aparato de música y puso una famosa canción de Marlene Dietrich titulada «Falling in Love Again».

—¿Está cómoda?

—Sí —contesté.

—Yo creo que estaría más cómoda si se quitara los zapatos —sugirió él.

En otras circunstancias yo le habría dicho: «La verdad es que no estaría más cómoda, porque mis pies apestan», pero como la Madame me dijo que no me burlara de mis clientes, le dije:

—Buena idea. —Y dejé que se arrodillara frente a mí para quitármelos.

—Seguramente le duelen los pies, después de un largo día de trabajo.

—Pues sí —contesté.

—Quizá le vendría bien que le diera un masaje.

—Pues sí —repetí, ante el hecho de no tener nada mejor que decir.

Él empezó a acariciarme los pies lenta y delicadamente. Mientras sonaba la balada de Marlene Dietrich, él los tocó y examinó como si acabaran de llegar de otro planeta. Lo hacía con una mezcla de sensualidad y curiosidad científica que me angustiaba un poco. Pero la canción terminó, y entonces empezó a sonar un tema muy distinto de un artista completamente diferente. Se trataba de «Nasty Girl» de Vanity 6, una canción que —con todos mis respetos— podría considerarse un himno a la putería. Con ese tema de fondo, la cosa se puso un poco más caliente.

Al ritmo rápido de «Nasty Girl» se aceleraron sus movimientos y aumentaron en intensidad. Ahora levantaba mis pies, se los llevaba a la cara y empezaba a olerlos sin pudor. Metía la nariz entre mis dedos y aspiraba profundamente. Yo me moría del asco, pero me empezaron a dar espasmos de placer. El suave tacto de sus manos me hacía cosquillas, e involuntariamente empecé a reírme, cosa que a él le encantó y le hizo gemir y jadear. Mientras más me reía, más jadeaba ese hombre, y mientras más jadeaba él, más miedo me daba que sufriera un ataque al corazón y que se muriera con la nariz enterrada en mis pies.

Comencé a sentir pánico, primero porque no sabía qué le diría a la policía si lord Arnfield se me moría en pleno masaje, pero, además, porque esta escena con mis pies me estaba empezando a excitar.

Cerré los ojos, pero fue peor, porque si no lo miraba me excitaba aún más. Entonces abrí los ojos y fue cuando me di cuenta de que lo que me excitaba no era él como hombre, sino su fascinación por mí. La idea de que alguien pudiera disfrutar tanto de la parte menos limpia y atractiva de mi cuerpo era un poderoso afrodisíaco que jamás había experimentado. No tenía ningún interés en meterme en la cama con este hombre, pero el hecho de que él gozara tanto con mi cuerpo, y de una manera tan inesperada, hacía que mi corazón latiera a toda velocidad. Finalmente decidí disfrutar de la experiencia y cerré los ojos para fantasear con que estaba en una zapatería atendida por jugadores profesionales de fútbol.

De la nada, lord Arnfield sacó una caja de una elegante tienda de ropa para caballeros y, abriéndola, reveló una amplia colección de calcetines para hombre.

Así como lo oyen. Calcetines para hombre. Ni medias de seda, ni pantis de nailon, ni calcetines de colegiala: mi noble inglés empezó a sacar calcetines de poliéster y de algodón de los que usan los hombres para ir a la oficina, y se puso a probármelos uno por uno. Cada vez que me ponía un nuevo par, le daba un espasmo que solo era superado por el siguiente. Su respiración se volvió más intensa y más pesada, y mientras me probaba un par de calcetines blancos para jugar al tenis, le dio un tembleque y se desplomó a mis pies.

Antes de que yo pudiera llamar a una ambulancia —y créanme que estaba a punto de hacerlo—, él se levantó con una sonrisa, se tapó la ingle con la caja de calcetines, y me condujo a la salida.

—Señorita —dijo antes de que saliera—, ¿usted no tendría por casualidad un par de zapatillas de deporte usadas que esté pensando tirar a la basura?

—Pues sí —contesté, acordándome de un par para ir al gimnasio que estaban a punto de desintegrarse.

—Yo estaría sumamente interesado en comprárselas.

—No se preocupe, no me las tiene que comprar, yo se las regalo.

—De ninguna manera, insisto en pagárselas. ¿Podría mandar a mi chófer a buscarlas?

—No se preocupe, yo las mando con el mío —dije, pensando en Alberto—. Con tal de que usted le dé una propina, creo que él lo hará encantado.

—Naturalmente. Muchísimas gracias.

—De nada —contesté. ¿Qué otra cosa podía decir?

Caminé por los largos pasillos como si fuera un zombi. No me sentía sucia, no me sentía culpable, pero me sentía terriblemente confusa. No hubo nada de sexo —tal y como la Madame me había prometido—, pero definitivamente hubo algo sensual en ese intercambio.

—¿Está usted bien, señorita B? —me preguntó Alberto.

Una parte de mí se sentía avergonzada de lo que acababa de pasar, pero otra parte estaba loca por contárselo a alguien, así que me incliné sobre la ventana que comunicaba el asiento de atrás con el de delante y me puse a hablar con mi chófer.

—Oye, Alberto… ¿Qué sabes de este tipo con el que he estado?

—¿Quién? ¿Lord Arnfield?

—Sí, ese.

—¡Ah…! —dijo Alberto con una sonrisa—. He oído algunas historias sobre él.

—Pero ¿qué le pasa a ese hombre? ¿De dónde le viene esa obsesión que tiene?

—Perdone, señorita B, pero la Madame no me deja hablar de los clientes —se disculpó Alberto.

—Entiendo, entiendo… Lo que pasa es que no comprendo esa fijación que tiene con los pies. ¿Puedes creer que quiere comprarme los zapatos que uso en el gimnasio? Por cierto, ¿si te doy veinte dólares se los podrías llevar? Él me prometió que te va a dar una propina.

—No se preocupe, es parte de mi trabajo, yo se los llevo y luego le traigo el dinero que él le quiere pagar —contestó Alberto.

—¡No quiero que me pague nada! ¡Es un par de zapatos viejos, por Dios! Yo no le puedo cobrar por eso a este hombre. Sería una locura.

Alberto me miró detenidamente por el retrovisor y me dijo con un suspiro:

—Usted debe de ser muy buena persona, porque es la primera chica que sale de ahí sin tratar de exprimir a ese viejo millonario.

—¿Qué más le voy a sacar si me acaba de entregar un fajo de billetes por darme un masaje? Lo mínimo que puedo hacer es regalarle unos zapatos que estoy a punto de tirar a la basura. ¿No te parece irónico que este hombre sea un noble inglés, cuando nada le haría más feliz que trabajar en una zapatería?

Alberto, a pesar de las órdenes de la Madame, se moría por hablar, y lo vi mordiéndose el labio hasta que finalmente se encogió de hombros y dijo:

—Hay gente que tiene tanto dinero que no sabe qué hacer con él. En Santo Domingo nunca vi esas cosas. Allí si quieres divertirte te vas a bailar, te tomas unas copas, sales con tus amigos. Yo nunca conocí allí a nadie a quien le gustara oler zapatos viejos. Pero a mí me gusta que me respeten y por eso yo siempre trato de respetar a los demás. Cada loco con su tema.

—Cada loco con su tema —repetí, dándole la razón.

Cuando llegamos a mi apartamento, Alberto aparcó en la puerta para esperar a que yo subiera a buscar mis zapatos viejos. Cuando se marchó, aproveché para darme otro baño, esta vez con los pies dentro de la bañera. Los limpié y los exfolié con un cariño que jamás he sentido por ninguna parte de mi cuerpo. Miré los dedos de mis pies con curiosidad, tratando de entender la fascinación que ese aristócrata sentía por ellos, y minutos después, acostada en la bañera,
me toqué
. Sí, me toqué ahí abajo —ya saben dónde—. Pero lo más interesante es que, por primera vez en mi vida, mi fantasía no era un hombre. Esta vez solo pensé en mí. Yo era el objeto de mi propio deseo. Quizá les parecerá una locura, pero lo que me excitaba era pensar en el incontrolable frenesí con el que lord Arnfield me tocaba. Me alegré de haberle regalado mis zapatos. Él me había hecho un regalo aún mayor.

Esa noche dormí como un bebé. No fue hasta el día siguiente, al ir al banco a depositar el dinero en la cuenta de la Madame, cuando me di cuenta de que lord Arnfield me había pagado casi dos mil quinientos dólares por el privilegio de darme un masaje en los pies.

Qué locura, ¿no?

12

El día siguiente pasó veloz como una ráfaga de viento. No me acuerdo de lo que hice en la oficina, pero de lo que sí me acuerdo es de que a la hora de comer me fui a la pedicura para que me arreglara los pies; luego pasé el resto de la tarde mirándomelos.

Bonnie me llamó ocho veces preguntando por ocho cosas distintas que ya tenía en su mesa. Seguramente esperaba que yo saliera corriendo a buscárselas, pero las ocho veces le dije exactamente dónde las podía encontrar sin levantarme de mi silla. Acto seguido volví a mis pies. Christine pasó por mi sitio y pareció sorprenderse por mi nivel de introspección. Quizá se dio cuenta de que
la mula
estaba cansada de trabajar para Bonnie. No soy el tipo de persona a la que le gusta aprovecharse de su trabajo —no soy de las que cobran su cheque cada dos semanas pero se pasan la tarde mirándose las uñas de los pies—, pero me bastaba con recordar las palabras de Bonnie burlándose de mí en el baño para justificar un par de horas de ocio en la oficina.

La Madame me llamó un poco más tarde de lo que esperaba con nuevas instrucciones y un nuevo cliente.

—Alberto te irá a recoger a las nueve de la noche para llevarte al almacén del señor Akhtar —explicó—. No comas nada durante dos horas antes de la cita, y no te pongas nada de maquillaje.

—¿Por qué?

—Ya lo verás.

—Pero ¿qué es lo que le gusta hacer a ese hombre? —pregunté con un morboso sentimiento de culpa que se estaba volviendo más adictivo que la heroína.

—Tranquila,
querrida
, él te lo va a dejar claro. Lo único que te va a pedir es reciprocidad.

—¿Reciproqué?

—Reciprocidad: lo que él te haga, luego se lo tienes que hacer tú a él.

—Pero, Madame, usted me dijo que nada de sexo.

—¡Ay, deja ya la paranoia! —contestó, y con la excusa de que tenía que atender sus negocios, me colgó, dejándome muerta de curiosidad durante las ocho horas que faltaban para mi cita. ¿Qué querría hacer este hombre conmigo? ¿Por qué pedía que fuera a nuestro encuentro desmaquillada y con el estómago vacío?

Esa noche, Alberto me llevó a Brooklyn. Fuimos a una zona industrial que, de día, debía de ser muy activa, pero de noche parecía abandonada. No había ni casas, ni tiendas, ni apartamentos en muchas manzanas a la redonda; era el lugar perfecto para la escena de un crimen en una película de mafiosos. Yo tenía un poco de miedo, pero Alberto me tranquilizó. Como siempre, él me esperaría hasta que todo terminara.

—¿Y qué será lo que le gusta a este tipo? —pregunté a Alberto tratando de disfrazar mi miedo con aires de mujer de mundo.

—La verdad es que no lo sé. Nunca lo he visto y las chicas nunca hablan de él cuando salen.

Solté un profundo suspiro que revelaba mi ansiedad, y Alberto, para calmarme, me hizo una propuesta.

—¿Le apetece escuchar un poco de música?

—Sí, claro.

—¿Le gusta la bachata?

—¡Me encanta la bachata!

Mi amiga Zulay dice que la bachata es la música más comestible de Nueva York, porque cada vez que entras en uno de los típicos
delis
dominicanos que hay en el East Village te reciben las agudas notas de una guitarra bachatera.

De modo que mientras Alberto cantaba al unísono con Monchy y Alexandra —su dúo bachatero favorito—, yo cerré los ojos en el asiento trasero para intentar tranquilizarme.

Aparcó frente a lo que parecía un almacén industrial, y señaló una pequeña puerta que estaba junto a la zona de carga para camiones. Caminé hasta esta puerta y llamé dos veces, hasta que el señor Akhtar me abrió.

Akhtar era hindú, de unos cincuenta años, tenía un grueso bigote y un largo mechón de pelo que le crecía por detrás de una oreja, y que él se peinaba con gomina para taparse la calva.

—Hola, soy B —dije.

—Hola —contestó él con una vocecita casi inaudible y tratando de evitar mi mirada a toda costa.

Ese «hola» fue lo primero y lo último que le oí decir. Mirando al suelo, como avergonzado, me hizo un gesto con la mano para que pasara al almacén.

Al entrar descubrí que se trataba de una fábrica de ropa en la que había hileras e hileras de máquinas de coser, y cientos de vestidos de lentejuelas colgados en percheros rodantes, listos para ser enviados a las tiendas. Sospecho que el tímido señor Akhtar era el dueño de ese lugar.

Mi amigo Hugo, que trabaja en moda, me había explicado que, una vez que un diseñador termina de hacer un vestido, lo manda como prototipo para que lo reproduzcan masivamente. Es en fábricas como esta, me imaginé, donde esos elegantes vestidos se manufacturaban.

El señor Akhtar me condujo hasta un rincón del taller, y retiró una tela que cubría un enorme objeto. Pensé que iba a descubrir una pieza de maquinaria industrial, pero resultó ser un fabuloso espejo biselado de tres cuerpos, al estilo Art Nouveau. Mientras yo admiraba su delicado marco de madera labrada, el señor Akhtar desapareció por un instante para luego reaparecer con una silla y una caja de herramientas. Me invitó a sentarme y luego abrió la caja, que contenía un kit profesional de maquillaje.

Sin intercambiar una palabra comenzó a maquillarme con maestría. Claramente sabía lo que hacía, y me atrevería a asegurar que lo había hecho profesionalmente. Akhtar trabajaba rápido y con determinación y, aunque yo no podía ver lo que estaba haciendo, a juzgar por los brochazos que me daba y por la manera en que usaba el delineador, me dio la impresión de que, más que maquillarme, estaba dibujando algo sobre mi rostro. Me aplicó tanto rímel en las pestañas que sentí como si me las hubiera alargado por lo menos tres centímetros.

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