B de Bella (28 page)

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Authors: Alberto Ferreras

Tags: #Romántico

BOOK: B de Bella
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—Felicidades —dijo con tono seductor.

Yo estaba concentrada en lo que hacía y tratando a un tiempo de entender por qué tenía ese misterioso guisante clavado en la espalda, así que lo último que tenía ganas de hacer era conversar con Dan.

—Gracias —dije sin darme la vuelta.

Fue entonces cuando, en una innecesaria demostración de la más pura estupidez masculina, me soltó la siguiente frase:

—¿Por qué no vamos a tomar una copa para celebrarlo?

Qué cara tan dura tenía este tipo. Yo me detuve durante una milésima de segundo, lista para mandarlo a la mierda —que es exactamente lo que se merecía—, pero algo me detuvo: repentinamente sentí el pinchazo del guisante en la espalda, y la desagradable sensación de confirmar que me estaba convirtiendo en una arpía como Bonnie. Disimulando mis recién adquiridas garras, traté de contestar sin ironía ni sarcasmo.

—Lo siento Dan, pero no puedo salir contigo.

Obviamente Dan era de los que no escuchan lo que no quieren oír, porque me salió con otra estupidez.

—Si no puedes hoy, lo haremos mañana —ordenó.

Yo le estaba diciendo que no con la cabeza, pero él no me veía porque lo daba por hecho y ya lo estaba anotando en su BlackBerry. Estaba tan convencido de que su propuesta era irresistible que empezó a darme instrucciones para el encuentro.

—Pasaré a recogerte a las ocho. Podemos comer algo ligero en…

Me vi obligada a interrumpirlo.

—Dan. No me has entendido: es que no quiero salir contigo.

En este punto tengo que aclarar una cosa: nunca me he acostado con Dan, y estoy segura de que nunca lo haré, pero o él tiene la polla enorme, o está convencido de que la tiene, porque me miró incrédulo, como si salir con él fuera la fantasía húmeda de cualquier mujer. Rápidamente pasó de la incredulidad a la ira, y posteriormente al sarcasmo.

—Pero ¿qué te pasa? ¿Estás mal de la cabeza?

—Nunca he estado mejor de la cabeza —contesté, sabiendo que mis palabras eran más profundas de lo que él podía imaginar.

Dan apretó los labios y finalmente murmuró:

—Bueno, pues felicidades de nuevo.

—Gracias otra vez —contesté, y seguí con lo que estaba haciendo. No es por hacerme la magnánima, pero, cuando al final se fue, honestamente le deseé que encontrara una novia que aguantara sus delirios narcisistas.

Cuando me disponía a llenar los armarios —y a reanudar la biopsia de mi guisante—, Lilian entró en mi despacho al borde de un ataque de nervios.

—B, tenemos que hablar ahora mismo.

—¿De qué?

Lilian cerró la puerta —menos mal que finalmente tenía una oficina con puerta—, y usando el tono de voz más melodramático que pudo, dijo:

—Hice una búsqueda en Google y descubrí que a tu amiga, esa tal Natasha Sokolov, la llaman
la Madame Rusa
. ¿Sabías que ha estado en la cárcel?

«¡Ay, Dios mío!», suspiré. Y, citando la expresión favorita de mi tía Carmita, añadí: «Ahora sí que le cayó mierda al piano».

26

Algunas cosas es mejor no saberlas.

Permítanme que les recuerde un episodio de su propia infancia: siendo apenas niños, estaban corriendo en el patio o en el jardín y su madre les dijo algo así: «Cuidado, que te vas a caer». Y, como por arte de magia, se tropezaron y se cayeron, ¿verdad? Todo ocurrió tal y como mamá había predicho.

¿Será que las madres tienen poderes psíquicos? Es posible, pero esa no es la razón de que se cayeran. Se cayeron porque de pronto se dieron cuenta de que
se podían caer
.

Todos los niños hacemos estupideces. Recuerdo que una vez en Miami, tratando de impresionar a los amigos de mi prima Virna, me puse a caminar por la cornisa de un edificio de veinte pisos. Qué locura, ¿verdad? Ni siquiera se me pasó por la cabeza que una ráfaga de viento pudiera hacerme caer. Si mi madre hubiera estado allí, seguramente me habría gritado: «¡Te vas a caer!», y yo ya no estaría aquí contándoles esta historia. Lo único que quedaría de mí sería un cráter en el asfalto, y un puñado de familiares que dirían:

—¡Pobrecita, tenía toda la vida por delante!

—¡Y era tan simpática!

—Gordita, sí, pero bastante simpática.

—Y ¿por qué saltaría de ese edificio?

Y desde mi tumba yo estaría gritando:

—¡No salté! Me caí porque la boba de mi madre me advirtió de que me podía caer.

Esto era lo que yo pensaba mientras Lilian me conducía a la consabida esquina de los fumadores para infundirme una terrible dosis de sentido común. Estoy segura de que ella pensaba que hacía lo correcto, pero yo no tenía ninguna gana de escuchar sus advertencias porque no hay nada más efectivo que el sentido común para arruinarle a una la diversión.

Lilian estaba tan alterada que tuve que llevármela hasta el parque de enfrente para que pudiéramos discutir mi carrera criminal con algo de privacidad. Nos sentamos en un banco, nos pusimos a hablar y, no sé exactamente cómo, llegamos a un punto de la discusión en el que me oí defendiendo a la Madame con la siguiente frase: «Por Dios, Lilian, hasta Lindsay Lohan ha estado en la cárcel». Sí, ya sé que era un argumento bastante endeble, pero eso fue todo lo que se me ocurrió. Además, era cierto que arrestaron a la Madame en el pasado pero, tal y como ella misma había confesado aquella lejana tarde en Coney Island, no habían podido demostrar nada.

Pero para Lilian, el hecho de que, aun sabiendo esto, yo hubiera aceptado unirme a su agencia de
reconfortadoras profesionales
era un signo inequívoco de que había perdido la cabeza y de que necesitaba un psiquiatra con urgencia. No me cabe duda de que Lilian estaba honestamente preocupada por mí, pero en ese momento sentí que lo que quería era aguarme la fiesta.

—¡Basta de excusas, B! ¡Me has ocultado todo esto porque sabes perfectamente que yo jamás te habría permitido cometer esta locura!

Yo apreciaba su preocupación, pero su tono condescendiente me sentó como una patada en el estómago, de modo que, en un intento de evitar una pelea, decidí darle la vuelta a la tortilla.

—Lil, precisamente fuiste tú quien me dijo aquí mismo —de hecho, fue allí, donde están los ceniceros— que la razón por la que me había sucedido lo de Bonnie y lo de Dan, y lo de mis pantalones rotos, era para que yo aprendiera algo, y que nada sucedía por casualidad, y…

—¡Pero lo que no pensaba es que te ibas a poner a trabajar en un burdel!

Cuando oí esas palabras noté que mi presión arterial se desplomaba y un amargo sabor a bilis me inundaba la boca. No tenía un espejo a mano, pero sospecho que debí de quedarme pálida como un inodoro.

—Lilian, empieza por bajar la voz —logré decirle sin estrangularla.

Tienen que entenderlo: una cosa es
ser una prostituta
, pero otra cosa muy distinta es que te lo vengan a llamar en público. Hay miradas que matan, pero hay palabras que fulminan. Me sentí arrinconada, atacada, juzgada, y en lo profundo de mi mente empezaron a sonar las palabras de mi tía Fronilde: «Si no quieres que la gente se entere de lo que has hecho, ¡entonces no lo hagas!», pero ya era demasiado tarde para seguir ese consejo.

Por una parte quería mandar a Lilian a la mierda, por otra quería que entendiera mis razones, pero la prioridad en ese momento era hacer que bajara la voz para evitar rumores perfectamente bien fundados. Lo último que yo necesitaba era que esta china histérica gritara mis intimidades enfrente de la oficina, así que, tratando de mantener la compostura, respiré hondo y le susurré:

—Todo lo que puedo decirte es que sí, que he trabajado para la Madame, pero no he hecho nada ilegal, y no me he acostado con nadie.

—No te has acostado con nadie
todavía
, pero ese es el próximo paso —contestó como si me lanzara una maldición desde lo alto de una montaña.

—Lilian, no tienes ni la más remota idea de lo que estás hablando. Estos tipos me pagan simplemente para que pase un rato con ellos.

—¿Te pagan? —exclamó con un tono tan agudo que era casi inaudible para los oídos humanos—. ¿Tú te estás oyendo? ¡Te has convertido en una puta!

Fue entonces cuando finalmente me entraron ganas de matarla. La miré a los ojos y, alzando mi ceja izquierda como si fuera un puñal a punto de ser clavado, le solté dos frases para ponerla en su sitio.

—Mira, Lilian: los hombres pagan por estar conmigo, y pagan por estar contigo. ¿Está claro? Tú y yo somos exactamente iguales, de modo que no te hagas la santa.

—¿Qué? —dijo poniéndose la mano en el pecho como si fuera una dama de la alta sociedad a punto de desmayarse.

—Así como lo oyes. Tú te pasas la vida saltando de cama en cama y ni siquiera los miras a la cara. Lo único que te importa es su dinero.

—¡Eso no es verdad! —contestó al borde de las lágrimas.

Y entonces le di una patada verbal que hasta a mí me dolió.

—¡Ay, Lilian, no te hagas la inocente! Siempre estás buscando un novio que tenga el coche más caro, el rabo más grande o la billetera más gorda que el anterior.

Lilian se puso a llorar en silencio y yo me puse a llorar también. Sentí vergüenza por lo que le había dicho. Traté de ponerle la mano en el hombro, pero ella se la sacudió de un manotazo. Su gesto me hizo entender cuánto la había herido, y entonces, poniéndome la mano derecha en el corazón, le dije:

—Perdóname, Lilian. No debí decirte eso. Me siento confusa, feliz y aterrada al mismo tiempo. Pero lo más importante es que he aprendido a quererme más en un par de semanas haciendo esto que en todos los años que he estado yendo al psicólogo.

Ella siguió llorando calladamente, mientras yo hablaba. Pensé que la única manera de que me entendiera era haciendo que se pusiera en mi lugar, así que decidí contárselo absolutamente todo.

—Lil, siempre te he tenido envidia. Te quiero, pero me das envidia, no puedo evitarlo. Cada vez que salimos juntas y todos los hombres corren detrás de ti y nadie me mira a mí… yo… yo me siento horrible. Estos hombres que he conocido gracias a la Madame han hecho que me sintiera sexy, guapa, deseada. Algunos son jóvenes, otros son viejos, algunos son guapos y otros son feos, pero gracias a ellos he abierto los ojos, y he descubierto que yo también tengo mi público, ¡y eso es algo que yo no sabía!

Lo más curioso es que, mientras le contaba esto a Lilian, pasó un tipo guapísimo que me echó una de esas miradas que atraviesan siete pares de bragas. Era tan obvio que me miraba a mí y no a Lilian que hasta ella tuvo que reconocer que había un cambio en mí.

—Pero B, yo siempre te he dicho que eres guapa —dijo.

—Sí, lo sé, pero nunca antes lo había sentido. Y gracias a la Madame estoy viendo la vida de una manera completamente distinta. Yo necesitaba hacer esto, necesitaba conocer a estos hombres, necesitaba saber que había hombres dispuestos a pagar una fortuna por darme un masaje… ¡o por olerme los pies!

—¿Olerte los pies? —replicó con cara de asco—. ¿Es eso lo que hacen?

—Sí —contesté con un suspiro—, algunos hacen eso.

En ese momento Lilian me cogió una mano y la estrechó entre las suyas.

—Quizá es cierto que yo he tenido más pretendientes que tú, pero las dos tenemos los mismos problemas. ¿Sabes lo que me pasa a mí? Que si a la primera me acuesto con ellos, no me vuelven a llamar, pero si no me acuesto con ellos, entonces tampoco me llaman —confesó—. ¿De qué me sirven tantas atenciones y tantos pretendientes si al final no me puedo quedar con ninguno? Yo no necesito cientos de hombres. Yo solo necesito uno. A mí me buscan porque estoy flaca —continuó Lilian—, y a ti te buscan porque estás gorda… entonces, ¿cuál es la diferencia? Ellos solo están mirando el exterior, y si de una cosa estoy segura es de que nunca voy a encontrar el verdadero amor con alguien que solo está interesado en mi apariencia. Yo quiero amor de verdad. ¿Qué es lo que quieres tú? ¿Citas? ¿Amantes? ¿Aventuras de un sábado por la noche? ¿Qué es lo que realmente quieres?

Yo me quedé pensando un momento y finalmente contesté:

—Yo quiero uno de esos amores que duran hasta el domingo.

Me imagino que Lilian también conocía esa vieja canción, porque me sonrió y me dio un abrazo.

Ella estaba en lo cierto. Ahora que tenía la capacidad de sentirme atractiva y deseada, me quedaban dos opciones: ir de un hombre a otro, regodeándome en sus atenciones, o usar mis encantos para encontrar al hombre que pudiera hacerme feliz. Y aunque lo primero sonaba tentador, no podía seguir mintiéndome. Al igual que Lilian, yo quería un amor de verdad.

—Sí —dije—. Quiero un amor de verdad.

—Entonces es hora de que te atrevas a buscarlo.

—Pero es que me da miedo el rechazo —confesé.

—El miedo es lo opuesto al amor —afirmó Lilian, repitiendo el mismo consejo que me había dado la Madame.

Esto había que meditarlo.

27

Ese viernes había sido el más agitado de toda mi vida. Pero todavía faltaba lo más emocionante: mi primera cita de verdad con Simon.

Ya casi había terminado de arreglarme cuando me llamó la Madame.

—¿Sigues pensando en acudir a esa cita? —preguntó.

—¡Pues claro! Me estoy vistiendo en este preciso instante. ¿Por qué?

—Por nada. Solo quería asegurarme de que sabes lo que haces, y de que no vas a meter la pata. No quiero que salgas herida de todo esto.

Pero ¿qué le pasaba a esta mujer? ¿Por qué quería arruinarme la fiesta? Yo, que estaba en la gloria, que había triunfado sobre mi diabólica jefa, que acababa de recibir un ascenso; yo, que finalmente estaba arriesgándome a tomar la iniciativa con el hombre que amaba… ¿Por que venía ella a llenarme de dudas, ahora que yo me sentía más segura de mí misma que nunca?

—Sé lo que estoy haciendo. No voy a salir herida de esto —dije para tranquilizarla.

—Si tú lo dices… —contestó con mal disimulado escepticismo—. Pero, cuéntame, ¿qué ha pasado en la oficina?

En pocas palabras le relaté mi victoria sobre la arpía.

—Es genial, ¿verdad? —finalicé, esperando que la Madame aplaudiera mi coraje.

—Esto no tiene nada de genial. Todavía estás trabajando para esa loca, que ahora te odia más que nunca y que hará lo que sea para destruirte.

—Si trata de hacer algo contra mí, acudiré al departamento de recursos humanos.

—¡Por favor! Todo el mundo sabe que los de recursos humanos solo tienen recursos para ser inhumanos —dijo—. El trabajo de ese departamento es proteger a tu jefe, no a ti. Lo único que les interesa es tratar de prevenir demandas y juicios. De aquí en adelante van a copiar tus
e-mails
, van a escuchar tus llamadas y van a hurgar en la papelera de tu oficina hasta que encuentren una excusa para echarte, y si no la encuentran, seguramente se la van a inventar. En el mejor de los casos te concederán un falso ascenso en otra ciudad o en otro departamento para que sea tu nuevo jefe el que te eche.

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