El día pasó volando: hice las llamadas a los cazatalentos y trabajé en algunos detalles de la campaña de los tampones, pero no le dije a nadie que me iba de la empresa. Simplemente disfruté de mi nueva libertad en silencio.
Esa tarde acudí al gimnasio con renovado entusiasmo. Me cambié de ropa y me subí a la cinta, pero justo antes de empezar, miré hacia el estudio de danza al otro lado de la calle, y vi a las chicas estirándose antes de la clase de ballet.
¿Por qué no me atrevía a cruzar la calle? ¿Por qué no podía meterme en una clase de ballet sin miedo a mostrar mis kilos? Las palabras de la Madame resonaron en mi cabeza: «Lo que los demás opinen de ti no es asunto tuyo».
En cuestión de segundos recogí mis cosas y crucé la calle en dirección al estudio de danza. Si no me daba vergüenza que un lord inglés me oliera los pies, no sé por qué debía darme vergüenza ser la única gordita en una clase de ballet, aunque las tablas se hundieran bajo mis pies. Ya no me importaba lo que pensaran los demás. No me importaba ni eso ni nada.
Pagué por la clase en la recepción, y caminé por el pasillo hasta el salón de ballet, pero al llegar, me di cuenta de que enfrente de la clase de ballet impartían una ruidosa clase de salsa. Dos alumnos habían salido hasta la puerta para tomar aire. Yo me asomé, e inocentemente les pregunté:
—¿Qué tal la clase? ¿Divertida?
—Mucho, lo malo es que no hay suficientes mujeres y tenemos que esperar turno para bailar. Oye, ¿por qué no entras?
—La verdad es que no soy muy buena bailarina de salsa.
—¿De dónde eres? —preguntó uno de los chicos.
—Cubana.
—No hay cubana que no sepa bailar salsa. ¡Vente!
Yo miré la clase de ballet por un momento, y luego miré la clase de salsa. En la clase de ballet uno baila con un espejo. En la clase de salsa uno baila con otro ser humano. La verdad es que yo estaba harta de espejos, y harta de bailar sola.
—¡Venga! ¡Vamos a bailar! —dije, y entré en la clase de salsa con ellos.
La profesora era una mujer encantadora llamada Caridad. Ella había sido primera bailarina del Ballet Nacional de Cuba, pero a pesar de su formación clásica, prefería dar clases de salsa. Según ella, el mundo necesitaba más diversión y menos disciplina.
Empezamos con una rumba que se llama «Yayabo», luego bailamos los éxitos de Rubén Blades y Willie Colón, y algunos clásicos de Johnny Pacheco. La clase terminó con La Lupe, pero no con uno de sus temas de despecho, sino con una canción divertidísima llamada «Besitos pa' ti».
Yo bailé como una loca, y es que bailar en pareja es casi tan bueno como el sexo en pareja. Quizá hasta mejor. Cuando eres capaz de coordinar tus movimientos con la música y con los de tu compañero, es como si estuvieras en total armonía con el universo.
—Los martes vamos todos a bailar merengue a un club dominicano del Lower East Side —dijo uno de los chicos que conocí en el pasillo—. ¿Quieres venir?
Claro que quería ir. Intercambié teléfonos con todos y les prometí que nos veríamos pronto. Qué curioso, cuando te sientes fuerte y feliz todo el mundo quiere estar contigo, pero cuando te sientes débil y necesitada la gente no se atreve a acercarse.
Iba yo pensando en esto y caminando hacia el metro cuando pasé junto al mendigo ese que siempre me insultaba. Cerré los ojos, lista para escucharle gritarme: «¡Oye, gorda! ¡Dame un dólar!», pero entonces ocurrió algo que yo jamás habría imaginado. Resulta que el mendigo me gritó otra cosa muy distinta.
—¡Qué culo más sabroso!
Yo me ruboricé, naturalmente, porque aunque se trataba de un elogio, era considerablemente vulgar, pero finalmente me acerqué y le di un dólar.
—Gracias, belleza. Oye, ¡dame tu número!
Debo de haber cambiado mucho, porque aunque ese hombre era un borracho bastante asqueroso, me reí de su ocurrencia cubriéndome la boca como si fuera una tímida
geisha
, y seguí mi camino con una sonrisa que apenas me cabía en la cara. Cuando fui a guardar el monedero me di cuenta de que una lucecita roja titilaba en el fondo de mi bolso. Era el teléfono de la Madame —había olvidado devolvérselo—. Al abrirlo encontré un mensaje de texto:
«POR FAVOR, HABLEMOS. POR FAVOR. SIMON»
.
Mi corazón empezó a latir tan rápido que me faltó el aire. Sostuve el teléfono contra el pecho, y me sentí confusa y aliviada al mismo tiempo. Entré en el metro para volver a casa y, sentada durante el trayecto, aproveché para organizar mis ideas.
Una parte de mí sentía vergüenza y resentimiento hacia Simon, pero la otra se sentía complacida por su insistencia.
Quizá quería disculparse, darme un apretón de manos y mandarme a casa con una frasecita como: «Perdona por el malentendido, no pretendía insultarte». En otras circunstancias eso me habría complacido, pero aunque él reconociera que dejarme ese cheque había sido un insulto, había un problema mayor: desde mi punto de vista, yo había hecho el amor con el hombre que amaba; desde el suyo, él se había acostado con una prostituta. Esto constituía un gravísimo desencuentro que yo no me sentía capaz de superar.
Por otro lado, no me sorprendería que Simon quisiera hacer las paces para poder contratarme de nuevo; después de todo, ese hombre era incapaz de pegar ojo si yo no estaba sentada a su lado. Pero si él tratase de contratarme de nuevo me destrozaría el corazón.
Quizá lo mejor era olvidarme de Simon antes de que la situación empeorara. Quizá debía alejarme de él, igual que me alejé de Bonnie. No nos olvidemos de que este tipo era un neurótico que me pagaba por sentarme a cuarenta y dos centímetros de una almohada. Quizá ese era solo uno de sus muchos y retorcidos fetiches. Quizá era solamente la punta del iceberg.
«Pero… ¿y si él siente por mí lo mismo que yo siento por él?», me pregunté. Y… ¿cómo podía saber lo que Simon sentía si no volvía a hablarle?
Mientras iba en el metro atormentada por estos pensamientos, decidí aclararme la mente escuchando más canciones de despecho en el iPod. Por pura casualidad, el primer tema que sonó era una antigua canción mexicana que Linda Ronstadt había grabado muchos años atrás, titulada «Pena de los amores».
En medio de la multitud del abarrotado vagón, esa vieja canción me dijo exactamente lo que yo necesitaba oír:
Qué pena de las palabras que se callaron,
y aquellas que, pronunciadas, están perdidas…
Qué pena de algunos besos que no se han dado,
y aquellos labios dispuestos, pero a escondidas…
Qué pena de los amantes que se dejaron,
sin darse siquiera un beso de despedida…
¿Cómo podía dejar a Simon sin darle siquiera un beso de despedida, sin decirle lo importante que había sido para mí, sin decirle que, aunque lo nuestro no había funcionado, él no era simplemente un cliente más, que él no era un hombre cualquiera que había pasado por mi vida?
Mientras me hacía estas preguntas, el anciano que tenía sentado a mi lado se quedó dormido sobre mi hombro, y yo no pude sino reírme en silencio. Al parecer, yo tenía el don de hacer que la gente se pusiera a dormir.
Pero entonces noté la cosa más extraña del mundo: al otro lado del pasillo había una chica más o menos de mi talla, y una rubia delgada que estaba junto a ella se había dormido sobre su hombro; y a un par de metros de mí, había un señor bastante gordo que tenía a un adolescente durmiendo sobre su hombro, y más allá había una ampulosa señora con una niña de unos diez años roncando a su lado.
Inmediatamente me puse a hurgar en mi bolso hasta que encontré la cinta métrica que llevaba para situarme en el sofá de Simon. Con ella medí el ancho de los asientos del tren.
Todos medían exactamente cuarenta y dos centímetros.
En la universidad tuve un profesor que había sobrevivido a un campo de concentración nazi. Un día en clase, sin ninguna justificación, empezó a hablarnos de su vida y nos hizo la confesión más impactante que he oído jamás: el día en que lo liberaron sintió mucha tristeza… porque no se quería ir.
Para un niño como él, los horribles barracones en los que había vivido se habían convertido en un hogar; el único hogar que él había conocido.
Quizá todos los seres humanos somos así; quizá somos capaces de encariñarnos con todo lo que se vuelve familiar, incluso la celda donde estamos prisioneros. Quizá por eso, aunque la odiamos y soñamos con escapar de ella, el día en el que finalmente nos abren la puerta… no queremos salir.
Yo conozco mi celda muy bien; es un lugar donde me siento como una víctima, un lugar donde mi autoestima está basada en los comentarios que hace la gente que no me quiere; un lugar donde todo lo que veo y oigo confirma mis peores sospechas sobre mí misma. No me sorprendería que la celda de Simon fuera un lugar donde le aterra buscar calor y contacto humano.
Podemos inventarnos un millón de teorías para justificar por qué Simon necesitaba sentarse junto a un cuerpo adiposo para sentirse reconfortado —puede haber sido por una infancia traumática, por una madre ausente, por un amor no correspondido—, pero por más que tratemos de averiguarlo, nunca lo sabremos a ciencia cierta. Sin embargo, podríamos sentarnos a especular durante un rato…
¿Quieren que especulemos durante un rato?
Bueno, pero solo un ratito.
Primero: hay que empezar por reconocer que, sin lugar a dudas, es más agradable abrazar a un gordo que a un flaco. Si no me creen, hagan el siguiente experimento: vayan a una juguetería, compren una muñeca Barbie y un osito de peluche, y luego cuéntenme a cuál de los dos prefieren abrazar a la hora de dormir. El hecho de que dormir junto a una gordita es más sabroso es incuestionable.
Segundo: seamos honestos y reconozcamos que da vergüenza ir por la vida pidiendo amor. Pedir sexo es muy distinto: un hombre puede acercarse a una mujer para pedirle que se acueste con él, y quizá ella le dé una bofetada —o su número de teléfono—, pero si ese hombre va y le pide un abrazo porque se siente solo, o triste, o deprimido, lo más seguro es que ella salga corriendo tan rápido como pueda. En este mundo no sabemos pedir cariño sin avergonzamos.
No me sorprendería que alguien que viene de un pueblecito de Arizona hasta una gran ciudad como Nueva York se sienta particularmente solo; que alguien que tuvo una infancia difícil se sienta aislado; que alguien que es tímido por naturaleza tenga problemas para relacionarse; que alguien que tiene baja autoestima por tonterías como, yo qué sé, tener la espalda cubierta de pelo, por ejemplo, tenga dificultades para acercarse a otros y obtener ese calor humano que todos necesitamos.
¿Y qué podría hacer alguien así, en una ciudad como esta, para conseguir esa calidez que necesita? Pues es posible que tratara de tomarla prestada en lugares donde la gente se toca porque no tiene más remedio; en sitios donde el contacto humano se ofrece a todos por igual, y sin preguntas indiscretas; en lugares como el abarrotado vagón de un tren subterráneo.
Es probable que una persona como esta tratase de buscar ese reconfortante calor en alguien con un cuerpo grande y majestuoso; alguien que se desparrama por el borde de su asiento; alguien que te toca porque no tiene más remedio, porque Dios la hizo así, con un cuerpo abundante, sin fronteras, sin límites.
A lo mejor Simon, como tantos otros, descubrió el calor de los gordos en el metro; quizá fue entonces cuando empezó a usarlo para dormir y relajarse; quizá eso fue lo que le inspiró para hacer las fotos de las
bellezas durmientes
. Luego vinieron el éxito y el dinero, pero lo que todavía le faltaba era ese calor que no se vende en las tiendas. Quizá por eso me contrataba a mí: porque yo era capaz de darle esa paz que él había encontrado bajo tierra.
Salí del metro abrumada por estos pensamientos, caminé un par de calles, doblé en la Esquina de la Bacteria, y de pronto me encontré a Alberto con su limusina aparcada frente a mi edificio.
—Hola, Alberto —saludé sorprendida—. ¿Pasa algo?
—La Madame me pidió que te trajera un regalo —dijo él mientras abría la puerta trasera de la limusina. Fue entonces cuando Simon bajó del coche con una rosa en la mano.
—¡Coño! —exclamé, dando un paso atrás que casi hace que me atropelle un taxi.
—¿Hablarías conmigo, por favor? —suplicó Simon con ojos de corderito.
Yo lo pensé un segundo; miré a Simon y luego a Alberto, quien sonrió y se metió en la limusina, no sé si para darnos privacidad o para evitar que le gritara por haberme traído a este hombre hasta la puerta. Pero yo no tenía ganas de gritar, es más: ni siquiera era capaz de articular una palabra.
—Por favor, déjame hablar —rogó Simon una vez más.
¿Cómo podía decirle que no? Cuando un hombre de pocas palabras como él quería hablar, lo lógico era callarse y escucharlo, aunque solo fuera para oírle decir adiós. Yo no quería ser como los amantes de la canción de Linda Ronstadt, esos que se habían separado sin darse un beso de despedida.
Entramos en el edificio y subimos los tres pisos de escaleras en absoluto silencio. Una vez en mi apartamento, Simon se sentó en el sofá, pero esta vez no tuvimos que medir nada. Yo noté que él estaba asustado, pero se atrevió a cogerme de la mano antes de empezar a hablar.
—Necesito explicarte lo que pasó… —dijo.
—Sí, la verdad es que me gustaría que me lo explicaras…
—B, yo no quería insultarte, solo quería… Es que soy tan tonto…
Hizo una pausa y me miró con los ojos anegados de lágrimas.
—… Es que yo… yo no podía creer que alguien como tú pudiera enamorarse de alguien como yo.
Yo me quedé sentada, sin saber qué decirle. ¿Cómo culparlo por tener el mismo miedo que yo sentía?
—Entiendo que no quieras volver a verme —continuó—, pero no quiero que pienses que soy
ese
tipo de hombre.
—Y yo no quiero que pienses que soy
ese
tipo de mujer —contesté.
Nos miramos a los ojos durante unos segundos y sonreímos a la vez.
—¿Y si empezáramos de cero? —preguntó.
Yo asentí, y entonces él extendió la mano como si nos acabáramos de conocer.
—Hola —me dijo él—. Yo soy Simon.
—Encantada —le contesté—. Yo soy Bella.
Según mi amigo Gastón, nada es comparable a la sensación de estar desnudo en público. Gastón no es un nudista profesional, pero definitivamente es alguien que solo va a la playa cuando puede lanzarse al agua como Dios lo trajo al mundo.