Read Asesinato en Mesopotamia Online

Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

Asesinato en Mesopotamia (28 page)

BOOK: Asesinato en Mesopotamia
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»Una posible explicación me vino al pensamiento, casi al instante. Si un extraño entraba en la casa, sólo podía hacerlo disfrazado. Y sólo había una persona cuyo aspecto permitiera una suplantación de personalidad. El padre Lavigny. Con un salacot, gafas de sol, barba negra y hábito de fraile, un extraño podía pasar por la puerta sin que los criados se dieran cuenta de que había entrado un forastero.

»¿Era esto lo que quería decir la señorita Johnson? ¿O había llegado más lejos? ¿Se había percatado de que la personalidad del padre Lavigny, en sí, ya era un disfraz? ¿Sabía que era otro del que pretendía ser?

»Conocido quién era el padre Lavigny, estaba yo dispuesto a considerar resuelto el misterio. Raoul Menier era el asesino. Había matado a la señora Leidner antes de que ésta pudiera delatarlo. Otra persona le dio a entender que conocía su secreto; y después fue eliminada.

»Con aquello todo quedaba explicado. El segundo asesinato. La huida del padre Lavigny... sin hábitos ni barba. Su amigo y él estarán seguramente, a estas horas, atravesando Siria con dos excelentes pasaportes, como dos comerciantes. Hasta quedaba explicada su acción de colocar la ensangrentada piedra bajo la cama de la señorita Johnson.

»Como dije, estaba casi satisfecho con aquello... pero no del todo, pues la solución perfecta debía explicarla mejor aún... y ésta no alcanzaba a ello.

»No explicaba, por ejemplo, la causa de que la señorita Johnson dijera: "La ventana... la ventana...", cuando agonizaba. No explicaba su actitud en la azotea... su horror y su negativa a decirle a la enfermera Leatheran qué era lo que sospechaba o sabía.

»Era una solución que cuadraba con los hechos aparentes, pero no satisfacía los requisitos psicológicos.

»Y entonces, mientras estaba en la azotea pensando en aquellos tres puntos: en los anónimos, en lo que vio la señorita Johnson y en la ventana, todo se aclaró ante mí...

»¡Lo que vi en aquel momento lo explicaba todo!

Capítulo XXVIII
-
El término del viaje

Poirot miró a su alrededor. Todos los ojos estaban fijos en él. Un momento antes se había notado una especie de relajación, como si la tensión disminuyera. Pero ahora, de pronto, pareció volver a dominar entre nosotros.

Se acercaba algo...

La voz de Poirot, sosegada e inconmovible, prosiguió:

—Los anónimos, la azotea, la ventana... Sí, todo quedaba explicado... todo ajustaba en el lugar correspondiente.

»Dije antes que sólo tres personas tenían una coartada en el momento en que ocurrió el asesinato. Dos de ellas, como he demostrado, no tenían ningún valor. Entonces comprendí mi equivocación. La tercera carecía también de valor. No sólo pudo cometer el doctor Leidner el crimen, sino que estoy convencido de que él fue el autor.

Se produjo un silencio originado por el estupor y la incredulidad. El doctor Leidner no dijo nada. Parecía estar todavía ausente. David Emmott, sin embargo, se movió en su silla y habló:

—No sé qué se propone con ello, monsieur Poirot. Le he dicho que el doctor Leidner no bajó de la azotea hasta las tres menos cuarto. Ésa es la pura verdad. Lo juro solemnemente. No estoy mintiendo. Y le hubiera sido imposible bajar sin verlo yo.

Poirot asintió:

—Le creo. El doctor Leidner no abandonó la azotea. Ése es un hecho indiscutible. Pero lo que vi, igual que hizo la señorita Johnson, fue que el doctor Leidner pudo matar a su mujer desde la azotea, sin bajar de ella.

Nos quedamos mirándole fijamente.

—La ventana —exclamó Poirot—. ¡Su ventana! De eso me di cuenta... como la señorita Johnson. La ventana de la señora Leidner está justamente debajo, en la parte que da al campo. Y el doctor Leidner estuvo solo allí arriba, sin que nadie presenciara lo que hacía. Todas aquellas piedras de molino las tenía a su disposición. Sencillo en extremo, dando por sentada una cosa: que el asesino tuviera la oportunidad de mover el cadáver antes de que nadie lo viera. ¡Oh, es estupendo... de increíble sencillez!

»Escuchen... la cosa fue así: El doctor Leidner está en la terraza ordenando los montones de cerámica. Le llama a usted, señor Emmott, y mientras le está hablando ve que, como de costumbre, el muchacho árabe se aprovecha de su ausencia para abandonar el trabajo y salir del patio. Le entretiene a usted durante diez minutos y luego le deja marchar; y tan pronto como usted baja al patio, dándole gritos al chico, el doctor Leidner pone en práctica su plan.

»Saca del bolsillo la máscara embadurnada de arcilla, con la que ya asustó a su mujer en otra ocasión, y la deja caer, atada a un hilo, hasta que golpea la ventana de la señora Leidner.

»Aquella ventana, como recordarán, da al campo, al lado opuesto al patio.

»La señora Leidner está tendida en la cama, dormitando. Se siente feliz, tranquila. De pronto, la máscara empieza a golpear la ventana y atrae su atención. Pero ahora no está anocheciendo; es pleno día. No hay nada terrorífico en aquello. La mujer se da cuenta de lo que se trata; de un truco burdo. No se asusta, sino que se indigna. Y hace lo que cualquier otra mujer hubiera hecho en su lugar. Salta de la cama, abre la ventana, pasa la cabeza por los hierros de la reja y mira hacia arriba para ver quién le está gastando aquella broma.

»El doctor Leidner está esperando. Tiene en la mano, preparada, una pesada piedra de molino. Y en el instante preciso la deja caer... Dando un grito ahogado, que oyó la señorita Johnson, la señora Leidner se desploma sobre la alfombra, al pie de la ventana.

»La puerta, como ustedes saben, tiene un orificio central, y a través de él pasó una cuerda el doctor Leidner. Sólo tenía que tirar de ella y recobrar el arma homicida. Luego dejar la piedra entre las demás, en la azotea, cuidando de que la mancha de sangre no quedara a la vista.

»Continúa su trabajo durante más de una hora, hasta que juzga que ha llegado el momento de poner en escena el segundo acto. Baja la escalera, habla con el señor Emmott y con la enfermera Leatheran, cruza el patio y entra en la habitación de su esposa. La explicación que él mismo da sobre lo que hizo allí dentro es la siguiente: "Vi el cuerpo de mi mujer tendido al lado de la cama. Por unos momentos quedé paralizado, sin poder moverme del sitio. Al final, di unos pasos y me arrodillé a su lado, levantándole la cabeza. Comprobé que estaba muerta... Me incorporé. Estaba mareado, como si hubiera bebido. Llegué como pude hasta la puerta y llamé a la enfermera".

»Un relato, perfectamente posible, de los actos de un hombre agobiado por el dolor. Pero ahora oigan lo que yo creo que en realidad pasó. El doctor Leidner entra en la habitación, corre hacia la ventana y, con los guantes puestos, la cierra y pasa las fallebas. Luego coge el cuerpo de su esposa y lo coloca entre la cama y la puerta. Se da cuenta entonces de que en la alfombra, al pie de la ventana, se ve una pequeña mancha de sangre. No puede cambiarla por la otra, pues son de diferente tamaño, pero hace lo más indicado, dadas las circunstancias. Coge la alfombra manchada y la coloca ante el lavabo; y la que había delante de éste la pone bajo la ventana. Si alguien se da cuenta de la mancha de sangre la relacionará con el lavabo, pero no con la ventana. Era un punto muy importante. No debía traslucirse que la ventana jugaba un importante papel en la cuestión. Después va hacia la puerta y desempeña su parte de marido desesperado. Y esto, según creo, no le fue difícil porque amaba de veras a su mujer.

—¡Pero hombre de Dios! —exclamó, ya impacientado, el doctor Reilly—. Si la amaba, ¿por qué la mató? ¿Cuál fue el motivo? ¿No puede usted hablar, Leidner? Dígale que está loco.

El doctor Leidner no habló, ni se movió.

—¿No les dije antes que se trataba de un crime passionel? ¿Por qué su primer marido, Frederick Bosner, la amenazó con matarla? Porque la amaba... y al final, como hemos visto, se cumplieron sus amenazas.

»Mais oui... mais oui... Una vez que me convencí de que el doctor Leidner cometió el crimen, todo encaja a la perfección.

»Por segunda vez tengo que empezar el viaje desde el principio; la boda de la señora Leidner, los anónimos amenazadores, y el segundo matrimonio de ella. Las cartas que le impedían casarse con otro hombre, pero no ocurrió así con el doctor Leidner. ¡Qué sencillo se explica esto, si Leidner es el propio Frederick Bosner!

»Iniciemos, pues, el viaje, desde el punto de vista del joven Frederick Bosner.

»En primer lugar, sabemos que ama a su esposa con pasión; una pasión que sólo una mujer de su clase puede encender. Pero ella le traiciona. Le condenan a muerte. Escapa y se encuentra en un accidente ferroviario, del cual se las arregla para salir con una nueva personalidad: la de un joven arqueólogo de origen sueco, Eric Leidner, cuyo cuerpo resultó completamente desfigurado, y fue enterrado como el de Frederick Bosner.

»¿Cuál es la actitud del nuevo Eric Leidner hacia la mujer que le deseó la muerte? Hay que considerar que lo más importante para él era que seguía queriéndola. Se puso a trabajar para reconstruir su vida. Era un hombre hábil, y como su nueva profesión cuadraba con su temperamento, pronto llegó a ser célebre en su especialidad. Pero nunca se olvidó de la pasión que gobernaba su vida. Estuvo constantemente informado de los movimientos de su mujer; determinado, ante todo, a que no perteneciera a otro hombre. Recuerden la descripción que del carácter de Frederick hizo la señora Leidner a la enfermera Leatheran. Era dulce y amable, pero despiadado. Siempre que lo juzgaba necesario, despachaba un anónimo. Imitó alguno de los rasgos de la escritura de su mujer por si a ésta se le ocurría presentar los anónimos a la policía. Las mujeres que se dirigen a sí mismas anónimos de carácter sensacional son un fenómeno tan corriente que, dada la semejanza de la caligrafía, la policía no tendría duda alguna sobre la procedencia de las cartas. Con ello, al mismo tiempo, Leidner seguía manteniendo la incertidumbre de su mujer acerca de si estaba vivo.

»Por fin, al cabo de muchos años, estimó que había llegado la hora de volver a entrar en la vida de ella. Todo fue bien. Su mujer no llegó a sospechar cuál era su verdadera identidad. Era un hombre conocidísimo en los medios científicos. El joven erguido y de buena presencia de antes era entonces un hombre de mediana edad, cargado de hombros, que llevaba barba. Y vemos cómo se repite la historia. Frederick es capaz de dominar a Louise, tal como hizo años antes. Ella consiente, por segunda vez, en casarse con él. Ninguna carta vino a romper el compromiso.

»Pero, poco después se recibe una de ellas. ¿Por qué?

»Creo que el doctor Leidner no quería dejar nada al azar. La intimidad del matrimonio podía despertar en ella ciertos recuerdos capaces de desbaratar sus planes. Deseaba grabar en la mente de su esposa, de una vez para siempre, que Eric Leidner y Frederick Bosner eran dos personas diferentes por completo. Y a tal efecto se recibió uno de los anónimos, que escribió el primero por cuenta del segundo. A esto le sigue el pueril asunto del gas. Fue el mismo doctor Leidner quien lo planeó con el mismo propósito.

»Una vez hecho aquello, quedó satisfecho. Ya podían disfrutar de una feliz vida conyugal. Pero luego, hace casi dos años, vuelven a recibirse los anónimos. ¿Por qué causa? Eh bien, creo saberlo. Porque la amenaza contenida en aquellas cartas era una amenaza verdadera. Por ello estaba siempre asustada la señora Leidner. Sabía que Frederick era suave, pero despiadado en el fondo. Que la mataría si llegaba a pertenecer a otro hombre. Y ella se había entregado ya a Richard Carey.

»Por lo tanto, una vez que descubrió esto, el doctor Leidner preparó con toda calma y sangre fría el escenario del crimen. Y posteriormente lo llevó a cabo convencido de que no sería descubierto su autor.

»¿Ven ustedes ahora el importante papel desempeñado por la enfermera Leatheran? Queda explicada la conducta un tanto curiosa del doctor Leidner al contratar los servicios de una enfermera para cuidar de su esposa; conducta que al principio me confundió. Era necesario que un testigo de reconocida solvencia profesional pudiera asegurar de forma incontrovertible que la señora Leidner había muerto hacía más de una hora cuando se descubrió su cadáver. Es decir, que había sido asesinada a una hora en que todos jurarían que su marido estaba en la azotea. Podía suscitarse la sospecha de que él la había matado cuando entró en la habitación y encontró el cadáver. Pero esto carecía de importancia si una enfermera competente podía asegurar positivamente que había muerto hacía más de una hora.

»Otra cosa que queda explicada es el extraño estado de tensión que se notaba este año entre los componentes de la expedición. No creí que aquello pudiera atribuirse exclusivamente a la señora Leidner. Durante muchos años había reinado el compañerismo y la alegría en esta expedición. Opino que el estado anímico de una comunidad siempre se ajusta a la influencia del hombre que la dirige. Debido a su tacto, a su juicio y a su forma de manejar a los seres humanos, el doctor Leidner había conseguido que el ambiente fuera siempre grato.

»De producirse un cambio, pues, debía ser a causa del hombre que dirigía la expedición; es decir, del doctor Leidner. Era él y no la señora Leidner, el responsable de la tensión y la intranquilidad. No es extraño que los demás, sin comprenderlo, notaran el cambio. Aunque en el aspecto externo era el mismo, el amable y cordial doctor Leidner no hacía más que representar una farsa. El verdadero Leidner era el fanático obsesionado en cuya mente se fraguaba el crimen.

»Y ahora pasemos al segundo asesinato; el de la señorita Johnson. Mientras ponía en orden los papeles del doctor Leidner, un trabajo que se impuso ella misma en su deseo de hacer algo, debió encontrar el borrador de uno de los anónimos.

»Tuvo que ser algo incomprensible y desconcertante para ella. ¡El doctor Leidner había atemorizado a su mujer con toda deliberación! No podía comprenderlo... y aquello la trastornó. Fue entonces cuando la enfermera Leatheran la encontró llorando desesperadamente.

»No creo que entonces sospechara que el doctor Leidner era el asesino, pero mis experiencias con los gritos en las habitaciones de la señora Leidner y del padre Lavigny no le pasaron por alto. Se dio cuenta de que si el grito que oyó fue lanzado por la señora Leidner, la ventana debió de estar abierta, no cerrada. De momento, aquello no tenía significado alguno para ella, pero lo recordó.

»Su mente siguió trabajando; avanzando hacia la verdad. Tal vez se refirió a los anónimos de una forma bastante clara ante el doctor Leidner, éste comprendió que ella sabía la verdad respecto a ellos. La señorita Johnson pudo ver entonces que las maneras de él cambiaban; que no hablaba, que se asustaba.

BOOK: Asesinato en Mesopotamia
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