Allí acababa su recuerdo.
Mientras Peter Dagon estaba pendiente de Amanda, Nova aprovechó la oportunidad e hizo un último y desesperado intento por sobrevivir. Dando un salto alcanzó la pared donde había dejado el hierro 4 de golf de su madre. Con un grito se echó sobre Peter Dagon que, sorprendido, miró hacia arriba.
El palo de golf le dio de pleno en la sien.
El golpe sacó a Peter Dagon del sillón y lo hizo caer al suelo.
Nova volvió a levantar el palo.
Cogió impulso.
Y pegó hacia abajo, contra el cuerpo tendido.
A pocos centímetros de la nuca de Peter Dagon, lo paró. Nova estaba completamente quieta. Lo único que se oía en la habitación era su violenta respiración. Miró fijamente el cuerpo inmóvil de Peter Dagon.
«Otro más no. No puedo hacerlo otra vez», pensó.
Bajó la mirada en busca de algún signo de vida. La sangre manaba intermitente de la herida de la sien. «Eso significa que el corazón late», pensó Nova. Para su consternación vio que la corriente de sangre se paró. «Oh, no, no va a sobrevivir», pensó. Reaccionó de nuevo y tiró el palo de golf en una esquina. Con las manos temblando, sacó el móvil del bolsillo y llamó al 112.
Mientras esperaba se quedó mirando fijamente a Peter Dagon. «Hay algo que no está bien», pensó. Después se dio cuenta de lo que era. Se empezaba a formar costra en la herida. Peter Dagon vivía. Movió un brazo. Nova se echó hacia atrás, hacia la puerta, pero se quedó quieta de golpe cuando una voz se oyó detrás de ella.
Se dio la vuelta.
Allí había un hombre grande y gordo. Nova sabía que era policía porque lo había visto por la jefatura. Lo primero que hizo el hombre fue coger la pistola que se le había caído de la mano a Peter Dagon. Antes de agacharse sobre el cuerpo de Amanda, preguntó:
—¿Has llamado a una ambulancia?
Nova asintió con la cabeza y después se sentó en el suelo.
Los sueños eran en blanco y negro. El dolor como una línea roja a través de ellos. De vez en cuando vislumbraba la realidad. Las figuras de blanco ondeaban por encima de Amanda. Cuanto más cerca estaban, más difícil era cogerlas o focalizarlas. El tiempo carecía de importancia. Los días pasaban sin dejar huella.
Al final despertó.
Los desnudos fluorescentes le deslumbraron los ojos desacostumbrados. La habitación era luminosa, pero fría y pequeña. Fuera, la oscuridad se pegaba al cristal. Amanda levantó la mano para rascarse la sien. En el dorso llevaba sujeto un tubo. «Me he despertado en un hospital», constató a la vez que sus ojos vagaban por la habitación. Después, su mente volvió a lo que había ocurrido. Sintió en el cuerpo un pellizco de inquietud. Se llevó la mano al vientre. Un vendaje alargado iba desde el ombligo hasta el lado. Su corazón empezó a latir fuerte. La cabeza reaccionaba con el aumento de las pulsaciones con un dolor golpeándole la nuca.
«El niño, el niño», pensó Amanda.
Intentaba notar algo, pero no entendía las señales del cuerpo. Por el contrario, sacó las piernas por el lado de la cama para levantarse. El dolor se extendió al diafragma. Amanda se vio obligada a apoyarse con las manos, pero las rodillas tuvieron que hacer la mayor parte del trabajo. Al final pudo levantarse. La puerta estaba a sólo dos metros, pero le costó un gran esfuerzo llegar hasta allí. La musculatura de la espalda estaba dolorida por falta de ácido láctico cuando compensaban la incapacidad de los músculos del abdomen. El tubo de la mano la paró. Miró el carrito y la bolsa que estaba allí colgada. No pensó y actuó. El dolor que sintió cuando se sacó la aguja fue tan intenso que le atravesó el cuerpo entero, pero duró poco. Ahora podía andar el último tramo. Amanda salió por la puerta a un pasillo lleno de vida.
Cayó pesadamente al suelo, pero le dio tiempo a girarse para que la cadera y el hombro recibieran el golpe. A cualquier precio seguía protegiéndose el vientre. Una enfermera mayor fue a rescatarla.
—Pero, mujer ¿qué haces por el suelo? —preguntó preocupada.
—Mi hijo —dijo Amanda—. ¿Qué le ha pasado a mi hijo?
—Pobrecita, voy a buscar al médico, pero primero tenemos que meterte en la cama.
—¿Sabes si sigue ahí? —preguntó Amanda mientras fatigosamente volvía a la cama.
—Es mejor que hables de esto con el médico —respondió la enfermera disculpándose.
Amanda tradujo la respuesta como que no se había salvado. Cuando se metió de nuevo en la cama se echó a llorar. Lloró por el niño, por Moses y por los sueños derrumbados. Nunca sería madre, nunca sería parte de una unidad familiar. Nunca. Era demasiado vieja. Era demasiado tarde. El llanto iba en aumento. Los sollozos le rasgaban el vientre.
Era demasiado tarde para todo.
Llamaron a la puerta.
Sin esperar el permiso de Amanda, una médica la abrió.
Tenía la edad de Amanda, pero las canas se mezclaban ya con el pelo oscuro. La mujer esperó paciente a que se tranquilizara. Después dijo:
—Lamentablemente, tengo malas noticias.
«Es lo que yo sabía —pensó Amanda—. El bebé está muerto.» Volvió a romper a llorar, pero la médica continuó:
—La bala pasó por uno de los ovarios y lo hizo jirones junto con otras partes. Nos vimos obligados a extirpar los dos ovarios. El otro parece ser que también había sido dañado. No podrás tener más hijos.
—¿Así que soy estéril?
—Sí, desgraciadamente así es. No habrá más que uno.
Amanda no lo entendía bien. «No más que uno. ¿Qué quería decir con eso?»
La médica vio la incertidumbre de Amanda en su expresión y aclaró:
—Sí, el pequeño que llevas dentro no podrá tener hermanos.
Rebecka abría las cajas de mudanzas por tercera vez en dos años. Como cualquier otro joven de veintitrés años en el mercado de la vivienda de Estocolmo, estaba apresada en el pantano del realquiler. El primer piso incluso había sido realquilado a un realquilado y sin el consentimiento del casero. En éste por lo menos podría vivir un año entero. Era un piso pequeño, de un solo ambiente, cerca del puente de Lidingö. Directo a la plaza de Stureplan, les decía a sus amigas. Era una bendición no tener que estar a la caza de un piso, una pausa que le iba muy bien después de los últimos acontecimientos.
Rebecka llevaba todavía un gran esparadrapo en el brazo, pero lo único que sentía de la herida era que le picaba por el proceso de cicatrización. Las pesadillas eran cada vez menos frecuentes y también había dejado de pensar constantemente en que un policía le había disparado en Arlanda. Pero echaba de menos la atención que le habían prestado cuando casi cada día los periodistas de la prensa sensacionalista de la tarde buscaban algún motivo para llamarla. Después de los primeros días el revuelo se había acabado por completo. Rebecka pensaba en serio entrar en la próxima edición de «Granjero busca esposa». Aunque ninguno de los granjeros fuera de su gusto, por lo menos sería divertido participar. Seguía el programa con mucho interés.
En la caja que abrió había un espejo con el marco dorado empaquetado con tres capas de papel de periódico. Rebecka lo había heredado de su abuela. Con cuidado, le quitó el papel y salió al recibidor. Después de medir dónde quedaría bien, puso un clavo en la pared. No estaba ella ahora para colgarlo como si fuera para una exposición. En seguida llamaron al timbre de forma insistente. «Vaya, así que tenemos vecinos de ésos», suspiró Rebecka para sí misma y se puso en guardia para recibir una reprimenda.
Fuera había una joven de su misma edad, rubia y tan alta como ella, aunque el pelo lo llevaba trenzado en rastas. Tenía una piel por la que Rebecka habría dado cualquier cosa. La camiseta negra llevaba impreso:
Who would Jesus bomb?
Había algo familiar en sus rasgos, pero no podía ubicarla. Bajó la guardia. Aquélla no era una chica de las que se quejarían si sus vecinos ponían un clavo en la pared a las nueve de la noche.
—Esto es para ti —dijo la desconocida y le dio una caja de chocolate con leche Marabou con un movimiento inseguro. Después, quedamente dijo:
—Perdón.
Antes de que a Rebecka le diera tiempo de preguntar nada, la chica había desaparecido. Escéptica, miró el paquete de chocolate. Hacía poco que había aprendido a no aceptar regalos de desconocidos. Cerró la puerta y entró en la diminuta cocina del piso. Se sentó allí mirando el paquete. Le sonaban las tripas y empezó a salivar sólo de pensar en el chocolate. Rebecka se había olvidado de cenar. Con cuidado, levantó la tapa y miró fijamente el contenido. La caja estaba completamente llena, pero no de golosinas.
Los billetes se amontonaban unos encima de otros.
Billetes de mil encima de billetes de mil.
En la caja cabían quinientos.
El caluroso verano se había convertido en húmedo otoño. El sol que había marcado a fuego la ciudad de Estocolmo estaba oculto por las nubes. La lluvia acariciaba despacio las calles de Gamla stan y se deslizaba a lo largo de aceras y adoquines. Cuando el suelo tuvo la oportunidad, absorbió sediento las gotas que se le ofrecían. La naturaleza hacía una pausa para descansar ante el invierno que se aproximaba. Aquel año haría frío y un grueso manto de nieve se aposentaría en Navidad y Año Nuevo. Los gases contaminantes aún no habían trasladado Estocolmo al Mediterráneo; aún había una posibilidad para la Tierra de recuperarse.
Era hora de que Nova se despidiera de su infancia.
Antes de abrir la puerta levantó la cara hacia el cielo y dejó que gota tras gota aterrizaran sobre su piel. Respiró hondo y entró en lo que antes llamaba su hogar. Ahora era un monumento a los recuerdos desagradables y a una infancia que hubiera preferido cambiar por otra.
Se encontró con olor a limpio y a detergente. En la pared del recibidor colgaba una serie de cuadros con las bailarinas de ballet de Edgar Degas. El de la inmobiliaria había dicho que debían estar allí ya que les gustaría al tipo de gente que estuviera interesada en la casa. Pero cuando Nova los vio con sus propios ojos, hacían tal contraste con los cuadros que había antes que se quedó petrificada. Faldas blancas y ligeras revoloteaban contra las graciosas piernas. La luz de la mañana jugaba en las salas de ejercicio con las chicas en fila. Las cintas se ceñían alrededor de los delgados tobillos y sujetaban las zapatillas de las bailarinas.
La luz había sustituido a la oscuridad.
En lugar de brillantes ojos de niña había cuencas vacías y oscuras con la mirada fija.
Las tripas salían de los vientres rajados.
Las ovejas estaban atropelladas por la calle.
Nova apretó bien los ojos y los volvió a abrir. Las bailarinas de Degas estaban de nuevo en la pared. Los cuadros de William Hogarth que acababan de aparecer en su memoria ya no estaban. Las pinturas claras y graciosas las habían sustituido; en realidad, los cuadros de Hogarth estaban destruidos dentro de las bolsas de pruebas de la policía y nunca más volverían.
Nova continuó hasta su antigua habitación. En la ventana, que estaba entreabierta, revoloteaba una cortina de color claro. Fuera se oía el tranquilo repiqueteo de la lluvia entre las fachadas de los edificios del pasaje. Sobre la cama había una colcha blanca y suave y cojines de colores vivos. Lo único que quedaba de sus antiguos muebles era el póster con el buque en el hielo de Groenlandia. Estaba encuadrado en un fino marco plateado. «La empresa Homestagin ha hecho un buen trabajo», constató Nova.
En medio de la habitación había una maleta gris con la ropa de Nova. Había dado instrucciones concretas por teléfono de lo que había que guardar. Con lo demás podían hacer lo que les viniera en gana antes de enseñar la casa, había dicho Nova. Para mayor seguridad, abrió la maleta.
Su ropa preferida estaba doblada cuidadosamente. Entre medio había unos cuantos objetos de decoración. El contorno de un objeto con formato A4 se veía a través de la tela que formaba el bolsillo interior. Nova abrió la cremallera y sacó el contenido. En la mano tenía una carpeta que conocía demasiado bien. Estaba marcada con
The Ararat Anomaly
. «¿Cómo ha llegado hasta aquí?», le dio tiempo de pensar. Después volvió a meter la carpeta como si quemara. Para evitar los recuerdos que afloraban, cerró bien la cremallera. Nova levantó la maleta y la bajó hasta el recibidor.
Antes de dejar la casa entró en la cocina para beber un vaso de agua. Los platos de cobre y otros utensilios estaban limpios y colgaban en línea a lo largo de la pared. La mesa de roble macizo estaba decorada con un mantelito a cuadros. Las cortinas estaban recién lavadas y planchadas. Los rincones emanaban un ambiente de lo más hogareño. A Nova le entraron ganas de poner un cazo con agua a hervir en el fuego y sacar su taza favorita de flores.
«No tengo que cumplir ningún horario», pensó buscando un colador de té. Estaba donde siempre. Nova rozó con los dedos los viejos armarios de la cocina. El menaje y los tiradores brillaban de limpios. El agua empezó a hervir en el cazo mientras la llama de gas jugaba debajo.
Cuando la taza estuvo llena de té caliente, Nova bajó la escalera que llevaba al sótano. Allí estaba el viejo sofá, pero no salió polvo cuando se tumbó en él. Las paredes, antes de color gris sucio, ahora estaban pintadas de amarillo claro. Los cuadros con motivos de la naturaleza de todos los rincones del mundo colgaban como racimos. Al lado del televisor había un grupo de floreros de cuello alto.
Le sonó el móvil y lo atendió. El de la inmobiliaria le explicó que todo estaba dispuesto para enseñar la casa al día siguiente. Unas veinte personas ya habían dicho que acudirían. Seguro que llamarían unos cuantos más a última hora. Algunos nombres ya los conocía de otras visitas y sabía que era gente adinerada e interesados en casas tan únicas como la de Nova. No ocurría a menudo que una casa del siglo XV se pusiera a la venta. Todo estaba preparado para recibir una buena oferta. La voz del de la inmobiliaria temblaba de orgullo. Esperaba reconocimiento y un gran beneficio cuando se cerrara la venta.
Nova miró su colección de películas, su taza floreada de té y los gastados cojines del sofá. Pensó en las claras bailarinas, la mesa de roble de la cocina y su habitación con colores blancos. Después dijo:
—La casa ya no está a la venta.
Algún que otro capullo se había abierto formando una verde cascada. La primavera se había cernido sobre Estocolmo. El parque de Kronoberg cambiaba de gris a verde y el sol calentaba el suelo helado. El parque estaba lleno de gente de ciudad que había salido de la hibernación. Las caras cetrinas miraban hacia el cielo y se reían por la luz. Amanda subía pesadamente el alto montículo. Sentía el cuerpo cansado y molesto. El sueño nocturno se había roto en pequeños pedazos y los pezones le escocían de las rozaduras.