—Pero es que tampoco quiero abortar.
Par Såberg sonrió ante el desconcierto de Amanda y preguntó:
—Suele haber buenos psicólogos relacionados con la maternidad. ¿Quieres que te haga un volante?
Estaba más que claro que Par Såberg consideraba que el alma no era asunto suyo. Amanda sacudió la cabeza.
—Ya veremos qué hago —dijo, y dejó la salita.
En cuanto salió del edificio giró a la izquierda. Allí había un banco y se sentó a esperar. Miró hacia Tantolunden. Los niños de la guardería habían empezado a salir a jugar y algún que otro adulto que hacía
jogging
volvía a casa; un golden retriever jugaba al borde del agua y al fondo se veía un grupo de casetas de hortelanos en la falda de una colina.
Amanda cogió la bolsa con el
ricotta
y la abrió. Se puso a agujerear la blanda masa parecida al requesón con el dedo índice y se la fue metiendo en la boca. «Embarazada —pensó—. ¿Qué voy a hacer?» Moses y Amanda nunca habían hablado del futuro. Ella hubiera querido hacerlo, pero en ese caso arriesgaba perder la magia que los unía. No se habían hecho promesas. No tenían ninguna propiedad en común. Tampoco habían hecho planes para más de unos cuantos días. Era como si la relación se hubiera parado en el tiempo; siempre era el primer mes aunque ya hacía dos años que salían juntos.
Pero ahora estaba embarazada. Todo se pondría a prueba. ¿Perdería a Moses o lo ganaría? Había otra alternativa: abortar y hacer como si no hubiera pasado nada. Nada cambiaría; todo continuaría como antes. ¿O no? Aunque Moses no cambiara, Amanda sí sabría lo que había hecho. Abortar a los treinta y nueve años era lo mismo que desaprovechar la última oportunidad. Quizá nunca más pudiera volver a quedar embarazada. Nunca más tendría la oportunidad de formar una familia.
Nunca más.
Era tan definitivo.
«Moses tiene derecho a saberlo —pensó—. También es su hijo.» Pero los principios son fáciles cuando se refieren a otro. Otra cosa era ahora que le habían dado la vuelta entera a la vida de Amanda. Era difícil. Difícil. Difícil.
Amanda miró sorprendida la bolsa. El
ricotta
se había acabado.
Y no había tomado ninguna decisión.
Peter Dagon estaba en el bar Cadier del Grand Hotel mirando las dos alas del palacio inclinado hacia el agua. «¿Cómo es posible que algo tan grande sea tan insignificante? —pensó—. Seiscientas habitaciones enmascaradas tras un color marrón rata.» Él pertenecía a la falange que consideraba que el palacio debería volverse a pintar en un amarillo pomposo. Preferiría que el viejo palacio Tres Coronas se volviera a construir con las almenas y las torres de la Edad Media, aunque entendía que no era realista.
Frente a Peter Dagon estaba Moses sentado en una de las cómodas sillas del bar forradas de tela con grandes flores marrones bordadas. En la mano tenía un tartar de salmón con perifollo y jengibre. Lo introdujo en su gran boca, masticó y tragó. Después le siguió un panecillo
scone
recién hecho con crema de limón. Los hombres tomaban en silencio el tradicional té de media tarde del hotel. Los dos habían elegido la alternativa del té, ya que era demasiado pronto para el champán. Cuando se acabó el plato de
scones,
canapés y dulces, Moses dijo:
—Han detenido a Nova.
—¿Es un problema? —preguntó Peter Dagon a la vez que se limpiaba un poquito de nata de la comisura de los labios.
—No. La policía no la cree.
—O sea ¿que habla?
—Sí, pero sabe poco y no tiene pruebas.
—¿Estás completamente seguro de que la situación está bajo control?
—No te preocupes. Tengo a la jefa de la investigación preliminar como en una cajita —dijo Moses haciendo un gesto con el índice y el pulgar como si cogiera con ellos una cajita.
Peter Dagon asintió tranquilo y buscó al camarero con la mirada para que le trajera la cuenta.
Nova estaba sentada sobre el camastro anclado a la pared, con los brazos rodeándose las rodillas, sin mirar a ninguna parte. Tenía los hombros caídos y la cara de color gris ceniza. No le preocupaba demasiado estar encerrada en prisión preventiva. Sus propios pensamientos eran una cárcel mucho más grande que aquélla. Se sentía como una planta con las raíces podridas. Antes quería conocer las respuestas a todas sus preguntas, pero ahora deseaba no haberlo sabido nunca.
«Mi madre es una asesina», pensó.
«Pero yo, ¿soy mejor?»
«Yo también he matado a un hombre.»
Nova, inconscientemente, empezó a balancearse hacia adelante y hacia atrás con la parte superior del cuerpo. Su madre siempre había sido estricta, pero actuaba con cierta lógica. Cuando con cinco años Nova cogió una galleta sin preguntar, se quedó sin cenar. Cuando con doce años huyó por el tejado, le pegó con una vara en las manos con las que había abierto la portezuela del desván y la encerró en su habitación durante varias semanas. Cuando se probó una ropa de su madre sin permiso, tuvo que ir desnuda un día entero. Habían vivido bajo el lema: ojo por ojo y diente por diente. Ahora que Nova sabía la respuesta, entendía que todo aquello era enfermizo.
La oscura lógica de su madre también había justificado el sufrimiento y el asesinato de otra gente. Habían dañado la naturaleza y con ello contribuyeron a que un nuevo diluvio envolviera la tierra. De alguna manera, habían puesto en riesgo la vida y el bienestar de Nova y de su madre. Según su madre, merecían morir. Su madre estaba loca. La madre de Nova era una asesina. Y Nova también era una asesina. «¿También estoy loca?», pensó.
Una lágrima se deslizó por la mejilla de Nova. Luego fueron dos y después tres. Empezó a sollozar. Lloraba sin parar y se abrazaba con fuerza las rodillas. Tenía el alma vacía y cansada. Se tumbó en el camastro sin ayudarse con las manos. Quería castigarse a sí misma. Quería castigar a su madre. No valían nada. Deberían morir.
Nova sentía asco de sí misma. Genes podridos. Raíces podridas. Todo lo suyo estaba podrido.
Podrido. Podrido. Podrido.
Llamaron a la puerta. Se abrió una ventanilla y asomó una cara. Cada cuarto de hora hacían lo mismo. «¿Es que no me pueden dejar en paz?», pensó Nova hundiendo la cabeza en la almohada.
Amanda había cogido el autobús número cuatro para ir a la plaza Fridhemsplan. Necesitaba los diez minutos de paseo que quedaban para llegar a la jefatura. Los pensamientos estaban centrados en todo menos en el trabajo. La cuesta empinada del parque de Kronoberg parecía más fatigosa de lo normal. Empezó a respirar más de prisa. Ahora sabía por qué. En su vientre se gestaba una pequeña vida que le pedía energía y fuerza. El pensamiento hizo que Amanda caminara más despacio y con más cuidado.
Por debajo de los grandes árboles delante de ella, una mujer llevaba despacio un cochecito de niños. «Podría ser yo dentro de unos meses», pensó Amanda. A medida que se acercaba buscó la cara de la otra mujer con la mirada para ver si era feliz. Tenía una nariz pequeña cubierta de pecas. La boca era delgada y decidida. «¿Podría ser yo feliz?», se preguntó Amanda. La mujer respondió a su mirada inquisitiva con una sonrisa.
«Quizá podría ser feliz», continuó pensando Amanda. De cualquier manera, era su última oportunidad de ser madre. No le daría tiempo de encontrar otro hombre para tener hijos antes de que fuera demasiado tarde. «Quizá infravaloro a Moses —pensó—. Quizá él piense lo mismo de mí. Que no quiero variar de statu quo. Que no quiero cambiar nada. Apenas lo puedo acusar de no querer tener hijos conmigo porque no se lo he preguntado, ni siquiera se lo he mencionado nunca. Los hombres no tienen la misma prisa que nosotras las mujeres cuando se acercan a los cuarenta. Tampoco saben nada de lo difícil que les resulta tener hijos a las mujeres mayores.»
Delante de ella empezaba a verse a través del ramaje la fachada anaranjada de la jefatura de policía.
Amanda se sentía mucho mejor de ánimos. Se volvió y miró a la mujer con el cochecito de niños. «Dentro de medio año quizá seremos Moses, el pequeño y yo los que paseemos así», pensó Amanda y se acarició inconsciente el vientre con la mano. Una cálida sensación le envolvió el corazón. Ahora sabía lo que quería. Tendría al niño. Amanda quería ser madre. Quería tener una familia. Quería pasear por entre los árboles con un cochecito de niño. Quería sonreír a la gente que pasara por su lado.
Amanda se dirigía a su trabajo con alegría.
Por la noche hablaría con Moses.
La vida daría un vuelco.
Nada sería como antes.
El pelo parecía más una alfombra de algodón enredada y pisoteada que unas rastas trenzadas. Nova tenía la cabeza un poco agachada, pero debajo de los ojos se le veían unas ojeras oscuras. Amanda no podía decidir si tenía aspecto de vieja o de niña. Parecía delgada, delicada y abatida. Amanda se contentaba con eso. «Ahí la tenemos sentada, sintiendo lástima de sí misma», pensó.
Cierto que la tortura había sido abolida en Suecia, pero en situaciones como aquélla Amanda deseaba que no fuera así. Nova merecía el sufrimiento. Los fríos asesinos no solían sentir empatía, pero padecían el propio dolor como cualquier otro. Si su sufrimiento hacía que los parientes de las víctimas sintieran un poco de satisfacción y que la vida les pareciera un poco más justa, valdría la pena, opinaba Amanda.
En el despacho de al lado Kent estudiaba en detalle la expresión corporal de Nova en una pantalla y revisaba la documentación que tenía delante de la investigación. De esa manera podía controlar rápidamente los datos que Nova aportaba. Todo se grababa y después se analizaba segundo tras segundo. Como era habitual, Kent era el responsable de la investigación interna, aunque a veces saliera a hacer trabajo de campo; Amanda no quería que acabara siendo una rata de despacho sumida entre carpetas y papeles. Kent trabajaba con el Apoyo Metódico para la Investigación de Delitos Graves, llamado PUG. A pesar del nuevo nombre, Amanda siempre pensaba en el nombre antiguo, la Biblia del Asesinato. Aunque no era igual de purista que Kent, valoraba mucho su orden dado que contrarrestaba el caos creativo de ella.
Nova había rechazado los servicios de Nils Vetman y no quería ningún abogado. «No confío en Vetman y no tengo nada que esconder», había argumentado. Amanda no sabía si aquello era bueno o malo. Podía deberse bien a lo mal que se encontraba psíquicamente, en un estado de una total negación, o bien sólo era un truco para intentar salirse por la tangente. «En ese caso, tiene que ser muy buena», pensó Amanda. La habían detenido en el lugar de un crimen y tenían pruebas técnicas que la relacionan con uno de los otros dos. O es que simplemente era tonta. No todo el mundo tenía la posibilidad de tener un abogado como Vetman, fuera como fuera su ética.
Amanda empezó con una larga lista de preguntas rutinarias para que Nova se sintiera segura. La primera hora no se refirió al motivo por el que Nova estaba sentada delante de ella. Después sorprendió a Nova con la pregunta que Amanda siempre hacía ante un delito grave con violencia:
—¿Por qué lo hiciste?
Nova apartó la vista de la mesa y miró hacia arriba, a Amanda.
—No fui yo. Fue mi madre.
—¿Qué hacías en el lugar del crimen?
—Iba a prevenir al profesor. De ella, aunque no sabía que fuera ella. Aún.
Amanda suspiró para sí misma y decidió jugar al juego loco de Nova. Algo de realidad se podría sacar de las fantasías.
—¿Cuándo llegaste a la conclusión de que era ella? —preguntó Amanda.
—No hasta que la vi.
Amanda se preguntaba si Nova quizá tuviera dos personalidades y creyera que una era su madre muerta. Decidió mantener aquella idea en la continuación del interrogatorio. Antes o después Nova vería a un psiquiatra que podría hacer un diagnóstico.
—Pero, de todas formas, ibas a avisar al profesor —señaló Amanda.
—Sí. Me había encontrado con Peter Dagon antes ese mismo día y me di cuenta de que trabajaban siguiendo nuestra lista de los
Dirty Thirty
—aclaró Nova.
—A ver si lo he entendido bien: tu madre colabora con alguien que se llama Peter Dagon.
Nova asintió con la cabeza y continuó.
—Sí. Quieren parar un nuevo diluvio universal intentando detener el efecto invernadero.
—Así que es ahí donde el diluvio y la Biblia entran en juego —constató Amanda anotando mentalmente por qué estaban las citas de la Biblia en las paredes—. ¿Quién es Peter Dagon?
Amanda anotó el nombre Peter Dagon para controlarlo.
—Un viejo amigo de mi madre. Creen que son descendientes de nefilim.
Nova parecía sorprendida al ver que Amanda sabía quiénes eran pero asintió con la cabeza para confirmarlo.
«Bueno, ya está bien. A estos idiotas no hay por dónde cogerlos», pensó y dijo:
—Sólo hay un problema con tu relato: tu madre está muerta.
—No, no lo está —se dio prisa en responder Nova—. Organizó su propia muerte.
—¿Cómo? —preguntó Amanda—. El forense, Moses Hammar, la identificó.
Amanda se tocó el vientre cuando pronunció el nombre de Moses.
—Él también está involucrado —dijo Nova muy seria—. Es un complot muy grande. Él también está entre los que se creen que son nefilim.
—¿Así que tú también eres un descendiente de un ángel caído? Quiero decir, si tu madre lo era, lo serás tú también.
—No soy yo quien lo cree. Son ellos los que lo creen. Nils Vetman también está involucrado.
Amanda suspiró hondo y dijo:
—Así que tu madre muerta, el forense, un hombre que se llama Peter Dagon y Nils Vetman, creen que son ángeles —resumió Amanda cansada—. Por favor, ¿no puedes ser seria y explicarme lo que realmente ha ocurrido?
El Café Muren de la calle Västerlång se encontraba a unos cientos de metros de la casa donde Elisabeth Barakel había vivido toda su vida. El local reunía todas las condiciones para tener un encanto genuino. Al fondo estaba la antigua muralla de la ciudad, con grandes rocas en la base y el muro encima. Una bóveda blanca dividía la cafetería en dos partes y las anchas vigas se aguantaban en el techo con unos resistentes clavos.
Aunque después algo había ido mal. Los bancos anclados a las paredes tapizadas con telas rotas, los cojines de colores chillones y las puertas blancas de la cocina de Ikea parecían como sacados de un restaurante
kebab
. La puerta de los servicios, no muy limpios, solía estar abierta, lo que contribuía a darle un aspecto de retrete comunitario. El resto de la decoración era normal aunque multicolor.