—El asesinó dejó el chicle. Tapaba la mirilla de la puerta.
Amanda miró con otro interés el pañuelo de la mesa y después preguntó:
—¿Sabes cuándo lo pusieron allí?
—A las once y media.
Gudrun
había estado intranquila toda la tarde y yo en varias ocasiones controlé que no ocurría nada en el rellano de la escalera. A las once y media ya no se podía ver nada.
«Once y media —anotó Amanda y pensó—: Espero que me den el informe de la autopsia pronto para que podamos determinar que la víctima murió exactamente entonces. Realmente, Moses tiene que tener un exceso de trabajo de narices porque está tardando un montón.»
«¿Y si yo soy uno de ellos? ¿Qué quiso decir?», eran las preguntas que le daban vueltas en la cabeza a Nova cuando a gran velocidad dobló la esquina y cogió la calle Själagård. Se encontraba delante de dos buzones de correos pintados como pequeños autobuses. «En su distorsionado mundo soy la hija de mi madre y originaria de esos nefilim. Está completamente loco», concluyó mientras se hiperventilaba apoyada en la pared gruesa y roja. Con esa idea miró al otro lado de la esquina. Peter Dagon no la había seguido, pero no se sentía segura.
Luchaba contra el pánico que la dominaba tras haber atado cabos. «Si Peter Dagon es un loco y está implicado en el asesinato del pastor americano, seguramente también tenga que ver con los otros dos asesinatos. Y con el de mi madre —pensó Nova a la vez que miraba de nuevo al otro lado de la esquina—. Ese desgraciado a lo mejor mató a mi madre.» Nova pensó en las alternativas mientras continuaba andando sobre los adoquines de la calle Själagård. A la derecha había un nudoso roble y sus ramas daban sombra para protegerse de los fuertes rayos del sol del mediodía. «¿Llamo a la policía? —pensó—. No, no me creerían.» Pasó por delante del número trece, donde en el siglo XV había habido un claustro que acogía a ancianos y a enfermos. Ahora había jubilados en el mismo lugar pero en una casa nueva.
«Tengo que avisar a Waldemar Göransson», decidió.
Era lo único adecuado. Fue a paso ligero hacia la estación de metro de Slussen. No se atrevía a ir por Gamla stan.
«Imagina si Peter Dagon me espera allí», pensó.
Había tres personas en la sala de interrogatorios. En el aire flotaba una mezcla de esperanza, miedo e ira. Eran las once menos cinco. Llevaban esperando veinticinco minutos y sus voces habían llenado los primeros veinte, pero ahora estaban callados. Arvid se sentía mal. Tenía la misma sensación que cuando el olor del aceite, el gasoil y los vapores de la cocina se mezclaban en el estrecho casco del
Rainbow Warrior II
. Sentía la cabeza vacía y no podía concentrarse. Con los ojos cansados observaba a Amanda que, de una manera significativa, se había sentado inclinada hacia atrás y picaba el borde de la mesa con un bolígrafo.
Tap, tap, tap.
Kent permanecía sentado y completamente quieto, con los ojos cerrados. Nils Vetman había desaparecido de la sala cuando sonó su teléfono. A las once menos un minuto el abogado volvió con una sonrisa de disculpa en los labios.
—De vuelta a la agenda —dijo—. Como parece que estemos de acuerdo con las condiciones, tú, Arvid, puedes explicar quién es el tercero de la lista.
Las palabras salieron de la boca de Arvid como si se tratara de una ametralladora.
—Es Waldemar Göransson. Es catedrático de Técnica.
—¿Por qué está en vuestra lista? —inquirió Amanda.
—Porque es experto en esconder debajo de la alfombra los problemas del efecto invernadero.
—¿Cómo? —preguntó Kent, que acababa de abrir los ojos.
—Escribe artículos de debate donde, por ejemplo, asegura que el dióxido de carbono es bueno para las plantas y que la tierra se regenera por sí misma. Si hay demasiado dióxido de carbono, es asumido por nuevas plantas.
—Y ¿no es cierto? —quiso saber Amanda.
—Es cierto que las plantas crecen mejor y necesitan menos agua si tienen acceso al dióxido de carbono. Y claro que absorben el dióxido de carbono, pero lo que se le olvida decir es que la superficie de un campo de fútbol de bosque tropical se tala cada minuto.
—Pero, en realidad ¿cuál es el problema con el dióxido de carbono? —preguntó Amanda.
—Es uno de los gases del efecto invernadero; se sitúa como una tapadera alrededor de la Tierra y en cierto modo detiene la radiación calorífica natural. La Tierra se calienta, los glaciares se deshacen, el mar sube de nivel y los arrecifes de coral mueren.
Arvid había tomado carrerilla y continuó:
—Waldemar Göransson afirma también que no son los residuos del hombre los que han provocado el calentamiento, a pesar de que todos los análisis del hielo antiguo del Ártico y de Groenlandia, donde se han investigado las burbujas de aire que tienen más de doscientos mil años, demuestran que la concentración de dióxido de carbono en la atmósfera ha estado casi sin variar durante veinticinco mil años, hasta la industrialización. El panel del clima de las Naciones Unidas...
Amanda miró el reloj e interrumpió a Arvid:
—Muy interesante, pero ahora tenemos que ponernos en contacto con ese Göransson. ¿Sabes dónde está?
Justo cuando Arvid iba a responder, se inmiscuyó Nils Vetman.
—Mi cliente lógicamente no lo sabe. Ya os ha dado el nombre, así que buscadlo en internet.
Dio por terminada la reunión, se puso en pie y metió su libreta de notas forrada en piel en el portafolios. Amanda no esperó a que saliera de la sala sino que cogió su móvil, llamó y dijo:
—¿Puedes ponerme con la sección de personal de la Escuela Técnica Superior de Estocolmo?
A la manzana Fältöversten la llamaban antes el foso debido a todas las barracas y almacenes de chatarra que había allí. Se había construido con el espíritu de los nuevos valores e ideales de los años setenta. La manzana constaba de más de quinientas viviendas socialmente integradas, de las cuales cincuenta estaban adaptadas para jubilados y catorce para minusválidos. Todos tenían acceso a servicios municipales y comerciales. Sin embargo, no había sido por eso por lo que Waldemar Göransson aceptó un piso de dos ambientes cuando se lo ofrecieron hacía veinticuatro años, cuando sus hijos y su mujer ya se habían ido de casa. Lo que era importante para él era que estaba a un paso de su despacho en la Escuela Técnica Superior, pero hacía diez años que también lo había perdido.
«Para mejor uso», había argumentado la Unidad de Planificación Local de la Administración de la Universidad. Waldemar Göransson lo tomó como un agravio personal y luchó con uñas y dientes para conservarlo. Como catedrático emérito consideraba que tenía derecho a un despacho, pero perdió. Actualmente administraba su lucha por el sentido común y contra la histeria colectiva desde su piso. Se llevaba toda su fuerza y espacio. Lo demás carecía de importancia.
El ordenador estaba rodeado de libros amontonados, informes abiertos y tres envases de plástico con restos secos de comida hecha y congelada de la marca Findus. Sobre la alfombra de plástico del suelo había otros cuatro envases. Waldemar Göransson, enfurecido, tecleaba con fuerza, tan concentrado en escribir que no oyó el clic de su propia puerta. En el cenicero lleno de colillas había un cigarrillo encendido.
—Mierda de crío —gruñó a la vez que contestaba a un envío del foro
Flashback
.
La versión sueca de la página web, tras haber recibido amenazas de una multa por cuatro mil coronas y gastos de juicio por miles de millones, se había visto obligada a cerrar. Las opiniones que había eran demasiado incómodas para que se pudieran defender con el derecho de libre expresión. Ahora se hacía en el extranjero.
Cuando un frío acero le presionó la garganta gris y arrugada, Waldemar Göransson se dio cuenta de que no estaba solo. Sus dedos dejaron de teclear.
Se quedó completamente quieto.
Con miedo a que el cuchillo le cortara la piel al mínimo movimiento.
No era la muerte en sí lo que le aterraba sino no poder hacer todo lo que quería antes de morir. Quería salvar a la humanidad, que estaba cometiendo un enorme error. En lugar de desarrollo, pedían estancamiento y retroceso. Todo teniendo en cuenta lo que llamaban calentamiento global. «Tonterías», opinaba Waldemar.
Nadie dijo nada, pero podía oír la respiración de una persona y percibía la ligera presión de una mano sobre su hombro.
Después Waldemar Göransson sintió cómo el cuchillo cortaba los tejidos.
«Qué raro —pensó—. No siento ningún dolor.»
Nova sabía dónde vivía Waldemar Göransson. Habían estudiado sus costumbres, lo cual no parecía ser en sí demasiado difícil, pero a ellos les había supuesto un problema. Día sí y día no, salía, apoyado en un bastón, hasta la tienda Sabis, en el centro comercial de Fältöversten. Por lo demás, siempre estaba en casa. Se habían preguntado cómo podrían entrar en su casa sin ser descubiertos. Al final, se inclinaron por destruir su credibilidad falseando su identidad y dirección electrónica para enviar a los periódicos y fórums unas ideas disparatadas. Aún más locas que las que él escribía. Si parecía demasiado extremista y subjetivo, ya nadie lo escucharía. No habían ido más lejos en la discusión.
Nova salió disparada de la estación de metro de Karlaplan y atravesó la plaza hacia Fältöverste. A la derecha de la entrada del centro comercial subió corriendo la escalera mecánica, que estaba parada. Las paredes repetían el eco de los niños jugando en el patio de manzana entre los edificios. El césped resistía, aunque con trozos secos. El ideal de los años setenta se iba desgastando.
Nova no tenía tiempo de coger el ascensor hasta el tercer piso, sino que utilizó la escalera de cemento. Cuando llegó a la puerta con la placa «Waldemar Göransson» se paró de golpe. Había pensado llegar hasta allí, pero no más. «¿Qué le voy a decir?», pensó intentando poner en orden sus pensamientos.
Un fuerte ruido se oyó dentro de la vivienda.
«Por lo menos está en casa. Tendré que improvisar», pensó Nova y llamó al timbre.
La señal fue recibida con un silencio total.
Nova apretó la oreja contra la puerta.
No se oía nada.
Lo intentó de nuevo con dos largas llamadas.
Todavía sin respuesta.
Nova estaba segura de que antes había oído algo. «Este malnacido seguro que no quiere abrir —pensó—. Pero tengo que dar con él.» Mientras Nova sopesaba sus alternativas, probó la manilla de la puerta.
No estaba cerrada con llave.
La abrió indecisa y llamó por la abertura:
—¡Hola! ¿Hay alguien ahí? ¿Waldemar? Tengo que hablar contigo.
Silencio.
Nova miró hacia adentro. La peste a podrido, hombre viejo y humo le golpeó la cara. El recibidor era pequeño y estrecho. Abrigos de distintas décadas pendían mal colgados en perchas. Junto a la puerta había cinco bolsas de basura amontonadas una encima de otra. Dio un paso por encima de ellas y aguantó la respiración. El papel de la pared de color marrón oscuro hacía juego con la alfombra del recibidor, cuando eran nuevos, aunque eso no lo vio Nora porque el suelo estaba tapado con periódicos, publicidad y sobres de recibos sin abrir. En un rincón había tirada una maceta con un geranio marchito. Nova volvió a llamar:
—¡Hola! ¿Hola?
Sin respuesta.
En el recibidor había dos puertas. Nova empezó mirando a través de la que estaba a la derecha. La cocina era alargada y estrecha con una mesa para dos al fondo, junto a la ventana. Se había oscurecido por el humo de los cigarrillos y de cocinar. En el suelo había más bolsas de basura y algún que otro envase de plástico. El sol iluminaba dudoso la suciedad del cristal de la ventana. «Repugnante», pensó Nova y dirigió su atención hacia la otra puerta.
La sala de estar estaba peor, si eso era posible. Al fondo, en un rincón, había pelusas que crecían con el paso de los años. Las bombillas de la lámpara hacía tiempo que se habían fundido. Las librerías estaban llenas. Las revistas y los libros se amontonaban en el suelo hasta componer un pasillo que llegaba a la altura de la cintura desde la habitación hasta el escritorio. Las persianas estaban bajadas y una única lámpara sin pantalla lucía en la sala.
Cuando Nova bajó la mirada dio un respingo; detrás de uno de los montones se veía salir un dedo gordo de un viejo zapato de hombre.
A Nova se le aceleró el pulso.
—¿Hola? —dijo de nuevo insegura.
Ningún ruido. Ningún movimiento.
Nova dio un indeciso paso hacia adelante; el dedo se convirtió en zapato, que se convirtió en una pierna. El muslo estaba salpicado de sangre. La respiración de Nova era entrecortada e irregular. El pulso le retumbaba. Dudó. Quería irse de allí corriendo. No quería ver aquello, pero continuó con cuidado y se inclinó hacia adelante para comprobar lo que había al otro lado de la esquina.
Después gritó muy fuerte.
El cuerpo de Waldemar Göransson acababa en el cuello. La cabeza, completamente separada del cuerpo, estaba al lado. La expresión de la cara era pacífica, pero la laxitud del cuerpo hacía que aquello fuera más macabro y contradictorio que si la cara hubiera expresado miedo. La sangre todavía salía de las venas. El corazón hacía poco que se había ido parando y luego dejó de latir. El cuchillo estaba al lado. Parecía un cuchillo de caza con un filo afilado y pulido.
Nova se dio la vuelta para huir.
No quería ver más.
No quería quedarse ni un segundo más.
Pero el camino lo interrumpía una figura y no pudo salir a través de la puerta. Cuando Nova vio quién era, se quedó completamente inmóvil; lo imposible era posible.
El pavor fue tremendo.
El miedo y el terror se hicieron notar. Parpadeaba delante de los ojos de Nova. La realidad parecía lejana. Se desvaneció y cayó al suelo. Su cerebro no había superado la sobrecarga y se había desconectado.
Se quedó desmayada entre el polvo y los papeles.
En la puerta estaba su madre muerta estudiándola.
Amanda y Kent iban lo más de prisa que podían a través de las calles de Estocolmo: Kung, Sture y Karla. La sección de personal de la Real Escuela Técnica Superior había dicho que Waldemar Göransson estaba jubilado desde hacía quince años y vivía en un piso de Fältöversten. Creían que se pasaba la mayor parte del tiempo en casa, ya que tenía una rodilla dañada y dependía de un bastón. Lo habían descrito como obstinado y cuadriculado pero inteligente. Waldemar Göransson no contestaba al teléfono. A pesar de la luz azul del techo y de utilizar carriles especiales, iban despacio porque el tráfico de la ciudad los obstaculizaba.