—Tengo las imágenes aquí —dijo mientras las ponía de una en una sobre su escritorio y las comentaba.
—Aquí compra los billetes, aquí baja por la escalera mecánica y aquí espera a que llegue el metro.
Kent cogió su móvil para llamar a Amanda, pero de nuevo dio la señal de ocupado. «¿Se puede uno olvidar de colgar cuando habla con el móvil?», pensó Kent guardándose el teléfono de nuevo. Después le preguntó a Eva Gren:
—¿Qué se veía en la cámara del vagón en el que se subió?
—Esa película falta. Mejor dicho, el disco duro donde se guardan había desaparecido cuando se lo pedí a SL.
—¿Qué? ¿Es que alguien lo ha cogido?
—Sí, nosotros. Alguien de la policía lo pidió hace dos semanas como prueba de un caso de violación.
—Y ¿no lo han devuelto?
La irritación empezaba a hacer mella en Kent.
—No, por lo que se ve.
—Me cago en la hostia —exclamó Kent dando un golpe con la palma de la mano sobre el escritorio de Eva Gren.
Ésta dio un salto a la vez que su cara reflejaba terror. Ken se arrepintió de su ataque en cuanto vio la expresión de la mujer, pues era consciente de que según a quién su constitución podía darle miedo. Por lo visto, Eva Gren era una de esas personas.
«Espero que no le dé ahora un ataque al corazón», pensó ella.
Durante décadas, Nor Boström había perseguido a criminales de todo tipo, pero después se especializó en delitos informáticos. Era un policía de los pies a la cabeza. A principios de 2000 había interrumpido su carrera dentro del departamento de Homicidios de la Policía Nacional para trabajar como jefe de seguridad de la empresa de desarrollo informático Defcom. Su trabajo consistía en mantener en el lado bueno de la ley a los
hackers
a sueldo y darle a la empresa una buena imagen externa. Cuando la burbuja de la informática estalló y Defcom se fue a la quiebra, volvió a casa. Actualmente era el jefe de operaciones de la Policía Nacional en Delitos Informáticos. Amanda le tenía mucho respeto y esperaba atenta a que le explicara lo que había encontrado en el ordenador de Arvid. Nor Boström se rascó la cabeza, se aclaró la voz y dijo:
—Bueno...
Después se puso a hojear los papeles que tenía sobre el escritorio. Pensativo, miró finalmente a Amanda y explicó:
—... hemos encontrado unas cuantas cosas en el ordenador. Creo que tanto tú como SAS estaréis interesados en lo que hemos descubierto.
—¿Hay algo que lo pueda relacionar con la muerte del presidente de SAS? —inquirió Amanda.
—No, no directamente. Mejor dicho, nada en absoluto. Sin embargo, encontramos el código base del virus de los móviles que ha atacado la centralita de SAS. Estaba en varias versiones en su ordenador, así que es bastante evidente que ha sido creado en él. ¿Sólo había una persona con acceso a ese ordenador?
—Estaba en un pisito pequeño donde Arvid vive solo. No sé más.
—Entonces es muy probable que sea él quien lo haya hecho, pero es cosa vuestra demostrar que sólo él ha tenido acceso al ordenador.
Amanda había leído en el periódico que un virus había destrozado la centralita de SAS y ahora entendía que podía tener algo que ver con su caso. «Aunque es rebuscado, no hace daño saber más», pensó y luego preguntó:
—No estoy al día de lo que le ha ocurrido en la centralita de SAS.
Nor primero pareció sorprendido, ya que creía que todo el mundo había seguido la noticia, en especial los investigadores del asesinato de una persona de la empresa. Acostumbrado a cosas más extrañas, se repuso rápidamente y explicó tranquilo y pedagógico:
—El virus hace que tu móvil se conecte a la centralita de SAS.
—¿Así que el virus no está en la centralita? —preguntó Amanda.
—No. La centralita se ve sobrecargada por la cantidad de llamadas que recibe. Es un
Denial-of-Service-attack
y se le llama
DoS-attack
en idioma informático. Se esparce enviándose a sí mismo a todas las personas de una lista de móviles y al usuario se le lleva a creer que sólo es una melodía de llamada que han instalado. En este caso no podía ser más apropiada que una versión de
The Final Countdown
.
Una sombra cayó sobre la cara de Amanda, pero en seguida se recuperó e hizo una pregunta de control:
—Si yo, hipotéticamente hablando, he recibido un mensaje multimedia con una melodía de llamada titulada
The Final Countdown
y la instalo, ¿todas mis llamadas entrantes se conectan a la centralita de SAS?
Ahora entendía por qué nadie había podido contactar con ella por el móvil las últimas veinticuatro horas; todas las llamadas eran desviadas por el virus que gestionaba su móvil.
Agradeció la información y salió rápidamente del despacho. Nor Boström la miró sorprendido, ya que aún no le había dado toda la información ni las pruebas que tenía. Cogió el teléfono y llamó al número de Amanda. Tras dos señales oyó la voz de un hombre:
—Bienvenidos a SAS. En estos momentos tienes el número ciento ochenta y seis en el turno de espera.
Amanda se sentó delante de Arvid y lo miró fijamente a los ojos. Tras una corta pausa dijo:
—Hemos encontrado el virus en tu ordenador.
Arvid parecía afectado por la constatación pero, aun así, preguntó:
—¿De qué virus estás hablando?
—Déjate de hostias. Ya sabes de lo que te estoy hablando. Piensa que tú también eres sospechoso de asesinato y el virus demuestra tu animadversión hacia SAS.
—Pero, joder, yo no he matado a nadie. Un pequeño virus no significa que voy por ahí matando a la gente.
—¿Así que reconoces que creaste el virus?
Arvid respiró hondo y suspiró.
—Sí, vale. Pero se lo merecen. ¿Sabes cuánto dióxido de carbono emiten a lo largo del año?
—¿Se merecía morir su presidente, Jan Mattson?
—Por enésima vez, yo no tengo nada que ver con su muerte.
—¿Se merecía morir el presidente de Vattenfall, Josef F. Larsson?
—Merecérselo es una cosa, pero yo no lo hice.
—Pero le diste una coartada a Nova.
—No, bueno sí, pero sé que ella no lo hizo.
—Ahora mientes. Tiene motivos y tenemos pruebas de que estuvo allí.
Arvid se quedó callado un buen rato mientras Amanda lo observaba atentamente. Se daba cuenta de que estaba sopesando las alternativas y dejó que lo hiciera. Más presión probablemente lo llevaría hacia una dirección equivocada. Al final, Arvid volvió a abrir la boca. Esta vez explicó de principio a fin lo que había ocurrido el quince de agosto. Mientras la historia avanzaba, Amanda parecía más escéptica. Cuando Arvid acabó, ella resumió:
—Así que, ¿quieres decir que entrasteis por casualidad en casa de Josef F. Larsson la misma noche en que lo mataron a él y a su mujer? ¿Fue una casualidad que fueran asesinados los presidentes de dos empresas que estaban en los primeros lugares de vuestra llamada lista
Dirty Thirty?
—Sí. No tenemos nada que ver con eso.
—¿Así que sólo cometéis allanamientos y creáis virus? —preguntó Amanda sarcástica.
Había muchos datos que señalaban a Nova como culpable. Amanda no creía a Arvid, pero se daba cuenta de que estaba más implicado que lo que ella creía al principio. Había admitido que estuvo cerca, por lo menos, de uno de los lugares donde se cometieron los asesinatos. Aquello era suficiente para Amanda.
—Y ahora, ¿qué pensáis hacer con la tercera empresa de vuestra lista? ¿Volar a toda la directiva o qué?
—En el tercer puesto no había una empresa, sino una persona —respondió Arvid.
Amanda oyó la alarma que sonaba en su interior. Le tocaba el turno a una persona de la lista y Nova seguía libre. ¿Por qué no había hecho aquella pregunta antes? Sabía que se arrepentiría de ello durante mucho tiempo. Un error que no se debía cometer.
—¿Quién es? —preguntó Amanda forzada.
La puerta de la sala de interrogatorios se abrió.
Nils Vetman entró con naturalidad.
—Este interrogatorio se acaba aquí y ahora —exigió—. Necesito tiempo para hablar con mi cliente. Desde este momento yo represento a Arvid Fredriksson.
Se volvió hacia Arvid y le dijo:
—Si tú estás de acuerdo.
Arvid, que parecía tan sorprendido como Amanda, asintió con la cabeza sin decir palabra.
«Peter Dagon es la clave de todo —concluyó Nova—. Si consigo dar con él, tengo muchas preguntas que me podrá responder. Si él quiere.» Nova, que quería evitar la soledad en la oscuridad del bosque, se preparó para una nueva excursión a la ciudad. Durante la noche, prefería pasear por las calles iluminadas de Estocolmo que sentarse en la tienda de campaña oscura como boca del lobo, oyendo los sonidos del bosque. Le resultaría imposible dormir a pesar de que estaba extenuada. Las sombras la perseguirían y aumentarían su fantasía. ¿O era algo más que simple fantasía? ¿Es que su madre también la visitaría a ella y no sólo su casa? Nova se dio prisa en recoger sus cosas. Como siempre, escondió todo lo que no necesitaba.
Esta vez cogió el metro que salía mucho antes de que el sol se pusiera, por una parte porque quería estar segura de poder evitar la oscuridad, y por otra para tener la posibilidad de hablar con Peter Dagon. Pensaba hacer otro intento en casa de Nils Vetman.
El bolígrafo, usado como baqueta, repiqueteaba contra el desgastado escritorio. Amanda estaba irritada y confundida.
«¿Por qué un personaje como Nils Vetman se ofrecía por iniciativa propia a representar a Arvid? Sabían desde hacía tiempo que tenía cierto contacto con Nova. «Quizá fuera un viejo amigo de la familia —pensó Amanda—. La madre de Nova también era abogada.» De pronto el bolígrafo se rompió y algo salió volando a través del despacho de Amanda a modo de catapulta. Miró sorprendida los restos que tenía en la mano. El plástico se había desprendido y aterrizó al lado de la puerta. Con irritación, Amanda tiró el resto del bolígrafo en la misma dirección. Botó dos veces en el linóleo gris y manchado de los años ochenta y salió rodando hacia el pasillo.
El teléfono fijo de su escritorio sonó.
—Amanda Nilsson —respondió irritada.
—Aquí Nils Vetman. ¿Te llamo en mal momento?
—No, qué bien que hayas llamado. Quisiera intercambiar unas palabras contigo —dijo en un tono más tranquilo, dado que quería que el otro no se diera cuenta de que era el motivo de su frustración.
—¡Qué casualidad! Mi cliente tiene que explicarte algo antes de que lo suelten.
—¿Cómo que soltarlo?
—Después de que te explique lo que tiene guardado, supongo que no habrá ninguna base para que siga privado de su libertad.
—Es cosa del fiscal y no tuya —respondió Amanda tan objetiva como pudo.
Nils Vetman la estaba sacando de quicio.
—Ya veremos, ya veremos —aventuró Nils Vetman y continuó—. En mi despacho a las seis de la tarde. ¿Te va bien?
—Sí, pero...
—Bien, entonces quedamos así —concluyó Nils Vetman y colgó el auricular sin que Amanda pudiera acabar de hablar.
Ella permaneció un segundo con la boca abierta y el auricular pegado a la oreja. Odiaba que le ordenaran lo que debía hacer. En especial un tipejo con la cabeza en forma de pera, abogado y con un ego demasiado grande.
Después colgó dando un fuerte golpe con el auricular y gritó:
—¡Puto abogado de los cojones!
Kent se asomó por la puerta con el bolígrafo roto entre el pulgar y el índice, y preguntó:
—¿Tenemos un mal día?
En la plaza de Malar sólo había un vendedor, pero tenía llores de todos los colores del verano. Al fondo pasaba un metro por el puente hacia el barrio de Södermalm. Las farolas negras de hierro forjado estaban a cierta distancia las unas de las otras bajo el cálido sol de la tarde. Hacía cien años, el lugar había estado rodeado de una valla alta, y lo habían llamado Reunión de Moscas, ya que las letrinas de la ciudad se vaciaban allí. Ahora, tanto la zona peatonal como la de aparcamiento estaban limpias menos por alguna que otra hoja seca que había caído de algún árbol.
Nova salió del metro por una de las esquinas de la plaza y continuó recto por el empedrado pasaje Schonfeldt y, como de costumbre, tomó la calle Lilla Ny. Allí estaba su tienda preferida, Van Asch, especializada en la moda de la Edad Media. Nova se quedó mirando el escaparate y vio pulseras con piedras rojas y racimos de perlas, collares con medallones y vestidos de cintura estrecha y mangas anchas. Sus ojos se paseaban a través de las mercancías de la tienda, pero su mente no estaba allí.
La cabeza de Nova le daba vueltas a lo que le diría a Nils Vetman para convencerle de que le diera el número de teléfono de Peter Dagon, pero después pensó en un detalle. Ya no era un secreto que la policía la andaba buscando en relación con el asesinato, sino que además era material de primera plana. «¿Un abogado no llamaría a la policía? —se preguntó—. Probablemente, no», decidió.
Casi arrastrando los pies, Nova continuó su camino hacia el despacho de Nils Vetman. Pasó por debajo de los banderines del Museo de Correos,
Postmuseet
, que publicitaba la última exposición «Selma Lagerlöf y todas esas cartas». Con Riddarholmen a sus espaldas, giró por el amplio pasaje Stora Gråmunke. A medida que el pasaje se estrechaba, ella se acercaba a su meta. Al final, se encontró delante de la puerta del despacho del abogado. Antes de llamar tuvo un pensamiento: «¿Por qué han tapiado los arcos de la planta baja?»
Amanda pasó el arco rojo de Riksdagen, el Parlamento sueco, y continuó irritada por el ancho puente hasta la plaza Mynt y el barrio de Gamla stan. No se sentía a gusto yendo a la reunión con Nils Vetman. No le parecía bien recibir órdenes de un abogado, en especial teniendo en cuenta la fama de aquél. «¿Es que soy una marioneta o qué?», murmuraba para sí misma.
Empezó a salivar cuando pasó por delante de un escaparate lleno de pasteles con la correspondiente capa de chocolate, crujiente almendra picada y una tarta salada hecha con apetitosas gambas y lechuga. Miró el reloj. Era hora de comer y tenía la cita dentro de diez minutos. No le quedaba tiempo ni para unas cuantas calorías de aquella cafetería.
La calle Västerlång, que hacía setecientos años era un camino al lado de la playa en la otra parte del muro, era ahora la calle turística por excelencia de Gamla stan y mostraba toda su autenticidad ante Amanda. Pasó por delante de tiendas que vendían caballos de madera de la región de Dalarna de color de rosa, gorras donde ponía
Sweden
y peleles con los colores azul y amarillo de la bandera sueca. Aquella calle siempre había tenido mucho tráfico, pero ahora era peor que nunca: pasaban hordas de japoneses, parejas rusas cogidas de la mano y hombres suecos estresados corriendo, por lo que algún que otro perro faldero tenía que ir con cuidado para que no lo pisaran.