Se iban acercando a la ciudad de Södertälje.
El sol calentaba sin misericordia los tejados de la ciudad.
La escalera que llevaba al local del sótano estaba parcialmente cubierta por una alfombra de plástico rota. Moses bajaba escalón tras escalón con las piernas separadas. Un opaco olor del sudor de generaciones impregnaba las paredes. La hermandad era tácita y compacta. Cada día se sucedían los cruces de polea, los combos a la cabeza, los maratones y las caídas a la lona. El contacto físico de los cuerpos creaba lazos de amistad para toda la vida. Aquí Moses se sentía como en casa.
El boxeo era su vida.
En el hombro llevaba colgada una bolsa grande; ropa para entrenar y champús junto con zapatos y bebidas para deportistas. La adrenalina le recorría el cuerpo. Tenía ganas de empezar el duro entrenamiento de dos horas. El cuerpo esperaba el placer de quedar completamente exhausto.
Camino de los vestuarios, Moses pasó por delante del escaparate del orgullo del club, en forma de medallas y copas. Su mirada buscó una de ellas: Klippan Cup, año 1988. Moses había conseguido la plata en 130 kilos tras clasificarse para la final.
Thomas Johansson le ganó 3-2 después de una prórroga. Moses acabó fuera del cuadrilátero tras una secuencia de ganchos.
A veces se preguntaba qué habría ocurrido si no hubiese hecho lo que se le exigía: reducir el volumen de su gran físico y también su aparición en los medios de comunicación. En sus momentos bajos, soñaba que había aprovechado la oportunidad y no había escuchado las directrices que le habían dado. Pensaba que había ganado la Klippan Cup y que el resto del año había continuado por el mismo camino. Moses había tenido la oportunidad de ser famoso en todo el mundo. Sin embargo, se tenía que conformar con ser consciente de su capacidad.
Moses apartó los ojos de la medalla y continuó hacia los vestuarios.
Los músculos le pedían esfuerzo a gritos.
Dentro de un momento enmudecerían con el ácido láctico.
Amanda odiaba las reuniones. Aunque era consciente de su importancia, las evitaba todo lo que podía. Muchas veces la habían criticado por su incapacidad para trabajar en grupo. Ella intentaba explicar que no tenía inconveniente en trabajar en grupo mientras no implicara perder el tiempo en una sala de reuniones. De cualquier manera, en esos momentos estaba presente en una de ellas y se esforzaba para no levantarse y salir corriendo de allí. Quería hacer el trabajo, no hablar de él.
«Tienes que ser un jugador del equipo», le había dicho su jefe, y en estos momentos hacía lo imposible por no interrumpir a los que hablaban, por muchas vueltas que dieran al tema y por poco concisos que fueran a su juicio. Amanda tenía uno de los récords del departamento en cuanto a casos solucionados, pero en los últimos años se había dado cuenta de que si tenía a su jefa contenta, la vida le resultaba más cómoda.
Cinco años atrás, un psicólogo le quiso hacer una terapia para ver si había sido una niña conflictiva, pero Amanda se negó. ¿Qué iba a solucionar con ello? Se sentía a gusto consigo misma independientemente del diagnóstico que pudieran hacerle. Pensaba que si era una policía de casi cuarenta años se la podía considerar una ciudadana bien adaptada. Y punto.
De momento sólo eran tres en el grupo que investigaba el asesinato de los presidentes, además del fiscal y de Moses. Amanda no contaba como equipo a la unidad que llamaba a las puertas. En cuanto éstos encontraban algo interesante, Amanda y los otros dos que pertenecían a la unidad operativa se hacían cargo del asunto. Sabía que su forma de trabajar no gustaba, pero no quería perder el control sobre lo más importante en una investigación: los testigos.
A sus colaboradores más cercanos los llamaba el Gordo y el Flaco. Kent era alto y con sobrepeso, mientras que Morgan era bajo, delgado y miraba fijamente pero de forma insegura. En sus momentos de maldad, Amanda pensaba que Morgan no sólo era la mitad de grande sino que también tenía sólo la mitad de la capacidad cerebral de Kent.
Hacía años que trabajaba con ellos pero, aun así, se sentía como un pájaro raro. Ellos eran padres de familia, maduros, y ella no tenía hijos y oficialmente andaba sin relación estable; lo de Moses era un secreto bien guardado. A pesar de que no se llevaban muchos años, Amanda se sentía mucho más joven que sus dos colaboradores.
Si a ella le gustaba hablar de restaurantes o de ropa de diseño, a ellos sólo les interesaba hacerlo de la paga que tenían que darles a sus hijos o de qué supermercado era el mejor. Sólo compartían la afición por la decoración y la restauración, y de eso hablaban los tres junto a la máquina de café. Con esa única excepción, sólo hablaban del trabajo y del último caso. A pesar de que asistían por compromiso a algunos cumpleaños y otras fiestas, no se relacionaban en privado.
Mientras la conversación avanzaba lentamente, Amanda se entretenía montando los fragmentos de los cuadros del piso de Nova. Eso le hacía la situación más soportable, a pesar de que era difícil: los trozos estaban rotos, arrugados y eran muchos. Había conseguido montar cierta cantidad de islas con motivos que casaban, pero aún no sabía a cuántos cuadros pertenecían. Lo único que había conseguido dilucidar hasta el momento era que ninguna persona normal tenía esos cuadros colgados en la pared: caballos y ovejas apaleados hasta que se les salían los intestinos, una mujer a la que encontraban asesinada y, por último, el dibujo que vio primero en el suelo de Nova. Después de poner algunos trozos en el primer cuadro, Amanda vio que representaba a un hombre desnudo al que le habían hecho la autopsia. «Joder, qué enfermizo —pensó—. Sólo hay una palabra para todo esto: ultraje.» Morgan, según Amanda, estaba haciendo una presentación larga y carente de todo interés sobre la búsqueda de la mañana y la detención en Arlanda, que se había planificado al detalle. De repente, se oyeron unos golpes fuertes en la puerta. La cara de Moses asomó sin esperar permiso y luego les explicó a lo que iba allí mientras agitaba un papel en el aire:
—Esta mañana he recibido el resultado de las pruebas del laboratorio. Ahora tenemos más base para determinar que Nova es la persona que buscamos por los asesinatos. El vómito que encontramos en la casa del presidente de Vattenfall coincide con el ADN que obtuvimos del pelo de su cama.
Amanda asintió agradecida. Después se le ocurrió algo en lo que no había pensado antes:
—Si Nova asesinó a estas personas, ¿por qué vomitó?
Antes de que le diera tiempo a alguien a reflexionar sobre la pregunta, la mirada de Moses se fijó en la mesa de reuniones.
—¿Qué es lo que estáis haciendo?
—Encontramos estos trozos en el suelo de la casa de Nova —respondió Amanda.
—Por lo visto le gusta la sátira inglesa del siglo dieciocho.
—¿Qué? —preguntó Amanda mirando inquisitivamente a Moses.
—Sí, ésas son
Las cuatro etapas de la crueldad,
de William Hogarth —explicó Moses y luego rectificó—, o por lo menos parte de ellas.
Luego soltó un silbido, como era habitual cuando se le ocurría algo:
—Mira que no pensarlo antes: los lugares del crimen parecen sus cuadros. Por eso los reconocí.
El metro de la línea verde seguía su camino y pasó por Kärrtorp, Bagarmossen y finalmente llegó a Skarpnäck. Nova se apeó, cargó con la mochila y ajustó las correas cuidadosamente. Era pesada y debía andar bastante. En el andén pasaron tres mujeres de unos treinta años. Cada una con su cochecito de niño delante, una al lado de la otra. «Esas madres son las peores —pensó Nova—. Tres nuevos individuos y cada uno de ellos provocará una emisión media de seis toneladas de dióxido de carbono al año. —Hizo un cálculo rápido—. Seis veces setenta, por tres. Mil doscientas sesenta toneladas de dióxido de carbono es lo que llevan ahí delante. Menos mal que no son americanos.» Nova hizo un nuevo cálculo. Esta vez contó veinte toneladas por individuo. Cuatro mil doscientas toneladas de dióxido de carbono producirían a lo largo de su vida si vivieran en Estados Unidos. «Menuda suerte que hayan nacido en Suecia», pensó.
Echó a andar, adelantó a las tres madres con sus cochecitos y finalmente salió de la estación del metro. Su excursión empezaba en Skarpnäck, en las afueras, que una vez había sido un frondoso valle. En la Edad Media allí se estableció una familia para cultivar la tierra. Ahora todo estaba asfaltado y lleno de casas color teja.
Nova salió en seguida de la zona urbanizada y se internó en el bosque por un sendero. Era extraño, liberador y quedaba muy lejos del desarrollo loco actual. Nova era libre pero la perseguían. Continuó su camino adentrándose en la reserva natural de Nacka. Era allí, entre los montículos y las profundas hondonadas, donde pensaba desaparecer. Porque ¿a quién se le iba a ocurrir ir a buscarla en las más de ochocientas hectáreas de bosque y tierra?
De manera instintiva sacó el móvil para ver qué hora era, pero pensó en el último capítulo de la serie
Navy Cis
, cuando el obsesivo
hacker
Abby Sciuto localiza a un asesino en serie a través de su móvil. Nova tiró el suyo como si quemara y cayó suavemente en el suelo a tres metros de allí dando algunas volteretas. Su viaje acabó debajo de un diente de león marchito.
La primera reacción de Nova fue darse la vuelta y alejarse de allí rápidamente, pero después de dar dos pasos volvió a donde estaba, se agachó y cogió el teléfono. «Mientras no me compre otro me quedo con éste, por si acaso», decidió. Esta vez apagó el móvil por completo, sacó la batería y puso todas las piezas en un bolsillo interior de la mochila. Nova continuó adentrándose en el bosque.
Sólo faltaban dos kilómetros para llegar a su destino, una hendidura en una roca cerca de Söderbysjön que Nova conocía de hacía tiempo. Al día siguiente volvería por el mismo camino. No podía hacer otra cosa.
Por Arlanda pasaba una media de cuarenta y nueve mil pasajeros al día. Después de Copenhague, Londres era el destino más popular. A pesar de que Amanda sabía qué avión debía tomar Nova para ir a Londres, aquella masa de gente la inquietaba. Si Nova conseguía subir a bordo, con más de doscientos pasajeros sentados a su alrededor, la detención no será una cuestión trivial. En el pasillo de embarque estaría toda esa misma gente esperando. Después de hablar con la policía de Arlanda, Amanda decidió que Morgan vigilaría el mostrador de información de British Airways, Kent el de facturación y Amanda el pasillo de embarque. La policía de Arlanda los apoyaría con vigilancia en las salidas. Los policías de control de pasaportes habían sido informados y darían la alarma inmediatamente si aparecía el pasaporte de Nova. Amanda había repartido los recursos según la probabilidad de que Nova apareciera por un lugar u otro. Si es que aparecía.
Al cabo de muy poco se demostraría que no era correcto distribuir los recursos según las probabilidades.
A la una y media de la tarde Morgan vio a una joven rubia de unos veinte años acercarse al mostrador de información. Coincidía con los datos de Nova y se parecía a la foto que llevaba en la mano. Los ojos de Morgan se fijaron en el final de la falda que se movía al ritmo de unas piernas en buena forma física. Después pensó en los lugares de los crímenes, en las víctimas y en sus familiares, y el corazón le empezó a latir con fuerza. «Ésos son los más peligrosos —pensó—, los que no tienen aspecto de asesinos.» Resultaba comprensible dejar pasar a aquella rubia sin inquietarse. La que venía andando tenía un cuerpo bonito y unos atractivos ojos azules. Morgan la hubiera dejado pasar encantado. Cuando la mujer entregó su pasaje al hombre de detrás del mostrador, éste dio un respingo. «Aficionado de mierda —pensó Morgan del funcionario de aduanas que se había hecho cargo del trabajo que solía hacer un empleado de British Airways—. Espero que Nova no desaparezca.» El hombre de detrás del mostrador se tocó el lóbulo de la oreja izquierda.
Era la señal que habían acordado.
Tenía el pasaje de Nova en la mano.
Era la que tenían delante.
Morgan se fijó en que Nova metía la mano en el bolsillo y la dejaba allí tocando algo. Era la primera asesina en serie de Suecia desde hacía muchos años, les había explicado Amanda. El funcionario de Aduanas parecía tener miedo y entonces Morgan se dio cuenta de lo que estaba ocurriendo.
Nova amenazaba al funcionario con un arma que llevaba en el bolsillo.
Morgan empezó a respirar de prisa. Nova se inclinó hacia adelante y le guiñó un ojo al funcionario. «Zorra del demonio», pensó Morgan y tomó una rápida decisión. Sacó su arma del bolsillo.
—Policía, quédate quieta —gritó Morgan con una voz de bajo que no coincidía con su delicada constitución.
Antes de que a la mujer le diera tiempo de darse la vuelta, disparó.
Ella dio un grito.
Se formó un caos entre los pasajeros que huían.
La mujer cayó al suelo.
Morgan había sido el que tenía mejor puntería de su promoción de la Escuela de Policías, la única asignatura en la que destacó.
Fuera del crematorio de Råcksta, Moses estaba sentado en su Audi. «Hoy va a ser la incineración. Hoy las pruebas se convertirán en cenizas y hollín», pensó.
A Moses le hubiera gustado estar allí dentro cuando le tocara el turno al ataúd número 543, pero habría sido demasiado sospechoso. Así que tuvo que conformarse con imaginar cómo la puertecilla de metal se levantaba despacio y una fuerte luz aparecía al otro lado. No era el brillo ondeante de un fuego, sino chispas que revoloteaban con una inmensa luz anaranjada.
«Ochocientos grados, puedes confiar en mí, puedes confiar en mí»
, tarareaba Moses el antiguo éxito de Ebba Grön mientras continuaba con su macabra fantasía.
El ataúd fue conducido lentamente hasta dentro del horno por un mecanismo avanzado. El crematorio había sido renovado y modernizado, y el pesado trabajo físico ahora se hacía con máquinas. El proceso, convertir el cuerpo en un carbón blanco que caía abajo formando un pequeño montículo lo suficientemente pequeño para que cupiera en una urna, había comenzado. Se bajó la tapa y Moses pudo respirar tranquilo. Dentro de noventa minutos nadie podría descubrir lo que había hecho.
Se sintió seguro cuando vio el humo salir por la chimenea del crematorio y disolverse en el aire. Se imaginó todas las partículas del cadáver dispersándose con el viento. Su pensamiento continuó hacia la propuesta de la Inspección de Productos Químicos que había llegado a su mesa aquella misma mañana. Querían sacarles los dientes a los muertos para disminuir la emisión de mercurio procedentes de los crematorios. Por lo visto se trataba de decenas de toneladas al año. «Sabia decisión», escribiría en su respuesta. Leif Eriksson, jefe del crematorio Skog, de Estocolmo, ya había hecho declaraciones en el vespertino
Aftonbladet
y lo había calificado de poco ético. «Cobarde, uno tiene que atreverse a tomar decisiones incómodas para poder salvar el medio ambiente», pensó Moses.