«No puedo llegar demasiado tarde», pensó Amanda.
Cuando Nova se despertó se encontró con un par de ojos que nunca creyó que volvería a ver.
Los de su madre.
Primero se aseguró de que no era una pesadilla. Después recordó.
Waldemar Göransson. La sangre. El cuchillo.
Su madre.
Nova empezó a hiperventilar y despacio se fue arrastrando hacia atrás.
La madre de Nova se inclinó hacia adelante y le acarició la pierna como para calmar a un niño. Tuvo el efecto contrario. Nova chilló y se puso a dar patadas.
—Perdóname —dijo su madre—. No tenía ni idea de que verías esto.
La voz estaba allí y en ese momento. Era palpable, tangible. Nova lo experimentó como auténtico. Entonces fue cuando la idea se formó en su cabeza: «Mi madre vive, mi madre vive.» Se tranquilizó y la miró fijamente.
—¿Cómo...? —empezó diciendo, pero se arrepintió. Después formuló la pregunta de forma clara—: ¿No estás muerta?
—No, ya lo ves.
Detrás de su seriedad había una sonrisa de satisfacción.
Nova estudiaba a su madre. Tenía casi el mismo aspecto de siempre, bien peinada a lo paje y los ojos azules y penetrantes. La delicada red de arrugas debajo de los ojos era más evidente que antes. Nova no había visto nunca antes el chándal oscuro que llevaba. La expresión interrogante de Nova exigía respuestas.
—Organicé mi propia muerte —le explicó su madre.
—¿Cómo?
—Me ayudó el forense.
Nova recordó que se había preguntado por qué estaba en el entierro. Ahora se daba cuenta de que conocía a su madre de antes.
—Pero ¿por qué?
—Es una larga historia.
La madre de Nova suspiró.
—En realidad no tenías que enterarte hasta que cumplieras los veintiuno.
—¿Por qué? ¿De qué estás hablando?
—Es entonces cuando se sabe si la persona que hay en tu interior es dominante o no. Desgraciadamente, parece ser que sí.
—¿De qué estás hablando?
—Provienes de un antiguo grupo étnico llamado nefilim. Hemos estado en la Tierra desde tiempos inmemorables.
Nova apenas oía lo que le estaba diciendo y permanecía con la mirada fija en las manos de su madre. «¿Por qué las manos de mamá están ensangrentadas? —pensó—. ¿Qué cojones hace aquí?» Su madre siguió su mirada e intentó explicarse:
—Tenemos que parar el calentamiento global. Es necesario que haya algunas víctimas, si no, se nos llevará el agua cuando suba de nivel.
Entonces Nova gritó lo que no se había atrevido a pensar antes:
—¡Tú los has asesinado! ¡Eres tú quien los ha matado!
—Sí, pero era necesario. Tú misma sabes a qué se dedicaban esas personas.
A lo lejos se oyeron sirenas que se acercaban. La madre de Nova miró inquieta a su alrededor.
—Ya hablaremos más en otra ocasión. Intenta comprenderlo. No es sólo mi supervivencia sino también la tuya por lo que lucho.
—¡Joder! ¡No digas que por mí eres una puta asesina! —gritó Nova.
—Por favor, Nova, trata de entender —dijo su madre levantándose sin ruido.
Fue hacia atrás en la habitación mientras miraba suplicante a Nova. Ésta tenía tal galimatías de sentimientos dentro de sí, que sólo miraba hacia adelante. El odio y la furia se mezclaban con la tristeza y el miedo. Los brazos le caían sin fuerza a los lados del cuerpo.
El teléfono sonaba perseverante en la habitación de al lado.
Amanda llamaba al número de Waldemar Göransson por sexta vez. Sin respuesta. La llamada sonaba en la nada. Su Golf rojo iba acompañado de un coche pintado de la policía por las últimas manzanas de la calle Karla. Aminoraron la marcha cuando pasaron el edificio de ladrillo de la escuela Ostra Real, pues Amanda no quería más inocentes heridos en su investigación, en especial niños o jóvenes. Los dos coches se subieron a la zona empedrada delante del centro comercial y se pararon en los refugios que protegían la entrada. Los curiosos miraban con interés cuando sus pasajeros salieron corriendo.
Amanda localizó la escalera mecánica y se puso en cabeza. Kent iba justo detrás; a pesar de su corpulencia, todavía era rápido en distancias cortas. Subieron la escalera en unas pocas zancadas y continuaron a través del patio de manzana. Una señorita de la guardería se puso entre un grupo de críos y los precipitados policías. El juego se detuvo y los niños miraron fijamente lo inesperado que estaba sucediendo en su zona de recreo.
Kent se había quedado rezagado cuando Amanda llegó a la puerta de Waldemar Göransson.
Estaba entreabierta.
Amanda sacó la pistola y esperó a Kent. Éste había cogido el ascensor y miró atentamente a través de la puerta cuando llegó a la planta de la vivienda. Sus miradas se encontraron.
—¡Waldemar Göransson! ¡Somos la policía! —gritó Amanda.
Al no recibir respuesta, entraron en el piso. Primero revisaron el apestoso recibidor. Después la cocina. Lo primero que Amanda vio cuando dobló la esquina de la sala de estar fue a Nova. Estaba sentada mirando apáticamente hacia adelante. No se movió del sitio cuando Amanda le gritó:
—¡Túmbate en el suelo con las manos extendidas!
Amanda se acercó con cuidado. Al final se vio obligada a tumbar a Nova en el suelo y ponerle las esposas por detrás de la espalda. El cuerpo de Nova era como un saco pesado y sin voluntad. Era como si ya no estuviera allí. Mientras tanto, Kent avanzaba en la sala.
—Joder —fue lo único que dijo cuando encontró el cuerpo mutilado de Waldemar Göransson.
Amanda dejó a Nova en el suelo y fue a ver qué había encontrado Kent. Cuando la cara de Waldemar Göransson se hizo visible detrás de los montones de libros, tardó un momento antes de asumir la escena: el cuello sin cabeza y el cuchillo que estaba en un espejo de sangre. Aunque el cuerpo no parecía tan maltrecho como el de las anteriores víctimas, su visión era suficiente para comprender que se trataba del mismo asesino: la mujer que estaba detenida sobre el suelo, justo al lado. Habían fracasado. Otro inocente había sido asesinado antes de que pudieran detener a Nova. El triunfo de haber detenido a un asesino en serie se veía ensombrecido. El fracaso de Amanda se convirtió en furia. Se volvió, cogió a Nova por los pies y la sacudió.
—¿Por qué has hecho esto? —le gritó en la cara.
Al no recibir respuesta, arrastró a Nova hacia la jamba de la puerta y la golpeó fuerte contra la pintura descascarillada. Amanda se calmó un poco cuando notó la mano de Kent sobre su hombro y dejó caer los brazos de Nova, que estaba llena de moretones. Por primera vez Nova encontró la mirada de Amanda y le dijo:
—No he sido yo. Ha sido mi madre.
—Díselo al juez —le respondió Amanda irónica.
Para sí misma pensó: «Esta chica está completamente loca. Lástima que seguramente acabe en el psiquiátrico en lugar de ir a la cárcel.» Después llevó a Nova rudamente por delante hacia el coche de policía. Kent se hizo cargo de los preparativos para la investigación del lugar del crimen.
La casa de la calle Svartman 24 fue construida en 1624, pero descansaba sobre los restos del claustro de los monjes dominicos que hubo allí desde el siglo XV. La calle se llamaba así por ellos, ya que los llamaban hermanos negros a diferencia de los hermanos grises de Riddarholmen. La fachada era beige oscuro con trozos de muro a la vista cerca de los cimientos. Peter Dagon se sabía el código de memoria. La pesada puerta de madera se abrió reacia y entró.
Moses vivía en la planta baja. Las cinco habitaciones de la vivienda del primer piso descubrían muy poco lo que había debajo. Estaba amueblada como un piso clásico de exposición con el techo algo bajo. Unas cuantas pinturas grandes de Zorn con exuberantes cuerpos de mujer llamaban la atención. Moses le dio la bienvenida a Peter Dagon con una palmada en la espalda. El otro respondió con un fuerte apretón de manos. Los hombres entraron en la cocina.
En el banco de trabajo de mármol negro había un soporte para botellas de madera oscura. Moses indicó con la cabeza a Peter Dagon que se tomara la libertad de elegir. Sacó una botella tras otra. Admirado, las comentaba. La elección recayó en una de Penfolds Grange de 2002. Moses la cogió, le sacó el corcho y llenó dos copas de cristal. Mientras Peter Dagon analizaba minuciosamente el rojo caldo, Moses sacó un gorgonzola bien curado, troceó una pera y se volvió hacia un panel de madera que había entre la mesa de la cocina y el frigorífico plateado. Pasó un dedo hábilmente a lo largo de un listón y el panel se convirtió en una puerta que se levantó hacia arriba despacio. Un aire frío de la Edad Media se escapó a través de la obertura. Moses se vio obligado a inclinarse para entrar. Peter Dagon lo siguió con las dos copas de vino, una en cada mano.
La escalera era empinada y oscura. A medio camino Moses encendió una de las lamparillas de aceite colgadas de la pared. La luz jugaba con las sombras. Siguieron el mismo camino que muchos de sus antepasados habían hecho. La escalera giraba en ángulo agudo y luego se hizo más ancha. Se encendieron más lamparillas, pero apenas daban para iluminar la gran sala. En algún tiempo, había sido el refectorio de los monjes. Ahora era la sala de reflexión de Nefilim. Los hermanos negros se levantarían de sus tumbas si supieran quiénes utilizaban actualmente su morada.
Las paredes de piedra estaban parcialmente cubiertas por paneles. Una construcción ingeniosa que los monjes utilizaban para asar cerdos enteros seguía montada en el enorme hogar. En las paredes había retratos, uno tras otro. Toda la historia de nefilim se reflejaba en los óleos de color. Todas las personas prominentes habían sido representadas por una pintura. Peter Dagon esperaba que algún día su imagen también estuviera colgada allí.
El cuadro situado más a la izquierda representaba a un hombre con las dos cimas del monte Ararat al fondo. Iba alejándose del lugar donde el Arca de Noé había encallado. Peter Dagon se enorgullecía al ver el parecido de sus rasgos con los de su antepasado, el único nefilim que sobrevivió al diluvio. Dejó que los ojos descansaran en aquel hombre un momento.
Con gran astucia, había conseguido subir al Arca de Noé a pesar de que el propósito del diluvio era borrar a los nefilim de la superficie de la tierra. Su integración con los hombres había tenido tanto éxito que la familia de Noé era la única gente de pura raza que quedó. «Si la palabra gente y pura puede coexistir en la misma frase», pensó Peter Dagon. Aquella vez, el diluvio tampoco consiguió llevarse por delante a los nefilim. Fue un gran perjuicio para sus planes verse obligados a remediar el agua que no dejaba de ascender, pero era un mal menor al que tenían que hacerle frente.
Peter Dagon dirigió su concentración hacia Moses Hammar y preguntó:
—¿Qué ocurre en la policía?
—Tienen toda la lista. Pero de momento Nova los está entreteniendo. Y Greenpeace hace un buen trabajo por su parte. Vi en el
Dagens Nyheter
que la policía hizo un registro domiciliario en sus locales, lo cual suscitó una enérgica protesta. La policía está de trabajo hasta las cejas.
—Es una pena que Nova tenga unas tendencias humanas tan preocupantes. No creía yo que con ella tuviéramos estos problemas —se quejó Peter Dagon.
—Parece que sea una casualidad —lo animó Moses.
—Sí, pero lo cierto es que nos hemos tenido que comer el plan inicial.
—Nadie sabía que el resultado de involucrarla tuviera tales consecuencias.
Los dos hombres reflexionaron un momento. Después Peter Dagon dijo:
—He recibido directivas y hemos de intensificar el trabajo.
—Lo entiendo —aceptó Moses.
Amanda se había permitido quedarse toda la mañana durmiendo. Aunque la investigación preliminar de ninguna manera estaba lista, por lo menos tenían a Nova bajo llave. A las nueve tenía hora en el médico. Diez minutos antes cerró la puerta tras de sí y bajó la escalera. «La peor dirección de la ciudad para las entregas», había dicho el recadero de Ikea cuando le llevó su cama nueva. Y probablemente tenía razón.
Amanda rodeó el edificio por el camino empedrado y bajó la escalera hacia la calle Högalid. Allí giró hacia la derecha y atravesó el verde oasis Lasse en el parque. En la pequeña cabaña se servían comidas desde el siglo XVIII. Un hombre de mediana edad, con el pelo recogido en una coleta, estaba limpiando la terraza del restaurante después del partido de fútbol del día anterior, que se pudo ver allí en pantalla grande. Amanda no sabía qué equipos habían jugado, pero había oído los gritos desde su casa cuando marcaban gol.
Luego tomó la calle Långholm y entró en la tienda italiana de manjares exquisitos. Había jamón con romero junto con queso fresco y gorgonzola en el mostrador frigorífico. En los estantes de detrás se ordenaban la pasta en todas sus formas, el aceite de oliva con trufa y la pasta de oliva con los colores del otoño. Amanda pidió un café con leche al pequeño y exageradamente humilde hombre de detrás del mostrador. Antes de pagar, compró de improviso cien gramos de
ricotta
sin pensar en cómo se lo iba a comer.
El ambulatorio Curera estaba a tres manzanas. Amanda entró a través de las puertas exactamente a la hora determinada. Casi se había acabado el café con leche que llevaba en la mano. La cola de la caja era corta y antes de que le diera tiempo a sentarse, un fibroso hombre de unos treinta años apareció a paso rápido por una puerta.
—¿Amanda? —preguntó estrechándole la mano—. Me llamo Par Såberg.
Amanda fue dirigida hacia la pequeña habitación con sitio para dos sillas, un ordenador y una camilla. Explicó los síntomas que tenía y el médico la escuchó atentamente, pero también le hizo unas cuantas preguntas. Al final le pidió que se tumbara en la camilla. Le apretó el vientre y la auscultó con el estetoscopio.
—¿Cuándo tuviste la regla por última vez? —preguntó.
—Entiendo por qué lo preguntas, pero es que tomo pastillas anticonceptivas —respondió Amanda sin pensarlo.
—Ya ha ocurrido antes que una mujer se queda embarazada a pesar de tomarlas.
Fue entonces cuando Amanda empezó a darse cuenta de que no sólo eran preguntas de rutina.
—¿Lo dices en serio? ¿Estoy embarazada?
—Sí, parece ser que sí. De tres meses, diría yo. En tu lugar, pediría hora para el ginecólogo.
—Pero yo no puedo tener niños —protestó Amanda.
—En ese caso debes darte prisa. Dentro de nada pasarás el límite para poder abortar.