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Authors: Nele Neuhaus

Tags: #Intriga, #Policíaco

Amigos hasta la muerte (3 page)

BOOK: Amigos hasta la muerte
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—¡Mi padre no me da un céntimo! —protestó Lukas—. Y aquí gano una miseria. ¿Qué quería que hiciera? A Ulli no le importaba que trabajase aquí…

—¡Pero a mí sí me importaba que trabajases para esos tipos! —gritó el director del zoo de repente, como si la tensión acumulada durante las últimas horas por fin hubiese encontrado una válvula de escape—. Juraste y perjuraste que ya no tenías nada que ver con él. Me mentiste.

—Quería decírselo hace tiempo —gritó a su vez el chico—, pero cada vez que sale a relucir Ulli pierde usted los estribos.

—¿Y tanto te extraña, con todos los trastornos que me ha causado ese tipo?

Pia movía la cabeza a un lado y a otro como si estuviera viendo un partido de tenis. Los visitantes que pasaban por allí los miraban intrigados.

—¿Sería posible tratar esto a un volumen civilizado? —intervino la inspectora—. Podríamos continuar en el despacho, para que no se entere todo el que pase.

—Déjeme hablar con él, por favor —le pidió Pia al airado director del zoológico cuando se cerró la puerta de la caseta.

El aludido la miró de arriba abajo y a continuación soltó un suspiro y asintió. Lukas se había sentado en una silla ante la mesa del director, el rostro entre las manos. Pia ocupó la otra silla.

—Puede que sea una equivocación —farfulló el muchacho al tiempo que miraba a Pia desconcertado con aquellos ojos verde hierba—, y que no se trate de Ulli.

—¿De qué conocías al señor Pauly? —le preguntó ella.

Lukas tragó saliva y evitó mirar a su jefe.

—Trabajo en el Grünzeug —contestó con voz inexpresiva mientras se metía un mechón de pelo detrás de la oreja—, el restaurante vegetariano de Kelkheim; es de Ulli y de Esther.

—¿A qué hora lo viste anteayer? —se interesó Pia.

—No lo sé exactamente. —El chico reflexionó un momento—. A última hora de la tarde. En el restaurante había una reunión, por lo de la manifestación informativa de hoy.

—Entre otras cosas, Pauly también se oponía a la ampliación de la B 8, la carretera de circunvalación oeste —terció Sander—. De un tiempo a esta parte, los grupos ecologistas de Königstein y Kelkheim organizan regularmente campañas informativas contra la ampliación.

—Es verdad —convino Lukas—. Hoy iban a pasar por el tramo de trazado de Schneidhain y el albergue de la organización Amigos de la Naturaleza… No me lo puedo creer. Conozco a Ulli desde hace siglos. Fue mi profesor de biología.

—¿En qué instituto? —preguntó, interesada, Pia.

—El FSG —contestó Lukas, y añadió—: Friedrich Schiller Gymnasium. En Kelkheim. Es un tío súper… —Dejó la frase a medias—. Quiero decir
era
… un tío superguay —dijo bajando la voz—. Era lo más, en serio. Siempre tenía tiempo para los alumnos y estaba dispuesto a escuchar. Solíamos ir a su casa a charlar con él. Era muy inteligente. —Lukas miró a Sander—. Aunque usted no lo crea —añadió con un tonillo agresivo.

El director del zoo, en pie y con los brazos cruzados, lo miró con indulgencia desde detrás de su sillón y no dijo nada.

Diez minutos después Pia se hallaba a solas con Sander en la caseta-despacho, donde ya entonces, a esa hora de la mañana, hacía un calor sofocante.

—Se ve que tiene una relación bastante personal con su empleado —comentó Pia—. Le cae bien, ¿no es así?

—Sí, me cae bien. Y me da pena —admitió él.

—Y eso, ¿por qué?

—No lo tiene fácil —dijo por toda respuesta el director del zoo—. Su padre lo presiona bastante. Forma parte de la directiva de un gran banco y espera que su hijo siga su camino.

Sander se apoyó en la ventana y cruzó los brazos.

—Lukas es muy inteligente, y en el colegio se aburría. En décimo lo echaron del instituto Bischof Neumann, y después se pasó medio año en un internado. Luego su padre tuvo que llevárselo de allí. Durante un año y medio no hizo nada, después conoció al tal Pauly, que de algún modo consiguió conectar con él y lo convenció de que al menos terminara el instituto.

Pia asintió.

—Así que Lukas no es solo un empleado en prácticas, ¿no?

—¿Por qué lo dice?

—Antes le dijo usted que aquí era como los demás. ¿A qué se refería?

Al director pareció chocarle la buena memoria de Pia.

—Su padre forma parte del Consejo directivo —respondió—. Me pidió que contratara a Lukas en prácticas unos meses. —Sander se alzó de hombros—. Al principio no le parecía tan mala la influencia que Pauly ejercía en su hijo. Lukas se empezó a interesar por los estudios, y el año pasado salió airoso en selectividad; todo iba bien.

—¿Pero?

—La
paulytis
adquirió unas proporciones que no le gustaban al padre —continuó el director—. Lukas sacó hasta el último céntimo de la cuenta que su padre le había abierto, y por lo visto le regaló el dinero a Pauly para sus
proyectos
. A raíz de eso, su padre le cortó el grifo. Después empezó a trabajar de camarero en el restaurante ecológico de Pauly, dejó de ir por casa y al cabo de una semana dijo adiós a las prácticas en el banco. El pasado otoño lo detuvieron por allanar las oficinas de una empresa farmacéutica junto con otros jóvenes para manifestarse contra los experimentos con animales. Entonces Heinrich Van den Berg prohibió a su hijo que viera a Pauly y me pidió consejo.

—¿Por qué a usted? —quiso saber Pia.

—Prácticamente somos vecinos. Lukas iba a la misma clase que mi hija mediana, entra y sale de nuestra casa a su antojo.

—Así que las prácticas son una especie de libertad vigilada.

—Creo que el padre de Lukas lo ve así —asintió Sander—. Quería cargar sobre otro la responsabilidad del muchacho. En este caso, sobre mí. En fin… —Se apartó de la ventana, abrió un armario y se puso a buscar algo—. No hay nada de beber —dijo—. ¿Quiere que vaya por unos cafés al restaurante?

—Para mí no, gracias —contestó Pia—. Esta noche me debo de haber bebido una cafetera entera.

—¿Y eso? No se las habrá tenido que ver con otro cadáver, ¿no?

—No, no —sonrió Pia—, el motivo de que no haya dormido es más agradable: el nacimiento de un potro.

—Ah. —Sander se sentó tras su mesa y miró a Pia con curiosidad, como si se hubiese convertido ante sus ojos en un animal poco común. Y por primera vez ese día sonrió. Una sonrisa amable, benévola, que le iluminó la cara de repente y la cambió por completo—. Caballos para compensar su trabajo con muertos y asesinos. —Sander la observó con aire escrutador, como si no tuviera claro qué pensar de ella.

—Pues sí. —Pia le devolvió la sonrisa—. Vivo al lado de mis caballos.

—¿Vive al lado de sus caballos?

La conversación amenazaba con ir por un derrotero bastante personal. No es que a Pia le desagradara, Sander le caía bien, pero por desgracia no tenía tiempo para charlar.

—Iba a hablarme del fallecido. ¿De qué lo conocía?

La sonrisa de Sander se borró en el acto.

—Hace unos años Pauly creó una comunidad contra la tenencia de animales en zoos y orquestó campañas de descrédito en las secciones de los periódicos de cartas al director y en foros de internet contra los zoológicos —respondió—. Entre otros, contra nosotros. Lo conocí hace dos años, cuando repartía octavillas con unos jóvenes delante del zoo y se manifestaba contra la cautividad de elefantes. Por lo visto, los profesores disponen de mucho tiempo —añadió con tono de censura—. A lo largo de los últimos años hemos hecho mucho para mejorar las condiciones de nuestros animales —prosiguió el director—, pero al tal Pauly no le bastaba. Según él, no debería haber zoos, y nunca se ha molestado en ocultar su opinión. Le gustaba dar grandes discursos, cargar las tintas e insultar a la gente.

—¿Le dio problemas? —preguntó Pia.

—No liberó animales ni llenó de pintadas las instalaciones, si se refiere a eso. —Sander frunció el ceño—. Pero siempre estaba protestando por algo, ya fuera en internet o aquí, causando alboroto, preferiblemente cuando en el zoo había mucho movimiento. —El director hizo un gesto de rechazo con la mano—. Yo discutía mucho con él, incluso lo invité a venir y le expliqué lo que hacemos y por qué lo hacemos. Una verdadera pérdida de tiempo. Puedo encajar las críticas justificadas, pero no la polémica. Y no soporto la forma en que Pauly soliviantaba a la gente. Era totalmente subjetivo; y sus puntos de vista, intransigentes. A los jóvenes eso les encanta; es guay. Ya ha oído usted a Lukas. A mí me parece peligroso. En la vida no todo es blanco o negro.

—¿Cuándo fue la última vez que habló con él? —continuó Pia.

—El domingo. El tipo se presentó con un destacamento de sus muchachos y empezó a armar bronca otra vez. Y a mí se me acabó la paciencia.

Pia se imaginó perfectamente lo que pasaba cuando Christoph Sander perdía la paciencia. Según su primera impresión del cadáver, Pauly era más bien poca cosa, un rival débil para el director del zoo, que rebosaba vitalidad.

—¿Qué ocurrió? —preguntó.

—Nos enredamos en una discusión —dijo vagamente Sander—. El tipo empezó a tergiversar mis palabras, y en un momento dado me sacó de mis casillas. Lo eché y le prohibí la entrada.

Pia ladeó la cabeza.

—Y ahora aparece muerto a menos de cincuenta metros del zoo.

—Y hasta muerto consigue saltarse a la torera mi prohibición. —Sander sonrió con amargura—. Por lo menos, en parte…

—¿Podría tener algo que ver el director del zoo con la muerte de Pauly? —le preguntó Bodenstein a su compañera después de que le contara su conversación y la bronca entre Sanders y Lukas Van den Berg.

—No, no creo. —Pia sacudió la cabeza.

—El muchacho se acercó al lugar donde encontraron el cadáver; quería ver a Pauly —informó él—. Parecía muy afectado, y le preocupaba la pareja de Pauly. Me dio la impresión de que los dos le caían bien.

Pia opinaba lo mismo.

—Trabaja en el restaurante de Pauly y su pareja. Ahí fue donde vio a Pauly por última vez, el martes por la tarde.

Bodenstein pulsó el mando a distancia del coche, y el BMW respondió con un doble parpadeo.

—Tu exmarido se ha ido a Frankfurt, al Instituto. Tendrás que recurrir a mis servicios de chófer.

—Lo que faltaba —sonrió ella—. Pero dime, Lukas… Es decir, ¿dejó que Lukas viera el cuerpo…?

Bodenstein enarcó las cejas.

—¡Por supuesto que no! —exclamó y le abrió la puerta a Pia galantemente—. He llamado a Kai Ostermann y a Kathrin Fachinger y les he pedido que vayan a la oficina. No he podido localizar a Behnke.

—Tenía entradas para el partido de ayer por la tarde en Dortmund —le recordó Pia a su jefe.

A su compañero Frank Behnke le había sonreído la suerte en la complicada adjudicación de entradas de la FIFA; solo la muerte le habría impedido ir a Dortmund.

La casa de Hans-Ulrich Pauly era la última antes de llegar a la rotonda de una calle sin salida, en KelkheimMünster. Más allá se extendían praderas y campos hasta el bosque, al otro lado del cual se hallaba la finca Hof Hausen vor der Sonne, con su campo de golf. Bodenstein y Pia se bajaron delante de la casa cubierta de hiedra, con cristales emplomados y contraventanas, que se alzaba entre un imponente nogal y tres grandes abetos. Pia llamó al timbre, instalado en una celosía desvencijada. En la parte trasera de la casa sonó un coro de ladridos de perros. Las losetas de cemento pulido que llevaban hasta la puerta, tapizadas de malas hierbas, permitían deducir que la entrada principal no se utilizaba mucho.

—No hay nadie —afirmó Bodenstein—. Demos la vuelta.

Se acercó a la puerta y la empujó: estaba abierta. Entraron en un patio. Por todas partes crecían plantas frondosas en grandes macetas, y geranios y petunias florecían en tiestos colgantes de distintos tamaños. En mesas con caballetes contra la pared se amontonaba un sinfín de macetas con flores en todas las fases de crecimiento; junto a ellas, útiles de jardinería y sacos de tierra. Al fondo se abría un jardín extenso y descuidado con un estanque y varios invernaderos. Bodenstein se estremeció cuando toda una jauría de perros dobló la esquina de la casa, encabezada por una mezcla indefinible de perro lobo, husky y ovejero con los ojos azul claro. Lo seguían un rodesiano con cresta y dos mestizos de menor tamaño que daban la impresión de haber sido los perros más feos de la protectora de animales. Los cuatro meneaban el rabo con ganas y parecían alegrarse de la inesperada visita.

—Desde luego perros guardianes no son. —Pia sonrió y dejó que los animales la olisquearan—. ¿Estáis solos en casa?

—Ten cuidado —le advirtió su jefe—, el gris parece peligroso.

—Ah, vamos. —Pia le rascó la cabeza al perrazo detrás de las orejas—. Eres un perro muy guapo, sí, señor. Te llevaría a mi casa ahora mismo.

—Pero no en mi coche. —Bodenstein vio una puerta abierta. Subió los dos escalones y llegó a una gran cocina. A todas luces aquella era la entrada principal. En los peldaños había varios pares de zapatos, tiestos vacíos y toda clase de trastos—. ¿Hola? —gritó.

Pia dejó atrás a su jefe y echó un vistazo en la cocina: las baldosas del suelo estaban llenas de huellas de perro, en la encimera se amontonaban platos y cazuelas sucios, en la mesa había dos bolsas de la compra aún por ordenar. Pia abrió la puerta. En el salón reinaba un auténtico caos. Los libros no estaban en las estanterías, sino desperdigados por el suelo; los sillones estaban volcados, los cuadros arrancados y la puerta de cristal que daba a la terraza y al jardín, abierta de par en par.

—Llamaré a Criminalística.

Bodenstein se sacó el móvil del bolsillo, y Pia continuó inspeccionando la casa para lo que se puso unos guantes de látex. La habitación contigua al salón parecía el despacho de Pauly. También allí era como si hubiera caído una bomba. El contenido de las estanterías y los archivadores se encontraba en el suelo; habían sacado y vaciado los cajones de la mesa de madera maciza. De los carteles de las paredes se podía deducir cuál era la ideología política de los habitantes de la casa: llamamientos desvaídos a manifestaciones celebradas hacía tiempo contra centrales nucleares, la pista Oeste del aeropuerto de Frankfurt, el transporte de residuos radiactivos, una lámina de Greenpeace y otras similares. En un rincón del cuarto había una pantalla plana hecha trizas, y al lado, una impresora de chorro de tinta y un ordenador portátil destrozado.

—Jefe —Pia avanzaba con cuidado en dirección a la puerta para no destruir pruebas—, esto no ha sido un allanamiento, esto es…

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