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Authors: Nele Neuhaus

Tags: #Intriga, #Policíaco

Amigos hasta la muerte (2 page)

BOOK: Amigos hasta la muerte
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La muchacha agitó ante sus narices una hoja. Bodenstein observaba a dos mujeres que desenrollaban una pancarta.
LA B 8 ACABARÁ CON EL BOSQUE
, leyó.

—Se talarán miles de árboles —apuntó la otra chica, que era rubia y vestía una camiseta que ponía
NO A LA B 8
y le dejaba la barriga al aire y unos pantalones vaqueros con un cinturón rematado por una hebilla brillante—. Partirán en dos biotopos de gran valor y bosques vírgenes; la contaminación en general y la contaminación acústica en particular aumentarán considerablemente en Königstein.

Bodenstein escuchaba a medias lo que con tanto fervor le contaban aquellas jóvenes. Conocía los argumentos de los detractores de la B 8, aunque él no estaba a favor ni en contra del proyecto de la «autovía del Taunus».

Las chicas seguían bombardeándolo con números y datos.

—Tengo prisa —las interrumpió—, lo siento.

—Claro, a usted nuestro bosque le da lo mismo —le espetó con desdén la morena—. Lo esencial es que pueda conducir a toda pastilla y fardar de cochazo.

—Pues nada, siga llenando el aire de monóxido de carbono —añadió la rubia.

Bodenstein no pudo evitar sonreír. En su época los jóvenes ecologistas llevaban parkas militares y pañuelos palestinos al cuello y no se hacían tratamientos para el pelo. Aquellas dos pijitas del Taunus, como solía llamar irónicamente su hijo a las hijas de familias acomodadas de Königstein y los alrededores, esas dos chicas que enseñaban el ombligo, parecían haberse pasado una hora ante el espejo esa mañana para arreglarse para su misión. Probablemente sus mamás las hubiesen llevado hasta allí en un Touareg o en un Cayenne relucientes. Los tiempos cambian.

De no esperarle una mano en el zoo, se habría molestado en explicar a esas mocosas que, desde luego, no le daba lo mismo que se cargaran el bosque. Pocos conocían la zona mejor que él, al fin y al cabo había crecido en una propiedad histórica, en el valle, entre Ruppertshain, Fischbach y Schneidhain. Después de estudiar Derecho y, más tarde, decidirse por hacer carrera en la Policía judicial, fue su hermano menor, Quentin, quien tomó las riendas del patrimonio familiar y convirtió la finca centenaria en un popular destino turístico. A Quentin no le hacían mucha gracia los planes de ampliación de la B 8, que volvían a estar de actualidad, pues la nueva carretera pasaría a menos de cien metros de la finca Bodenstein.

Tres minutos después, Bodenstein llegaba a la plaza de Königstein, una rotonda donde confluían varias carreteras. Las ambiciosas obras de reforma se habían interrumpido durante el Mundial. Alrededor de la fuente ondeaban banderas brasileñas. Todo Königstein se había puesto como loco de contento cuando se supo que las brillantes estrellas de la selección brasileña, ni más ni menos, se alojarían en el hotel Kempinski de Falkenstein. Y ahora en todo Königstein reinaba la decepción, ya que ninguno de los dioses sudamericanos del fútbol se dejaba ver por ninguna parte.

Christoph Sander, el director del zoológico, tenía cuarenta y tantos años, era de estatura media y de constitución fuerte, sin ser gordo. Su apretón de manos fue firme; su mirada, directa. Sus ojos oscuros reflejaban preocupación.

—Ojalá me equivoque —dijo, y señaló uno de los montones de hierba cercano—, pero me temo que eso de ahí es una mano.

Henning Kirchhoff se sacó unos guantes de látex del bolsillo, se los puso y se agachó.

—No se equivoca —confirmó escasos segundos después, dirigiéndose al director del zoo—. No cabe duda de que es la mano izquierda de una persona. Se la cortaron por encima de la muñeca. Y no se puede decir que con precisión quirúrgica.

El forense sacó la mano de la hierba y la observó con más atención.

—¿Quién la encontró? —quiso saber Bodenstein.

—El cuidador de los elefantes —contestó Sander—. Como cada mañana, dejó salir a los animales al recinto después de distribuir el forraje. No se dio cuenta de que pasaba algo hasta que vio que los elefantes estaban inquietos.

—¿Cuánto cree usted que…? —le preguntó Bodenstein a Kirchhoff.

—Espero que no me vaya a preguntar por la hora exacta de la muerte —cortó el forense mientras contemplaba con aire pensativo el extremo cercenado.

—¿Es una mano de hombre o de mujer?

—De hombre, sin duda.

A Bodenstein casi se le revolvió el estómago al ver cómo Kirchhoff le daba vueltas a la mano y a continuación la olisqueaba y la tocaba. Miró deprisa a su compañera, pero, para su sorpresa, Pia no observaba la mano ni a su exmarido, sino al director Sander, que estaba allí con los brazos cruzados y daba la impresión de hacer un esfuerzo ímprobo para no vomitar.

—¿Cuánto tiempo van a necesitar? —preguntó este—. A las nueve llegan los primeros visitantes, y además estamos esperando a un equipo de televisión.

—Los criminólogos llegarán en unos minutos —contestó Bodenstein—. ¿Cómo puede haber llegado la mano hasta aquí?

—Ni idea. —El director del zoo se encogió de hombros—. Quizá con la hierba. Todas las mañanas cortamos hierba del prado que se encuentra sobre la carretera.

—Podría ser una explicación. —Bodenstein asintió con aire pensativo—. Pero eso significaría que podría haber más partes. Será mejor que su gente inspeccione todos los montones de hierba del zoo.

Sander movió la cabeza con vehemencia y poco después se alejó del lugar en compañía del forense y de la mano.

A las nueve en punto el zoo abrió sus puertas, y entró la primera tanda de visitantes, sobre todo familias con un montón de niños pequeños. Bodenstein y Pia se quedaron en el restaurante Sambesi. Inka Hansen se había limitado a llevar a Bodenstein hasta Sander, y después, para alivio suyo, se despidió sin hacer alusión a lo sucedido el verano anterior. Desde la última vez que se vieron apenas habían transcurrido nueve meses. En la actualidad no entendía qué mosca le había picado entonces, pero estaba claro que habría engañado a Cosima con Inka si ella no lo hubiera rechazado. El inspector contempló la larga cola que se había formado delante de la taquilla y sintió que se remontaba diez años en el tiempo. Antes le gustaba ir con sus hijos al zoo, y lo visitaba a menudo. En ese preciso instante sonó el móvil.

—Hemos encontrado un pie —anunció el director de mal humor—, donde los alces. Pasando por delante de los elefantes a la derecha y luego a la izquierda, hacia el sendero forestal educativo. Lo espero aquí.

—Es la primera vez que vengo a este zoo —afirmó Henning Kirchhoff al inspeccionar el pie—. La parcela es enorme.

—Doscientos setenta mil metros cuadrados. —Sander se puso en jarras, ceñudo—. Y puede haber trozos de cuerpo humano por cualquier sitio. He mandado cerrar la granja educativa. Sería una pesadilla si un niño se encontrara la cabeza.

El pie estaba dentro de un gastado mocasín de piel marrón marca Camel active, talla 44, y lo habían cortado por encima del tobillo.

—Ni el pie ni la mano los cortaron de un tajo limpio, más bien los desgarraron —dictaminó Kirchhoff mientras miraba atentamente el pie. Después levantó la cabeza. ¿Puedo echarle un vistazo a la segadora?

—Sí, desde luego. —Sander miró a su alrededor. Los visitantes del zoo circulaban por los caminos como la sangre por las venas del cuerpo humano. En breve estarían por todas partes, en los recintos de los animales, en el sendero forestal educativo, en las barbacoas y las áreas de descanso, en el picadero de camellos, en los servicios. Mejor no pensar en lo que sucedería si efectivamente alguien encontraba algún resto humano. Su móvil dejó escapar unos tonos melodiosos—. ¿Sí? —respondió el director, y después permaneció a la escucha un instante.

Bodenstein vio que su rostro se ensombrecía.

—¿Qué ocurre? —inquirió.

—¡Mierda, mierda y mierda! —exclamó el director del zoo con toda su alma—. Creo que voy a desalojar el zoo y disculparme con el equipo de televisión. En el recinto de los muflones también hay algo.

A las diez y media el sabueso, que para entonces ya había llegado, encontró algo en la pradera que se extendía por encima de la B 455. Bodenstein y Pia se abrieron paso entre la multitud que, presa de la curiosidad, había estado observando desde el sendero que bordeaba el prado los movimientos de una unidad de la Policía que iba peinando metro a metro la zona. El jefe del operativo los esperaba con el guía canino no muy lejos del aparcamiento de la zona inferior.

—El cuerpo de un varón —dijo—. Y una bicicleta. Aquí delante, ni a tres metros del terraplén del aparcamiento.

Se respiraba un fragante olor a hierba recién cortada. La bóveda azul acero del cielo cubría los densos bosques de la cordillera del Taunus. Desde la pradera se disfrutaba de unas magníficas vistas del castillo de Kronberg y, a lo lejos, del horizonte resplandeciente de Frankfurt. Era una apacible y bonita mañana de junio, demasiado bella para ver un cadáver mutilado. Bodenstein se puso unos guantes de látex y se acercó al cuerpo. El hombre estaba boca abajo, medio oculto entre la hierba alta. Llevaba una camiseta de color caqui y unos calzoncillos. Como era de esperar, le faltaban el brazo izquierdo hasta el codo y la pierna izquierda hasta la rodilla, pero no se veía sangre. El fotógrafo hizo fotos desde todos los ángulos, y los criminólogos recorrieron la zona en torno al lugar del hallazgo en busca de huellas aprovechables.

—En vista de esto, no encontrará nada más en su zoo —le comunicó Kirchhoff al director, que se hallaba a cierta distancia, petrificado—. Parece que no le falta ningún otro miembro.

—Vaya, no sabe usted cómo me alegro —respondió Sander con sarcasmo.

—¿Quiere que le demos la vuelta? —preguntó uno de los criminólogos.

Bodenstein asintió y contuvo la respiración sin querer. La visión de un cadáver no era para pusilánimes: el calor favorecía el proceso de descomposición; las facciones apenas se distinguían, insectos y hormigas habían empezado a colonizar el tejido muerto.

—¡Jesús, María y José! —El director del zoo se volvió y vomitó en la zanja que se abría entre la pradera y el aparcamiento.

Hasta ese momento Bodenstein había admirado sus nervios templados y su aplomo. En una situación excepcional como aquella, Sander había logrado controlar tanto a sus empleados como a sí mismo. En la asignatura de gestión de crisis no cabía duda de que había sacado matrícula de honor.

—No llevaba documentación encima —se oyó decir a Kirchhoff después de examinar la escasa ropa del fallecido—. Y las livideces aún se pueden presionar un poco.

—¿Qué significa eso?

Hasta Bodenstein llegó un olor dulzón a descomposición y dio un paso atrás.

—Que no lleva muerto más de treinta y seis horas, pero tampoco mucho menos.

Bodenstein hizo sus cálculos.

—En ese caso habría muerto la tarde-noche del martes —aventuró luego.

—¿Se encuentra bien? —Pia miró con cara de preocupación al director del zoo, que respiraba profundamente y soltaba el aire. Estaba blanco como el papel.

—Conozco a ese hombre —respondió Sander con voz ahogada, y se fue del prado hacia el aparcamiento, que atravesó acelerando el paso.

Pia le dio alcance y consiguió agarrarlo del brazo justo cuando se disponía a cruzar la transitada carretera nacional sin mirar. Tiró de él bruscamente. Un BMW gris plata pasó por delante a escasos centímetros, el conductor los pitó y se llevó un dedo a la sien.

—Creo que debería tranquilizarse —aconsejó Pia.

Sanders respiró hondo.

—No soy de los que se impresionan fácilmente —aseguró pasados unos segundos—, pero esto me ha afectado bastante, la verdad.

—Es normal. —Pia asintió comprensiva—. ¿Quién es el hombre?

—Hans-Ulrich Pauly. Acompáñeme a mi despacho y le hablaré de él.

Poco antes de llegar a la caseta que albergaba las oficinas provisionales de la dirección del zoológico mientras seguían las ambiciosas obras, salió a su encuentro un joven de unos veinte años que se dirigió hacia ellos con parsimonia. Llevaba unos pantalones verdes, recios zapatos de trabajo y una camiseta blanca, como todos los cuidadores del zoo.

—¿Qué está pasando ahí arriba, en la pradera? —le preguntó al director—. ¿Me he perdido algo?

Sander se detuvo.

—¿Se puede saber de dónde sales tú a estas horas? —le espetó—. Aquí se empieza a las siete, y no cuando a ti te da la gana. Creía que te había quedado claro que eres como los demás.

El muchacho fingió arrepentimiento.

—No volverá a pasar, jefe. Lo siento.

Pia lo miró fijamente. Tenía un rostro muy atractivo, un cabello rubio que le llegaba por los hombros, los ojos de un verde poco común y un cutis que cualquier mujer envidiaría. Probablemente en ese momento Sanders se acordó de que no estaba solo.

—Este es Lukas Van den Berg —le dijo a Pia—; está haciendo prácticas. Lukas, la inspectora…

—… Pia Kirchhoff —lo ayudó ella.

—Hola.

Lukas Van den Berg sonrió y dejó al descubierto unos dientes blancos como la nieve.

—Arriba, en la pradera, han encontrado el cadáver del defensor de los animales —informó Sander—, de ese tal Pauly.

La sonrisa desapareció de golpe y porrazo del rostro del joven. Fue como si alguien le hubiera dado un puñetazo en el estómago.

—¿Cómo? ¿Ulli Pauly? —preguntó, visiblemente afectado.

—El mismo, sí. Muerto y bien muerto. —El director siguió andando—. Nos dio un montón de problemas.

—No, no puede ser. —Lukas había palidecido—. Pero si lo vi anteayer. Lo…, bueno…, ah, mierda…

Sander se detuvo, estupefacto, y dio media vuelta.

—¿Cómo que lo viste anteayer? —quiso saber.

—No puede ser. —El joven se tapó la boca y la nariz con las manos, horrorizado, y sacudió varias veces la cabeza.

—A ver —Sander lo sujetó por los hombros bruscamente—, te he hecho una pregunta. ¿Dónde lo viste? ¿Estaba aquí, en el zoo?

—No, es que… bueno… no se lo podía decir a usted, habría ido corriendo a contárselo a mi padre. —De pronto, el tono de Lukas sonó rebelde—. Este trabajo no está mal, pero necesito un poco más de pasta de que la que me dan aquí.

Sander lo soltó como si se hubiera quemado los dedos.

—No me lo puedo creer —respondió, controlándose a duras penas—. Así que sigues en ese… en ese restaurante ecológico. Y vete tú a saber si por la noche no les haces también las páginas web a esos psicópatas con sus campañas difamatorias. No es de extrañar que por las mañanas no seas capaz de salir de la cama.

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