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Authors: Nele Neuhaus

Tags: #Intriga, #Policíaco

Amigos hasta la muerte (5 page)

BOOK: Amigos hasta la muerte
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Siendo vecino de Kelkheim, Bodenstein sabía que Erwin Schwarz era un firme defensor de la circunvalación oeste de la B 8 e íntimo amigo del alcalde Funke. Se propuso ir a visitar al vecino de Pauly cuando acabara.

—… igual que Conradi, ese asqueroso. —La mujer apretó los labios y frunció el entrecejo—. No hace mucho le pegó un tiro a un perro nuestro; al parecer, porque se había escapado y era agresivo, pero no es verdad.
Chaco
tenía catorce años y estaba prácticamente ciego. Conradi cazaba aquí, y solo buscaba un motivo para jugarnos una mala pasada.

—¿Se refiere usted al carnicero Conradi, de la Bahnstrasse? —se quiso asegurar Bodenstein.

—A ese mismo, sí. Ulli lo denunció una vez porque hacía filetes de carne de jabalí sin haber pasado los controles pertinentes.

—¿Y qué motivo tenía el agricultor, Schwarz, para que no le cayera bien su pareja?

—Schwarz es un infractor de las leyes medioambientales. Ulli dio a conocer que utiliza sus campos y sus sembrados de basurero y vierte fertilizantes en el río Liederbach. Como era de esperar, Schwarz logró encubrirlo todo gracias a sus contactos, pero no podía ni ver a Ulli.

Los agentes de la Científica, con sus trajes de papel blanco, se afanaban en los escalones que conducían a la cocina. Uno de ellos se volvió.

—Hemos encontrado algo —le dijo a Bodenstein—. Debería echarle un vistazo.

—Voy —contestó el policía, y le dio las gracias a Esther Schmitt. Pero entonces le vino algo a la memoria—. ¿Conoce a alguien llamado Tarek? —le preguntó.

La mujer asintió.

—Sí. Lleva todo lo relativo a la informática en el restaurante.

—¿Y a Lukas Van den Berg?

—También lo conozco, claro. Trabaja en el Grünzeug, en el bar. ¿Por qué lo pregunta?

—Por nada, no tiene importancia. —Bodenstein dio media vuelta para marcharse—. Muchas gracias.

Esther Schmitt se encogió de hombros y desapareció en el jardín con los perros sin despedirse. Bodenstein se acercó al criminólogo.

—¿Qué tenéis? —se interesó.

—Trazas de sangre. —Uno de los agentes se quitó la mascarilla y señaló el muro junto a la puerta de la cocina. En la pared, los zapatos y las flores. Cabe pensar que es sangre humana.

Bodenstein se agachó y observó las salpicaduras, que a primera vista parecían pulgones.

—Los perros tenían sangre en las patas —añadió el hombre—. Hemos visto en la cocina huellas de perro ensangrentadas. Podría ser que los perros lamieran la sangre de los escalones. Y en el portón hemos encontrado la huella de una mano también con sangre. Pero tenemos que esperar a que oscurezca para poder trabajar con luminol. —Se inclinó y le ofreció a Bodenstein una bolsa con una herradura oxidada—. Estaba a los pies de los escalones. —Señaló un clavo que había junto a la puerta de la cocina—. Probablemente estuviera ahí colgada. Si no me equivoco, en la herradura hay sangre. Es posible que sea el arma homicida y que al hombre lo mataran aquí mismo.

Bodenstein observó la herradura en la bolsa de plástico. Estaba tan oxidada que sería difícil, por no decir imposible, encontrar huellas dactilares aprovechables.

—Muy bien —aprobó—. Quizá tengamos suerte y la huella de la puerta sea del asesino.

—Introduciremos la huella en el banco de datos del AFIS
[4]
—replicó el agente—. Puede que así averigüemos algo.

La fiscal seguía en la puerta abierta, hablando en voz baja con Henning. Su expresión corporal expresaba lo que Pia ya había visto durante la autopsia: Valerie Löblich andaba detrás de su ex. No había parado de hacer preguntas y de apoyarse en la mesa, con el escotazo que llevaba. Aunque, por supuesto, Henning no cayó en la cuenta. Cuando tenía delante un cadáver, ya podía estar a su lado la mismísima Angelina Jolie desnuda, que probablemente ni la mirase. Pero ahora la autopsia había concluido, y él parecía percatarse de que el interés de la bella fiscal no se limitaba en modo alguno a los restos mortales de Pauly. Se reía de algo que ella había dicho, y la fiscal lo secundaba tontamente. Ronnie Böhme devolvió los órganos extraídos al cuerpo, incluido el cerebro, con el objeto de coser el corte en «Y». Su mirada se cruzó con la de Pia, y el ayudante arqueó las cejas y puso los ojos en blanco. Por toda respuesta ella se alzó de hombros. Henning era un hombre atractivo y gozaba de una reputación excelente. A decir verdad lo raro es que no tuviera a su lado a otra mujer. Aunque había sido ella la que se separó de él, sintió una punzada de celos. Finalmente la fiscal se despidió, y Pia siguió al forense hasta su despacho, en la planta baja.

—¿Tenéis algo, Löblich y tú? —preguntó como de pasada.

Él se detuvo y la miró con atención.

—De ser así, ¿te molestaría?

Esa era una pregunta en la que no se había parado a pensar hasta ese momento. En su imaginación, desde que se separaron él vivía en celibato, como ella. La sola idea de que no fuera así le molestaba, tenía que admitirlo.

—No —mintió—, no me molestaría.

Él enarcó las cejas.

—Qué lástima —murmuró.

El móvil de Pia comenzó a sonar.

—Perdona. —Sacó el teléfono, casi aliviada, e informó a su jefe con pocas palabras del resultado de la autopsia. Henning esperó a que hubiera terminado—. ¿Cuándo tendré el informe de la autopsia? —quiso saber.

—Mañana por la mañana.

Se miraron.

—¿Qué haces esta noche? —le preguntó el forense—. Me gustaría pasarme por tu casa para echarle un vistazo a ese potro. Llevaré una botellita de vino…

—No sé cuánto voy a tardar —fue la evasiva respuesta de Pia. Se guardó el teléfono. No estaba segura de si cometía un error dejando que volviera a Birkenhof, pero después se encogió de hombros—. De acuerdo —dijo—. Esta noche, en mi casa. Pero no sé cuándo llegaré.

—No importa —aseguró él—. Puedo esperar.

Enfrente de la casa de Pauly la actividad era frenética. Como todos los agricultores del mundo, también Erwin Schwarz se regía menos por el calendario que por el tiempo, y el calor incesante de los días anteriores había creado las condiciones perfectas para cortar la hierba. Schwarz era uno de los últimos agricultores de Kelkheim; sin embargo, cada vez tenía menos campos de cultivo. Se recibía más dinero del Estado por las superficies sin explotar del que él podía ganar con la colza o el trigo. Bodenstein llamó a una puerta abierta.

—¡Pase! —exclamó alguien desde dentro.

Bodenstein entró en una gran cocina rústica. La casa estaba en penumbra y hacía fresco en comparación con la temperatura del exterior. Se oía un ruidoso tictac de un reloj de péndulo y se respiraba un olor ácido. Cuando sus ojos se acostumbraron a la escasa luz, Bodenstein vio al hombretón del peto azul y la camiseta interior sudada del tractor. Estaba sentado en el banco rinconero; ante él, encima del hule de cuadros, una botella de agua y un tarro con pepinillos en vinagre. Bodenstein solo conocía a Erwin Schwarz por fotos del periódico de Kelkheim, en las que siempre aparecía con un favorecedor traje y con corbata, la vestimenta oficial de concejal.

—Me llamo Bodenstein, soy de la Policía judicial de Hofheim —se presentó.

Schwarz lo miró con sus ojos acuosos.

—Viene usted de enfrente, de casa de Schorsch Schmitt, ¿no? ¿Qué ha pasado?

Schwarz bebió un trago de agua. Aunque Bodenstein no hablaba con el típico acento cerrado de Hesse, lo entendía sin problemas.

—Esta mañana se ha encontrado el cuerpo del señor Pauly —informó.

—¡Ah! —Schwarz abrió mucho los ojos, estupefacto.

—Creemos que el señor Pauly fue asesinado a la puerta de la cocina de su casa el martes por la noche. Me gustaría saber si usted oyó o vio algo.

Erwin Schwarz, meditabundo, se rascó los sudorosos mechones de pelo que le caían por la calva, quemada por el sol.

—El martes por la noche —farfulló— no estaba en casa. Estuve con los de siempre en el Lehnert, hasta las doce menos cuarto aproximadamente.

El Lehnert era un popular restaurante tradicional de Münster, muy cercano al antiguo ayuntamiento, y en realidad se llamaba Zum Goldenen Löwen. Desde allí hasta su casa había unos cinco minutos en coche.

—¿Por casualidad le llamó algo la atención cuando pasó por delante de la casa? —inquirió Bodenstein—. Cuando llegamos nosotros hoy, todas las puertas estaban abiertas y la casa entera patas arriba.

—A mí eso no me extraña nada —contestó Erwin Schwarz con cierto desdén—. ¿Sabe usted lo que de verdad es un circo? Lo que es un circo es toda esa gente joven que llega en ciclomotor o en coche, que se ríe y empieza a dar vueltas como si estuviera sola en el mundo. Y luego están los chuchos de Pauly, que andan correteando por todas partes y lo llenan todo de mierda. Y el tipo ese es profesor, de modo que se supone que va a educar a nuestros hijos. ¡Imagínese!

—¿Cómo se llevaba usted con su vecino? —preguntó Bodenstein.

—No éramos amigos. —El agricultor se rascaba ahora el pellejo de su pecho fofo—. Pauly era un tipo desagradable, siempre poniéndole peros a todo. Y no tiene nada que ver con que no compartiéramos las mismas ideas políticas.

—Entonces, ¿con qué?

—Ese tipo no era trigo limpio —aseguró Erwin Schwarz. Fue su exmujer, la nieta de Schorsch Schmitt, Mareike, quien heredó la casa, no él. Cuando ella se fue, después de separarse, Pauly se quedó en la casa. Y eso que no es suya. El martes vino Mareike, y se tiraron los trastos a la cabeza. Me lo contó Else Matthes, la vecina de enfrente.

En el umbral apareció un joven.

—La prensa ya funciona, padre —dijo, haciendo caso omiso de Bodenstein—. ¿Voy primero abajo, al campo grande del bosque, o al de arriba, al del monasterio?

Erwin Schwarz se levantó con un ay, se subió los tirantes del peto y torció el gesto.

—La hernia —explicó a Bodenstein, y a continuación se dirigió a su hijo—: Tú vete al monasterio. Yo iré a hacer pacas pequeñas al campo del bosque.

El joven asintió y se fue.

—Estamos en mitad de la siega —añadió el agricultor; tengo que aprovechar el buen tiempo.

—En ese caso no lo entretendré más. —Bodenstein esbozó una sonrisa amable y dejó una tarjeta de visita en el mantel de hule—. Gracias por la información. Si recuerda alguna otra cosa, por favor, llámeme.

Elisabeth Matthes vivía en una de esas casas viejas que tenían los días contados. Un letrero en el jardín delantero notificaba el inminente derribo. Cuando Bodenstein llamó al timbre, la puerta se abrió casi en ese mismo segundo, como si la vecina lo esperara. La señora Matthes lo hizo pasar a una cocina impecable. La mujer tendría unos setenta y cinco años y caminaba encorvada debido a una osteoporosis grave, pero sus ojos azules eran penetrantes y despiertos. En primer lugar, Bodenstein satisfizo su curiosidad anunciándole que Hans-Ulrich Pauly había fallecido.

—Bueno, estaba más que claro que pasaría —afirmó Else Matthes con voz temblorosa—. Pauly andaba a la greña con todo el mundo.

Refirió la conversación que mantuvieron Pauly y su exmujer casi palabra por palabra, y además sabía la hora exacta —poco antes de las ocho y media—, y reconoció al hombre que fue a ver a Pauly una media hora después.

—Yo estaba en el jardín regando las plantas cuando vi a Pauly en el jardín delantero. —La anciana se apoyó en la mesa de la cocina—. Hablaba desde el otro lado de la cerca con Siebenlist, de Cocinas Rehmer. Era uno de sus amigotes. Aunque… —Arrugó la frente y se paró a pensar—. En realidad discutían. Siebenlist le dijo a Pauly que no iba a permitir, bueno, que lo chantajeara con viejas historias.

Pero Else Matthes vio más cosas esa noche. Cuando sacó el cubo de la basura a la calle, a eso de las diez y media, del portón de Pauly salió una chica en ciclomotor a toda velocidad, tan deprisa que perdió el control y fue a parar al suelo.

—En esa casa siempre había jarana. —La señora Matthes era la viva imagen de la reprobación—. Siempre había gente entrando y saliendo. No sabían lo que es tener consideración. En plena…

—¿Reconoció a la chica de la moto? —la interrumpió Bodenstein antes de que se enredara en detalles poco importantes.

—No; es que todas son iguales: pantalones vaqueros, blusitas cortas con media barriga al aire —repuso tras una breve reflexión—. Creo que era rubia.

—Y… ¿cómo era la moto?

Else Matthes se paró a pensar un instante y acto seguido su rostro arrugado se iluminó.

—¡Un
scooter
! —exclamó con aire casi triunfal—. Creo que se dice así. Amarillo canario. Como los de Correos.

Entonces pareció como si se le ocurriese algo increíble. Se inclinó hacia Bodenstein y dijo en voz baja, en un susurro:

—¿Cree usted que fue
ella
la que mató a Pauly, señor inspector?

Cuando Oliver Bodenstein entró en la comisaría de Hofheim, a las cinco y media, Kai Ostermann y Kathrin Fachinger ya habían averiguado algunas cosas de HansUlrich Pauly. Tal como le dijera a Pia el director del zoo por la mañana, Pauly era un internauta empedernido y usaba la red para dar a conocer su opinión sobre todos los temas posibles.

—Si queréis que os diga lo que pienso —dijo Ostermann—, lo cierto es que había un montón de gente que tenía un motivo para cargarse al tipo.

—¿Por qué?

Bodenstein se quitó la chaqueta y la colgó en el respaldo de una silla. Tenía la camisa completamente sudada.

—He metido su nombre en Google. —Ostermann se echó hacia atrás—. Era miembro de miles de asociaciones para la defensa del medio ambiente, la naturaleza y los animales; se oponía a la caza de aves canoras en Italia, al transporte de residuos radiactivos, interpuso una demanda por las partículas en suspensión, se manifestó en contra del transporte de caballos destinados al matadero… Una de sus páginas web se llama
Animales en libertad
, o
AeL
.

—No es de extrañar que el director del zoo no pudiera verlo ni en pintura —observó Pia con sequedad.

—Pero no acaba aquí la cosa —continuó Ostermann—. Pauly tiene otra página, llamada
El manifiesto de Kelkheim
, donde despotrica contra todo lo que no le cuadra en Kelkheim. Ahora mismo principalmente contra los planes de ampliación de la B 8, pero también contra la remodelación del centro Norte, la urbanización del terreno de Varta, etcétera, etcétera. Ha ofendido, y mucho, a algunas personas.

—¿A quién, por ejemplo? —quiso saber Bodenstein.

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