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Authors: Nele Neuhaus

Tags: #Intriga, #Policíaco

Amigos hasta la muerte (4 page)

BOOK: Amigos hasta la muerte
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Se asustó cuando Bodenstein apareció delante de ella.

—No grites así —sonrió—, que todavía oigo perfectamente.

—¡No deberías darme estos sustos!

Pia calló porque en algún lugar de la casa sonó un teléfono. Siguieron el sonido escalera arriba, hasta la primera planta. Allí los vándalos habían respetado las habitaciones. En el cuarto de baño estaban todas las luces encendidas, ante la ducha había una toalla en el suelo, junto a unos vaqueros, una camisa y ropa interior sucia. Pia nunca se sentía cómoda cuando invadía la esfera privada más íntima de desconocidos, pero era lo que había que hacer si uno quería saber más cosas del entorno de un fallecido. ¿Dónde estaría la pareja de Pauly? El armario del dormitorio estaba abierto, en la cama había algunas prendas de ropa. El teléfono enmudeció.

—Da la impresión de que Pauly se duchó y se disponía a cambiarse —razonó ella—; eso explica que prácticamente fuese en ropa interior.

Bodenstein asintió.

—Ahí está el teléfono. —El Siemens inalámbrico estaba tirado de cualquier manera en la cama, entre camisas limpias y pantalones vaqueros. Pulsó la tecla que no paraba de parpadear.

«Tiene treinta y cuatro mensajes nuevos —anunció la voz informatizada—. Mensaje número uno, recibido el martes 13 de junio a las 15.32 horas».

«Ulli, sé perfectamente que estás ahí —decía una voz de mujer—. Estoy harta de tus tácticas dilatorias. He hecho todo lo que estaba en mi mano para llegar a un acuerdo contigo por las buenas, pero eres un cabezota. Solo para que lo sepas: me da lo mismo que vayas corriendo a ver a tu abogado con esta grabación, de todas formas me volverán a dar la razón. Es tu última oportunidad: me pasaré a verte a las ocho y media. Si no estás o si te vuelve a perder el orgullo, tendrás que atenerte a las consecuencias, te lo juro».

Se oyó un pitido y a continuación se sucedieron cuatro llamadas sin número ni mensaje. Al parecer, habían respondido una llamada poco antes de las 17.00, pues el mensaje se interrumpió después de que un hombre dijera: «Hola, señor…». A las 20.13 un hombre había dejado un mensaje.

«Soy Carsten Bock —informó una voz masculina grave—; han llegado a mis oídos las impertinencias que soltó usted en público el lunes. Eso es calumnia y difamación. Ya he emprendido medidas legales contra usted, y espero por su parte y cuanto antes una disculpa por escrito y una rectificación pública de los hechos en el periódico».

Los policías se miraron. En la noche del martes al miércoles habían entrado dos llamadas más sin número, y el miércoles por la tarde había vuelto a llamar un hombre.

«Hola, Ulli, soy yo, Tarek. A ver si te compras un móvil de una vez, tío. Ya estoy aquí. Tenemos la presentación lista y subida a la página. Puedes echarle un vistazo. Hasta luego».

Las demás llamadas eran de la pareja de Pauly, Esther, que había dejado una docena de mensajes, primero inquisitiva, luego preocupada, finalmente enfadada. En ese preciso instante llegó un taxi, y los perros entonaron un frenético recibimiento a base de ladridos.

Esther Schmitt saludó en el patio a sus perros, que bailoteaban a su alrededor aullando y ladrando nerviosos, y a continuación entró en la casa por la puerta de la cocina; en la mano llevaba un bolso de viaje y colgado del hombro, un ordenador portátil. Era una mujer delicada, que rondaría los cuarenta, de rostro pálido y pecoso, con el cabello de tono rubio rojizo recogido en una trenza floja.

—¿Pero qué es esto? —comentó—. Estoy fuera tres días y…

—No se asuste —dijo Bodenstein.

A pesar de la advertencia, la mujer se estremeció. Dejó caer el bolso ruidosamente y dio un paso atrás.

—¿Quiénes son ustedes? —preguntó con los ojos muy abiertos—. ¿Qué están haciendo aquí?

—Me llamo Bodenstein, y esta es la señora Kirchhoff, mi compañera. —Le enseñó la placa—. Policía judicial de Hofheim.

—¿Policía judicial? —La mujer parecía perpleja.

—¿Es usted Esther Schmitt? —preguntó Bodenstein.

—Sí. ¿Qué está pasando aquí?

Pasó junto a ellos y respiró hondo al ver el estado del salón. Se volvió y se quitó la bolsa del ordenador del hombro, que dejó en la mesa pegajosa de la cocina. Sobre una arrugada falda de lino llevaba un blusón estampado; sus pies, con los dedos sucios, estaban enfundados en unas sandalias de cuero de aspecto cómodo, pero poco elegante.

—Tenemos que darle una mala noticia —empezó Bodenstein—. Esta mañana encontramos el cuerpo de su pareja. Lo siento mucho.

Sus palabras tardaron unos segundos en llegar al cerebro de la mujer.

—¿Ulli ha muerto? ¡Dios mío! —Clavó la vista en Bodenstein sin dar crédito, y después se sentó en el borde de una silla de la cocina—. ¿Cómo…, cómo murió?

—Eso aún no lo sabemos exactamente —contestó él. ¿Cuándo fue la última vez que habló con el señor Pauly?

La mujer cruzó los brazos.

—El martes por la noche —dijo sin expresión alguna—. Yo estaba desde el lunes en Alicante, en un congreso de vegetarianos.

—¿Sobre qué hora habló por teléfono el martes con el señor Pauly?

—Tarde. Serían aproximadamente las diez de la noche. Ulli quería dejar listas las hojas del recorrido del trazado de la autovía en el ordenador, pero poco antes de que yo llamara fue a verlo otra vez su exmujer.

El rostro se le demudó, pero no se permitió echarse a llorar.

—¿Quiere que llamemos a alguien? —preguntó Pia.

—No. —Esther Schmitt se levantó y miró a su alrededor—. Me las arreglaré sola. ¿Cuándo puedo limpiar esto?

—Cuando los criminólogos lo hayan examinado todo —contestó Bodenstein—. Sería muy útil si pudiera usted decirnos si falta algo.

—¿Por qué?

—Puede que este revoltijo no tenga nada que ver con la muerte de su pareja —explicó él—. Suponemos que murió el martes por la noche. Siendo así, la casa habrá estado abierta un día entero.

Los perros ladraron fuera. Se oyó un ruido de puertas de coche que se cerraban, y poco después aparecieron los agentes de la Policía científica en el umbral de la cocina.

—Ya. —Esther Schmitt lo miró, con ojos enrojecidos, y se encogió de hombros—. Se lo diré, claro. ¿Alguna otra cosa?

—Nos interesaría saber con quién se enfadó o tuvo problemas su pareja últimamente.

Bodenstein le ofreció su tarjeta de visita. Ella le echó un vistazo y levantó la cabeza.

—No fue un accidente, ¿verdad? —quiso saber.

—No —repuso el policía—. Lo más seguro es que no.

A las dos y media, Pia llegó a la villa de la calle Kennedyallee, donde se hallaba el Instituto Anatómico Forense, en Sachsenhausen. Conocía el edificio por dentro. En sus dieciséis años de matrimonio había pasado un sinfín de horas en las salas de autopsias del sótano; Henning era de esos científicos consagrados en cuerpo y alma a su profesión y sus investigaciones. La fiscal Valerie Löblich había llegado poco antes que ella. El cuerpo de Pauly yacía desnudo en la mesa metálica bajo las potentes lámparas, y Ronnie Böhme, el ayudante de Henning, lo había completado con las partes del cuerpo que le cortaron. El olor a descomposición era tremendo.

—¿Le cortaron las extremidades con la segadora? —inquirió Pia después de ponerse la bata y la mascarilla protectora.

—Sí, así es. —Henning Kirchhoff se inclinó sobre el cadáver y examinó la piel centímetro a centímetro con una lupa—. Pero antes ya llevaba algún tiempo muerto. Tras un primer análisis superficial, estoy convencido de que el cuerpo fue trasladado por lo menos una vez en el curso de las últimas veinticuatro horas. A todas luces, la muerte la causaron las heridas de la cabeza. Ahí están las radiografías.

Señaló con la cabeza el negatoscopio.

—¿Pudo caerse de la bicicleta? —preguntó la fiscal, una atractiva mujer morena de treinta y pocos años. A pesar del calor que hacía fuera, llevaba una americana elegante, una falda ceñida cortísima y medias de seda.

—¿Es que no me ha oído? Acabo de decir que trasladaron el cadáver. —La voz del forense tenía un deje de irritación—. ¿Cómo iba a hacer eso él solo después de sufrir un accidente de bicicleta mortal?

Pia y Ronnie intercambiaron una mirada elocuente. Antes ambos hacían preguntas ingenuas de vez en cuando, solo para recibir comentarios mordaces. Henning Kirchhoff era un forense brillante, pero una persona poco tratable. Sin embargo, la fiscal Löblich no se dejaba amedrentar fácilmente.

—No he preguntado si murió a causa de una caída de bicicleta —respondió imperturbable—, sino tan solo si pudo sufrir una caída.

Henning Kirchhoff alzó la mirada.

—Cierto —reconoció—. No se cayó, de lo contrario presentaría excoriaciones en los nudillos y en las extremidades inferiores, y no es así.

—Gracias. Muy amable, señor Kirchhoff.

Pia vio cómo Henning abría en forma de «Y» la caja torácica, con movimientos rápidos y hábiles, y cortaba las costillas con el costótomo para llegar a los órganos internos. Conocía el procedimiento, que seguía un estricto protocolo. Henning iba relatando cada una de sus maniobras y cada uno de sus hallazgos al micrófono que llevaba al cuello. Más tarde la secretaria transcribiría el informe de la autopsia. Por su parte, Ronnie pesaba y medía los órganos extraídos y anotaba los resultados.

—Steatosis hepatis
, y eso que era vegetariano —constató Henning al tiempo que le ponía el órgano a la fiscal debajo de la nariz con una sonrisa burlona—. ¿Sabe lo que significa?

—Hígado graso —respondió la fiscal Löblich, sonriendo sin inmutarse—. No se esfuerce, doctor Kirchhoff, no le daré la satisfacción de desmayarme.

El forense examinó con una lupa cada milímetro de la cabeza, rasurada a conciencia, y con ayuda de unas pinzas extrajo de la herida unas partículas minúsculas que depositó en recipientes de plástico para que el laboratorio las analizara. Ronnie rotuló los recipientes de inmediato.

—Le rompieron la cabeza con un objeto sin punta —concluyó—. En la herida de la parte anterior de la cabeza hay huellas de metal y óxido. La herida posterior es de la caída.

Con el escalpelo practicó un corte en la piel de la mitad posterior de la cabeza, retiró hacia delante el cuero cabelludo, echándolo sobre el rostro del cadáver, y examinó los huesos del cráneo.

—Aquí tenemos una imagen característica de dos fracturas —observó el médico—. Primero se produjo el golpe, y luego, la fractura del hueso craneano provocada por la caída.

—¿Y eso es mortal? —se atrevió a preguntar Pia.

—No necesariamente. —Kirchhoff echó mano de la sierra eléctrica, con la que abrió los huesos del cráneo—. Con frecuencia después de una lesión de este tipo se producen hemorragias intracraneales y un edema cerebral progresivo. La creciente presión craneal provoca una parálisis respiratoria y después una parada circulatoria, a consecuencia de la cual sobreviene la muerte clínica. Puede suceder relativamente deprisa o tardar horas.

—Lo cual significa que aún pudo vivir un buen rato.

Henning extrajo el cerebro de la cavidad craneal, lo observó con aire crítico y lo cortó en rebanadas finas.

—No hay hemorragias —dictaminó; le pasó el cerebro a Ronnie, se inclinó y examinó el cráneo por dentro. Acto seguido ladeó la cabeza del cadáver, se acercó al negatoscopio y miró de nuevo las radiografías—. En su caso, sobrevino deprisa —afirmó—. Debido a la caída, se escindió y rompió la vértebra cervical de la base del cráneo. Murió en el acto.

Los criminólogos trabajaban en la cocina y en el despacho cuando Esther Schmitt estuvo lista para contestar a unas preguntas. A Bodenstein siempre le parecía injusto interrogar a alguien que acababa de sufrir una pérdida dolorosa y aún se hallaba conmocionado, pero sabía por su larga experiencia que era durante esas primeras conversaciones cuando averiguaba más cosas.

—¿Dónde encontraron a Ulli? —quiso saber la mujer.

—En Kronberg, cerca del zoo —respondió el inspector jefe, y vio que ella abría mucho los ojos, sin dar crédito a lo que estaba oyendo.

—¿En el zoo? ¡Entonces seguro que ese director ha tenido algo que ver! Odiaba a Ulli porque siempre le estaba restregando por las narices que tener animales en un zoo es una crueldad. Hace unas semanas ese tipo casi me atropella, ¡adrede! —exclamó con vehemencia—. Repartíamos octavillas en el aparcamiento que hay delante del zoo y él entró a toda velocidad con su todoterreno. Nos amenazó, dijo que nos descuartizaría con sus propias manos y nos echaría a sus lobos si no salíamos del aparcamiento en diez segundos.

Bodenstein escuchaba con atención.

—Y el domingo pasado le prohibió la entrada a Ulli —continuó Esther Schmitt—. Ese hombre es capaz de cualquier cosa, lo que yo le diga…

Bodenstein no compartía su opinión. Es posible que Sander fuese temperamental e impulsivo, pero eso no lo convertía necesariamente en un asesino.

—Una mujer dejó en el contestador un mensaje bastante hostil —informó—. ¿Sabe quién puede ser?

—Probablemente la ex de Ulli, Mareike —respondió con dureza—. Nada más divorciarse se volvió a casar con un arquitecto de Bad Soden. Ella y su marido levantan esos mazacotes que llaman casas, todos iguales. Aquí ya han llenado la calle entera, y ahora andan detrás de este terreno.

—A mí me dio la sensación de que la mujer amenazaba al señor Pauly —apuntó Bodenstein—. Mencionó a un abogado.

—Ulli y ella heredaron el terreno y la casa a partes iguales —explicó la mujer—. Cuando se fue, Mareike le cedió la casa a Ulli, cosa que lamentó enseguida. Quiere recuperarla, por eso andan metidos en pleitos desde hace años.

—Le dio un ultimátum al señor Pauly, amenazándolo con que si no accedía a sus ruegos tendría que atenerse a las consecuencias. —Bodenstein no la perdía de vista. ¿Cree usted que la exmujer de su pareja sería capaz de…?

—La creo capaz de todo —lo cortó Esther Schmitt con rudeza—. Ella y su marido quieren construir seis adosados en este terreno. Hay en juego un montón de dinero.

—¿Con quién más estaba enemistado su pareja?

—Ulli incomodaba a mucha gente. Solía sacar a la luz irregularidades y no se mordía la lengua.

En ese instante pasó traqueteando por delante de la casa un gran tractor con dos remolques llenos de fardos de heno. El conductor, un gigante canoso con una camiseta interior sucia, se quedó mirando el patio, intrigado.

—Ese también estaba en pie de guerra con Ulli —informó Esther Schmitt—. Erwin Schwarz; vive enfrente. Está en el ayuntamiento y cree que se lo puede permitir todo…

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