Alexis o El tratado del inútil combate (10 page)

BOOK: Alexis o El tratado del inútil combate
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Había abandonado completamente la música. La música formaba parte de un mundo en que me había resignado a no vivir nunca más. Se dice que la música es el universo del alma; puede ser, amiga mía; pero esto prueba simplemente que el alma y el cuerpo son inseparables y que una contiene al otro como el teclado contiene a los sonidos. El silencio que sucede a los acordes no tiene nada que ver con un silencio corriente: es un silencio atento, es un silencio vivo. Un montón de cosas insospechadas bullen dentro de nosotros al amparo de ese silencio y nunca podemos saber lo que va a decirnos una música que acaba. Un cuadro, una estatua, incluso un poema nos presentan ideas precisas que, de ordinario, no nos llevan más lejos; pero la música nos habla de posibilidades sin límite. Es peligroso exponerse a las emociones que proporciona el arte cuando uno ha resuelto abstenerse de vivir. No soy de aquellos que le piden al arte la compensación del placer: me gustan uno y otro, y no uno por el otro, estas dos formas un poco tristes de todo deseo humano. Ya no componía. Mi impotencia ante la vida se extendía lentamente a aquellos sueños de vida ideal, porque una obra de arte, Mónica, es la vida soñada. Hasta la simple alegría que causa a todo artista el acabado de una obra se había desecado, o por decir mejor, congelado en mí. Quizás consistiera en que tú no entrabas en el mundo de la música: mi renuncia, mi fidelidad no hubieran sido completas si yo me hubiera introducido cada noche en un mundo de armonía en el que tú no entrabas. Ya no trabajaba. Era pobre y hasta mi matrimonio había podido vivir a duras penas. Ahora encontraba una especie de voluptuosidad en depender de ti, incluso de tu fortuna: esta situación, un poco humillante, era una garantía contra mi antiguo pecado. Mónica, creo que todos tenemos ciertos prejuicios muy extraños: es cruel traicionar a una mujer que nos ama, pero sería odioso traicionar a aquella cuyo dinero nos permite vivir.

Y tú, tan activa, no te atrevías a censurar en voz alta mi completa inactividad: temías que yo viera en tus palabras un reproche a mi pobreza.

El invierno y luego la primavera pasaron. Nuestros excesos de tristeza nos habían agobiado tanto como un libertinaje. Experimentábamos esa sequedad de corazón que sigue al abuso de las lágrimas, y mi descorazonamiento se podía parecer a la calma. Estaba casi asustado de sentirme tan tranquilo; creí haberme conquistado. ¡Ay, se asquea uno tan pronto de sus conquistas! Acusábamos de nuestro agotamiento al cansancio producido por los viajes: fijamos nuestra residencia en Viena. Yo sentía algo de repugnancia al volver a la ciudad en donde había vivido solo, pero tú tenías mucho interés, por delicadeza, en no llevarme lejos de mi país natal. Yo me esforzaba por creer que sería, en Viena, menos desgraciado que antes; era, sobre todo, menos libre. Te dejé escoger los muebles y las cortinas de las habitaciones; te miraba con un poco de amargura, ir y venir por aquellas habitaciones aún desnudas en donde íbamos a encarcelar nuestra existencia. La sociedad vienesa se había prendado de tu belleza morena y pensativa: la vida mundana, de la que no teníamos costumbre, nos permitió olvidar durante algún tiempo lo solos que estábamos. Luego terminó por cansarnos. Poníamos una especie de empeño en soportar el aburrimiento de aquella casa demasiado nueva, en donde los objetos no traían ningún recuerdo y donde los espejos no nos conocían. Mi esfuerzo por la virtud y tu tentativa de amor ni siquiera conseguían distraernos.

Todo, hasta una tara, puede tener sus ventajas para un espíritu lúcido; nos procura una vista menos convencional del mundo. La vida menos solitaria y la lectura de algunos libros me enseñaron la diferencia que existe entre las conveniencias externas y la moral íntima. Los hombres no lo dicen todo, pero cuando, como yo, se han tomado por costumbre ciertas reticencias, se da uno cuenta rápidamente de que son universales. Yo había adquirido una aptitud singular para adivinar los vicios y las debilidades escondidas; mi conciencia al desnudo me revelaba la de los demás. Sin duda, aquellos a quienes yo me comparaba se hubieran indignado de semejante comparación; se creían normales, quizás porque sus vicios eran corrientes, pero ¿podía yo juzgarlos muy superiores a mí? Buscaban un placer sólo para ellos mismos, y la mayoría de las veces no deseaban la llegada de ningún hijo. Terminaba por decirme que mi único error (mi única desgracia, más bien) era ser, no el peor de todos, sino únicamente diferente. E incluso mucha gente se adapta a instintos parecidos a los míos; no es tan raro ni tan extraordinario. Me reprochaba el haber tomado por lo trágico unos preceptos desmentidos por tantos ejemplos —y la gran moral humana no es más que un gran compromiso—. Dios mío, no censuro a nadie: cada uno incuba en silencio sus secretos y sus sueños. Sin confesarlo nunca, sin confesárselo siquiera a sí mismo y todo se explicaría si no mintiéramos. Así que yo me había estado torturando por poca cosa, quizá. Puesto que ahora me conformaba a las reglas morales más estrictas, me otorgaba el derecho a juzgarlas y se hubiera dicho que mi pensamiento se atrevía a ser más libre desde que renunciaba a toda libertad en la vida.

No he dicho todavía cuánto deseabas tener un hijo. Yo también lo deseaba apasionadamente. Sin embargo, cuando supe su llegada, no sentí mucha alegría. Sin duda, el matrimonio sin hijos no es más que sensualidad permitida; si el amor a la mujer es más digno de respeto que el otro, es únicamente porque contiene el porvenir. Pero cuando la vida nos parece absurda y desprovista de objeto, no es precisamente el momento en que podemos sentir alegría de perpetuarla. Aquel niño, con el que los dos soñábamos, iba a venir al mundo entre dos extraños: no era ni la prueba ni el complemento de la felicidad, sino una compensación. Esperábamos vagamente que todo se arreglaría cuando estuviera aquí, y yo lo había querido porque tú estabas triste. Incluso, al principio, sentías timidez al hablarme de él; esto, más que cualquier otra cosa, demuestra lo distantes que estaban nuestras vidas. Y, sin embargo, aquel pequeño ser empezaba a ayudarnos. Pensaba en él un poco como si fuera el hijo de otro. Me gustaba la dulzura de aquella intimidad, otra vez fraternal, en donde la pasión no intervenía. Casi me parecía que eras mi hermana, o alguna próxima pariente que habían confiado y a la que tenía que cuidar, tranquilizar y quizás consolar de una ausencia. Habías terminado por querer mucho a aquella pequeña criatura que, por lo menos, vivía ya dentro de ti. Mi satisfacción, tan confesable, tampoco estaba desprovista de egoísmo: puesto que no había sabido hacerte dichosa, encontraba natural descargarme en el niño.

Daniel nació en junio, en Woroïno, en aquel triste país de la Montaña Blanca en donde yo también nací. Quisiste que viniera al mundo en aquel paisaje de otro tiempo; era para ti, como si me dieras más completamente a mi hijo. La casa, aunque restaurada y repintada, seguía siendo la misma: sólo que parecía mucho mayor, al ser nosotros menos. Mi hermano (ya no me quedaba más que un hermano) vivía allí con su mujer; era gente muy provinciana a quien la soledad había hecho salvaje, y la pobreza, temerosa. Te acogieron con una amabilidad un poco torpe, y como venías algo cansada del viaje, te ofrecieron, como un honor, la habitación grande en donde había muerto mi madre y en donde nacimos todos nosotros. Tus manos, reposando sobre la blancura de las sábanas, casi me parecían las suyas. Cada mañana, como en el tiempo en que yo entraba a ver a mi madre, esperaba que esos largos dedos frágiles se posaran sobre mi cabeza para bendecirme. Pero no me atrevía a pedirte semejante cosa: me contentaba con besarlos, simplemente. Y, sin embargo, me hubiera hecho mucha falta aquella bendición. La habitación era un poco sombría, con una cama presuntuosa entre unas cortinas muy gruesas. Supongo que muchas mujeres de mi familia se habían acostado en aquella cama para esperar al hijo o a la muerte, y que la muerte, quizás no es más que el alumbramiento de un alma.

Las últimas semanas de tu embarazo fueron penosas: una noche, mi cuñada vino a decirme que rezara. No recé: me repetía solamente que sin duda ibas a morir. Tenía miedo de no sentir una desesperación suficientemente sincera y sentía de antemano como un remordimiento. Además, tú estabas resignada. Resignada como los que no tienen mucho interés en vivir: yo veía un reproche en aquella tranquilidad. Quizás te dieras cuenta de que nuestra unión no estaba destinada a durar toda la vida y que terminarías por amar a otro. Tener miedo del porvenir nos facilita la muerte. Yo cogía entre mis manos las tuyas, siempre un poco febriles; nos callábamos los dos con un pensamiento común: tu posible desaparición. Tu cansancio era tal que ni siquiera te preguntabas qué sería del niño. Yo me decía, con rebeldía, que la naturaleza es injusta con los que obedecen sus leyes más claras, puesto que cada nacimiento pone en peligro dos vidas. Todos hacemos sufrir cuando nacemos y sufrimos cuando morimos. Pero no es nada el que la vida sea atroz; lo peor es que sea vana y sin belleza. La solemnidad de un nacimiento, como la solemnidad de la muerte, se pierden para los que a ellos asisten, en detalles repugnantes o simplemente vulgares. No me dejaban entrar en tu habitación: te debatías entre los cuidados y las oraciones de las mujeres, y como las lámparas permanecían encendidas toda la noche, se notaba que esperaban a alguien. Tus gritos, que me llegaban a través de las puertas cerradas, tenían algo de inhumano que me causaba horror. No había pensado imaginarte, de antemano, en lucha con aquella forma animal del dolor y sentía rencor hacia mí por aquel niño que te hacía gritar. Así es, Mónica, como todo se enlaza, no sólo en la vida, sino también dentro del alma: el recuerdo de aquellas horas en que te creí perdida contribuyó quizás al volverme de nuevo del lado al que se inclinaban mis instintos.

Me hicieron entrar en tu habitación para enseñarme al niño. Todo, ahora, volvía a ser apacible; eras feliz, pero con una felicidad física hecha de cansancio y de liberación. Sólo el niño lloraba en brazos de las mujeres. Supongo que sufría por el frío, por el ruido de las palabras, las manos que lo manejaban y el contacto de los pañales. La vida acababa de arrancarlo a las cálidas tinieblas maternales: tenía miedo, supongo, y nada, ni siquiera la muerte, reemplazará para él aquel asilo primordial, porque la muerte y la noche son tinieblas frías, no animadas por el latido de un corazón. Me sentía tímido ante aquel niño al que tenía que besar. Me inspiraba, no ternura, ni siquiera afecto, sino una gran compasión, porque no sabemos nunca, ante un recién nacido, qué razones para llorar le proporcionará el futuro.

Yo me decía que tu hijo sería tuyo, Mónica, mucho más que mío. Heredaría de ti, no sólo la fortuna que desde hacía tanto tiempo faltaba en Woroïno (y la fortuna, amiga mía, no hace la felicidad, pero a menudo la permite), heredaría también tus hermosos ademanes tranquilos, tu inteligencia y esa clara sonrisa que a veces vemos en los cuadros franceses. Por lo menos, es lo que yo deseo. Por un ciego sentimiento del deber, me había hecho responsable de su vida, con el riesgo de que no fuera muy feliz por ser hijo mío y mi única disculpa era haberle dado una madre admirable. Y no obstante, también me decía que era un Gera, que pertenecía a esta familia cuyos miembros se transmiten preciosamente pensamientos tan antiguos que hoy están ya fuera de uso, igual que los trineos dorados o los coches de caballos. Descendía, como yo, de antepasados de Polonia, de Poblia y de Bohemia; tendría sus mismas pasiones, sus desalientos súbitos, su amor a la tristeza y a los placeres extravagantes, todas sus fatalidades a las que habría que añadir las mías. Porque nosotros somos de una raza muy extraña en la que la locura y la melancolía alternan de siglo en siglo como los ojos negros y los ojos azules. Daniel y yo tenemos los ojos azules. El niño dormía ya en la cama; las lámparas que había encima de la mesa alumbraban confusamente las cosas, y los retratos de familia, que ya ni siquiera mirábamos a fuerza de haberlos visto, dejaban de ser una presencia para convertirse en una aparición. Así que la voluntad que expresaban las caras de mis antepasados había terminado por realizarse; nuestro matrimonio había tenido una finalidad: nuestro hijo. Gracias a él, aquella vieja raza se prolongaría en el porvenir. Ya importaba poco que mi existencia continuara. Ya no les interesaba a los muertos y podía desaparecer, morir o bien empezar a vivir otra vez.

El nacimiento de Daniel no consiguió acercarnos: nos había decepcionado tanto como el amor. No habíamos reanudado nuestra existencia en común y yo ya no me apretaba contra ti por las noches, como un niño que tiene miedo de las tinieblas. Volví a la habitación en que dormía cuando tenía dieciséis años. En aquella cama, en donde volvería a encontrar, junto con mis sueños de antaño, el hueco en otro tiempo formado por mi cuerpo, tenía la sensación de unirme conmigo mismo. Amiga mía, creemos sin razón que la vida nos transforma: lo que hace es desgastarnos y lo que desgasta en nosotros son las cosas aprendidas. Yo no había cambiado, sólo que los acontecimientos se habían interpuesto entre mí y mi propia naturaleza. Era el mismo que había sido, quizás de una forma aún más profunda ya que, a medida que van cayendo una tras otra nuestras ilusiones y nuestras creencias, conocemos mejor nuestro «yo» verdadero. Después de tanta buena voluntad y de tantos esfuerzos, terminaba por encontrarme igual que antes: con el alma un poco turbia, a la que dos años de virtud habían desengañado. Mónica, parecía como si aquel largo trabajo maternal que se había cumplido en ti te hubiera devuelto a tu sencillez primera: eras, igual que antes de casarte, un ser joven y ansioso de felicidad, pero más firme, más sereno y con menos estorbos en el alma. Tu belleza había adquirido una especie de apacible abundancia; ahora era yo quien me sabía enfermo y me felicitaba por ello. El pudor me impedirá decirte siempre la de veces que he deseado la muerte durante aquellos meses de verano y no quiero saber si, al compararte a otras mujeres más felices, has sentido rencor hacia mí por haberte estropeado el porvenir. Nos queríamos, sin embargo, tanto como se puede querer cuando no se siente pasión uno por el otro; el verano (era el segundo desde nuestro matrimonio) finalizaba algo apresuradamente, como ocurre en los países del norte; terminábamos de disfrutar en silencio el final de un verano y el de una ternura, que habían dado sus frutos y a los que no quedaba más que morir. Fue con esa tristeza como la música volvió a mí.

Una noche, en el mes de septiembre, la noche que precedió a nuestro regreso a Viena, cedí a la atracción del piano que había permanecido cerrado hasta entonces. Estaba solo, en el salón casi del todo a oscuras; era, ya te lo he dicho, mi última noche en Woroïno. Desde hacía algunas semanas, una inquietud física se había metido dentro de mí, fiebre, insomnios contra los que luchaba en vano y de los que echaba la culpa al otoño. Hay música fresca con la que uno se desaltera. Por lo menos, yo lo creía así. Me puse a tocar. Tocaba al principio con precaución, suavemente, delicadamente, como si tuviera que dormir a mi alma dentro de mí. Había escogido los trozos más serenos, puros espejos de inteligencia de Debussy y de Mozart y se hubiera podido decir que, como antes en Viena, le tenía miedo a la música turbia. Pero mi alma, Mónica, no quería dormir. O quizás ni siquiera fuera el alma. Tocaba vagamente, dejando que cada nota flotase en el silencio. Era (ya te lo he dicho) mi última noche en Woroïno. Sabía que nunca más mis manos se unirían a aquellas teclas, que nunca más se llenaría la habitación de acordes gracias a mí. Interpretaba mis sufrimientos físicos como un presagio fúnebre: había decidido dejarme morir. Abandonando mi alma sobre la cumbre de los arpegios, como un cuerpo sobre el reflujo de la ola, esperaba que la música me facilitara pronto la caída en el abismo y en el olvido. Tocaba con decaimiento. Me decía que mi vida estaba por rehacer y que nada cura, ni siquiera la misma curación. Me sentía demasiado cansado para aquella sucesión de recaídas y de esfuerzos igualmente agotadores y no obstante, disfrutaba ya, gracias a la música, de mi debilidad y de mi abandono. Ya no era capaz, como en otro tiempo, de sentir desprecio por la vida apasionada de la que, sin embargo, tenía miedo. Mi alma se había hundido más profundamente en mi carne y lo que yo sentía, remontando de pensamiento en pensamiento y de acorde en acorde, hacia mi pasado más íntimo y menos confesable, era el no haber cometido la culpa, sino el haber rechazado las posibilidades de felicidad. No era el haber cedido demasiadas veces, sino el haber luchado demasiado tiempo y demasiado duramente.

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