Alexis o El tratado del inútil combate (3 page)

BOOK: Alexis o El tratado del inútil combate
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¡Cuando pienso que hace casi tres años que te conozco y que me atrevo a hablarte por primera vez! Y eso porque lo hago por carta y porque es necesario. Es terrible que el silencio pueda llegar a ser culpable.

Es la más grave de todas mis culpas, pero, en fin, la he cometido. Pequé de silencio ante ti y ante mí. Cuando el silencio se instala dentro de una casa, es muy difícil hacerlo salir; cuanto más importante es una cosa, más parece que queramos callarla. Parece como si se tratara de una materia congelada, cada vez más dura y
masiva:
la vida continúa por debajo, sólo que no se la oye. Woroïno estaba lleno de un silencio que parecía cada vez mayor y todo silencio está hecho de palabras que no se han dicho. Quizás por eso me hice músico. Era necesario que alguien expresara aquel silencio, que le arrebatara toda la tristeza que contenía para hacerlo cantar. Era preciso servirse para ello, no de palabras, siempre demasiado precisas para no ser crueles, sino simplemente de la música, porque la música no es indiscreta y cuando se lamenta no dice por qué. Se necesitaba una música especial, lenta, llena de largas reticencias y sin embargo verídica, adherida al silencio para acabar por meterse dentro de él. Esa música ha sido la mía. Ya ves que no soy más que un intérprete, me limito a traducir. Pero sólo traducimos nuestras emociones: siempre hablamos de nosotros mismos.

En el pasillo que conducía a mi habitación, había un grabado moderno que a nadie interesaba. Era, pues, sólo mío. No sé quién lo habría puesto allí; lo he visto después en una casa de tanta gente que se dice artista que he terminado por aborrecerlo, pero entonces lo contemplaba con frecuencia. Representaba a unos personajes que miraban a un músico y yo sentía casi terror ante las caras de aquellos seres a quienes la música parecía revelar algo. Tendría unos trece años: puedo asegurarte que ni la música ni la vida me habían revelado nada todavía. Por lo menos, yo lo creía así. Pero el arte expresa las pasiones con un lenguaje tan hermoso, que hace falta más experiencia de la que yo tenía entonces para comprender lo que quieren decir. He vuelto a leer las pequeñas composiciones que yo escribía en aquellos tiempos: son razonables y mucho más infantiles de lo que eran mis pensamientos. Siempre ocurre así: nuestras obras representan un período de nuestra existencia que hemos pasado ya, en la época en que las escribimos.

La música me ponía en un estado de entumecimiento muy agradable, un poco singular. Parecía como si todo se inmovilizara, salvo el latir de las arterias; como si la vida hubiera huido de mi cuerpo y fuera muy bueno estar tan cansado. Era un placer, era casi un sufrimiento. Durante toda mi vida he pensado que el placer y el sufrimiento son dos sensaciones muy parecidas; supongo que cualquier persona e naturaleza reflexiva pensará igual. También recuerdo mi sensibilidad particular al tacto: hablo de la sensibilidad inocente como, por ejemplo, tocar un tejido suave, el cosquilleo de las pieles que parecen algo vivo o la epidermis de un fruto. No hay en ello nada reprobable. Estas sensaciones eran demasiado corrientes para extrañarme mucho; no nos interesa lo que nos parece sencillo. Yo les prestaba emociones más profundas a los personajes de mi grabado, puesto que no eran niños. Los suponía participantes de un drama. Somos todos iguales: le tenemos miedo al drama, pero a veces somos lo bastante románticos para desear que ocurra y no nos damos cuenta de que ha empezado ya.

También había un cuadro que representaba un hombre tocando el clavecín; paraba de tocar para escuchar su vida. Era una copia muy antigua de una pintura italiana. Creo que el original es célebre, pero no sé su nombre; ya sabes que soy muy ignorante. No me gustan mucho las pinturas italianas, pero aquella me gustaba. Claro que no estoy aquí para hablarte de pintura.

Quizás no valiera gran cosa. La vendieron cuando empezó a escasear el dinero, junto con algunos muebles viejos y unas antiguas cajas de música esmaltadas, que no sabían tocar más que una sola melodía y que se saltaban siempre la misma nota. Algunas contenían una marioneta. Al darles cuerda, la muñequita daba unas cuantas vueltas a la derecha y otras a la izquierda, después, se paraba. Era delicioso. Pero no estoy aquí para hablarte de marionetas.

Lo confieso, Mónica, creo que hay demasiada complacencia hacia mí en estas páginas, pero tengo tan pocos recuerdos que no sean amargos, que tienes que perdonarme por entretenerme tanto hablando de los que sólo son tristes. No me guardes rencor por referirte con detenimiento los pensamientos de un niño que sólo yo conozco. Te gustan los niños. Confieso que, quizás sin darme cuenta, espero disponerte así a la indulgencia desde el principio, en este relato que va a requerir mucha de ti. Trato de ganar tiempo: es natural. No obstante, hay algo ridículo en rodear de frases una confesión que debería ser sencilla: sonreiría, si pudiera sonreír. Es humillante pensar que tantas aspiraciones confusas, tantas emociones (sin contar los sufrimientos) tienen una explicación fisiológica. Al principio, esta idea me avergonzaba, pero luego terminó por tranquilizarme. También la vida no es más que un secreto fisiológico. No veo por qué el placer tiene que ser despreciable por ser sólo una sensación, cuando el dolor también lo es. Respetamos al dolor porque no es voluntario, pero ¿acaso no es una incógnita saber si el placer lo es o si no lo sufrimos también? Y aunque no fuera así, el placer escogido libremente no me parecería por ello más culpable. Pero no es éste el momento de hacerse todas estas preguntas.

Presiento que lo que estoy escribiendo se hace cada vez más confuso. Seguramente me bastaría para hacerme comprender, con emplear unos términos precisos, que ni siquiera son indecentes porque son científicos. Pero no los emplearé. No creas que les tengo miedo: no se debe tener miedo a las palabras, cuando se ha consentido en los hechos. Sencillamente, no puedo. No puedo, no sólo por delicadeza y porque me dirijo a ti, sino porque tampoco puedo ante mí mismo. Sé que hay nombres para todas las enfermedades y aquello de lo que quiero hablarte pasa por ser una enfermedad. Yo mismo lo creía así durante mucho tiempo. Pero no soy médico y ni siquiera estoy seguro de ser un enfermo. La vida, Mónica, es más compleja que todas las definiciones posibles; toda imagen simplificada corre el riesgo de ser grosera. No creas tampoco que apruebo a los poetas por evitar los términos exactos, ya que sólo saben hablar de sus sueños. Hay mucha verdad en los sueños de los poetas, pero no toda la vida está contenida en ellos. La vida es algo más que la poesía, algo más que la fisiología e incluso que la moral en la que he creído tanto tiempo. Es todo eso y es mucho más: es la vida. Es nuestro único bien y nuestra única maldición. Vivimos, Mónica. Cada uno de nosotros tiene su vida particular, única, marcada por todo el pasado sobre el que no tenemos ningún poder y que a su vez nos marca, por poco que sea, todo el porvenir. Nuestra vida. Una vida que sólo a nosotros pertenece, que no viviremos más que una vez y que no estamos seguros de comprender del todo. Y lo que digo aquí sobre una vida «entera», podría decirse en cada momento de ella. Los demás ven nuestra presencia, nuestros ademanes, nuestra manera de formar las palabras con los labios: sólo nosotros podemos ver nuestra vida. Es extraño: la vemos, nos sorprende que sea como es y no podemos hacer nada para cambiarla. Incluso cuando la estamos juzgando estamos perteneciéndole; nuestra aprobación o nuestra censura forman parte de ella; siempre es ella la que se refleja en ella misma. Porque no hay nada más: el mundo sólo existe, para cada uno de nosotros en la medida en que confine a nuestra vida. Y los elementos que la componen son inseparables: sé muy bien que los instintos que nos enorgullecen y aquellos que no queremos confesar tienen, en el fondo, un origen común. No podríamos suprimir ni uno de ellos sin modificar todos los demás. Las palabras sirven a tanta gente, Mónica, que ya no le convienen a nadie; ¿cómo podría un término científico explicar una vida? Ni siquiera explica lo que es un acto; lo nombra y lo hace siempre igual; sin embargo, no hay dos hechos idénticos en vidas diferentes, ni quizás a lo largo de una misma vida. Después de todo, los hechos son sencillos; es fácil contarlos; puede que ya lo sospeches. Pero aunque lo supieras todo, aún me quedaría explicarme a mí mismo.

Esta carta es una explicación, no quisiera que fuera una apología. No estoy tan loco como para desear que me apruebes, ni siquiera que me admitas: sería demasiado exigir. Sólo deseo ser comprendido. Ya me doy cuenta de que viene a ser lo mismo y que es mucho lo que te pido. Pero me has dado tanto en las cosas pequeñas que casi no tengo derecho a esperar tu comprensión en las grandes.

No quiero que me imagines más solitario de lo que era. A veces tenía amigos, chicos de mi edad, quiero decir. Generalmente, en épocas de fiestas, cuando venía mucha gente, también llegaban algunos niños que yo no conocía. O bien, en los aniversarios, cuando íbamos a casa de algunos parientes lejanos que parecían existir sólo un día al año, puesto que sólo pensábamos en ellos ese día. Casi todos aquellos niños eran tímidos, como yo, o sea que no nos divertíamos. Había algunos descarados, tan revoltosos que todos estábamos esperando que se fueran, y otros que no lo eran menos, pero que, aunque nos atormentaran, no protestábamos porque eran hermosos y su voz sonaba bien. Ya te dije que yo era un niño muy sensible a la belleza y los placeres que nos procura merecen toda clase de sacrificios e incluso de humillaciones. Yo era humilde por naturaleza. Creo que me sometía a toda clase de tiranías con delicia. Me resultaba muy dulce ser menos hermoso que mis amigos; me sentía feliz viéndolos; no imaginaba nada más. Era feliz queriéndolos y no pensaba siquiera en desear su cariño. El amor (perdóname) es un sentimiento que no he vuelto a experimentar desde entonces; se necesitan demasiadas virtudes para ser capaz de amar; me extraña que en mi infancia haya podido creer en una pasión tan vana, casi siempre engañosa y que no es necesaria ni siquiera para la voluptuosidad. Pero el amor en los niños forma parte de su candor: se figuran que aman porque no sospechan que desean. Aquellas amistades no eran frecuentes, quizás por eso fueron siempre inocentes. Mis amigos se marchaban o bien éramos nosotros los que regresábamos a casa: la vida solitaria volvía a formarse a mi alrededor. Pensaba escribirles alguna carta, pero me sentía tan poco capaz de evitar las faltas de ortografía que no las enviaba. Además, no sabía qué decir. Los celos son un sentimiento censurable, pero hay que perdonar a los niños que los sienten puesto que tantas personas razonables han sido víctimas suyas. He sufrido mucho con los celos, aunque no lo confesara: empezaba ya a tener miedo de ser culpable. En fin, lo que te estoy contando es muy pueril: todos los niños han conocido pasiones semejantes y no hay razón ¿verdad? para ver en ello un peligro muy grave.

He sido educado por mujeres. Yo era el hijo más pequeño de una familia numerosa; era de naturaleza enfermiza; mi madre y mis hermanas no eran muy felices: varias razones para que me quisieran mucho. Hay tanta bondad en el cariño de las mujeres que, durante largo tiempo, he creído tener que darle gracias a Dios. Nuestra vida, tan austera, era fría en apariencia: teníamos miedo de mi padre, más tarde de mis hermanos mayores. Nada nos acerca tanto a otros seres como el tener miedo juntos. Ni mi madre, ni mis hermanas, eran muy expansivas. Su presencia era como esas lámparas bajas, muy suaves, que alumbran apenas pero cuya luz difuminada impide la oscuridad y que nos sintamos solos. Nadie se figura lo tranquilizador que es, para un niño inquieto como yo era entonces, el cariño apacible de las mujeres. Su silencio, sus palabras sin importancia llenas de paz interior, sus ademanes familiares que parecen amansar las cosas; sus caras sin relieve, pero tranquilas y que, sin embargo, se parecían tanto a la mía, me han enseñado la veneración. Mi madre murió muy pronto. Tú no la has conocido; la vida y la muerte me arrebataron también a mis hermanas, pero entonces eran tan jóvenes que podían parecer hermosas. Creo que todas ellas llevaban ya su amor dentro, igual que más tarde, una vez casadas, llevarían a su hijo o a la enfermedad que las haría morir. No hay nada más conmovedor que los sueños de las jovencitas en los que tantos instintos dormidos se expresan vagamente; tienen una belleza patética, porque se gastan en vano y la vida no permitirá su realización. Debo decir que muchos de aquellos amores eran muy imprecisos: se trataba de jóvenes de la vecindad y ellos no lo sabían. Mis hermanas eran muy reservadas, rara vez se hacían confidencias unas a otras. Incluso llegaban a ignorar lo que sentían. Naturalmente, yo era demasiado pequeño para que confiasen en mí, pero yo las adivinaba, me asociaba con sus penas. Cuando el que ellas amaban entraba de improviso, mi corazón latía quizás más fuerte que el de ellas. Pienso que es peligroso, para un adolescente muy sensible como yo era entonces, aprender a ver el amor a través de los sueños de las jovencitas, incluso cuando son puras y él cree serlo también.

Por segunda vez, estoy al borde de la confesión: vale más que me decida enseguida y con toda sencillez. Mis hermanas, lo sé, tenían amigas que convivían familiarmente con nosotros y de las que me sentía casi hermano. Por lo tanto, nada parecía impedir que yo me enamorase de alguna de aquellas jóvenes y quizás tú misma encuentres singular que no fuera así. Justamente, era imposible. Una intimidad tan familiar, tan reposada, apartaba de mí la curiosidad y la inquietud del deseo, suponiendo que yo hubiera sido capaz de sentirlo. No creo que la palabra veneración sea excesiva cuando me refiero a una mujer buena. Lo creo cada vez menos; sospechaba ya entonces (incluso exagerándolo) lo que tienen de brutal los gestos físicos del amor y me hubiera repugnado unir aquellas imágenes de vida doméstica, razonable, perfectamente austera y pura a otras ideas más apasionadas. No se siente pasión por lo que se respeta ni quizás por lo que se ama. Sobre todo, no se enamora uno de quien se le parece y yo no difería mucho de las mujeres. Tu mérito, amiga mía no está sólo en poder comprenderlo todo, sino en comprenderlo antes de habértelo dicho. Mónica ¿me entiendes?

No sé cuándo lo comprendí yo mismo. Algunos detalles que no puedo darte me confirman que haría falta remontar muy atrás, hasta los primeros recuerdos que conservo, y que los sueños son a veces precursores del deseo. Pero un instinto no es todavía una tentación: la hace posible solamente. Antes, te habré dado la sensación de querer explicar mis inclinaciones en razón de influencias exteriores: seguramente, contribuyeron a fijarlas, pero me doy cuenta de que las verdaderas razones son siempre las más íntimas, mucho más oscuras y las entendemos mal porque se esconden dentro de nosotros. No basta con tener ciertos instintos para que esto nos aclare su causa y después de todo, nadie podrá explicarla totalmente. Así que no insistiré. Únicamente quisiera demostrar que mis instintos, justamente porque eran naturales en mí, podían desarrollarse durante largo tiempo sin que yo me diera cuenta. La gente que habla de oídas se equivoca casi siempre, porque sólo ven lo de fuera y lo ven de una forma grosera. No se figuran que los actos que juzgan reprensibles puedan ser al mismo tiempo fáciles y espontáneos, como lo son la mayoría de los actos humanos. Echan la culpa a los malos ejemplos, al contagio moral y sólo retroceden ante la dificultad de explicarlos. No saben que la naturaleza es más diversa de lo que suponemos: no quieren saberlo porque les es más fácil indignarse que pensar. Elogian la pureza, pero no saben cuánta turbiedad puede contener la pureza. Ignoran, sobre todo, el candor de la culpa. Entre los catorce y quince años, yo tenía menos amigos que antes porque me había vuelto más huraño. No obstante (ahora me doy cuenta) estuve a punto de ser feliz una o dos veces de una forma inocente. No explicaré las circunstancias que me lo impidieron: es demasiado delicado y tengo tantas cosas que decir que no me quiero entretener hablando de circunstancias.

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