Alexis o El tratado del inútil combate (11 page)

BOOK: Alexis o El tratado del inútil combate
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Tocaba con desesperación. El alma humana es más lenta que nosotros: esto me hace admitir que podría ser más duradera. Siempre se queda un poco atrasada con respecto a nuestra vida presente. Empezaba a comprender el sentido de aquella música interior, de aquella música llena de alegría y de salvaje deseo que yo había ahogado dentro de mí. Había reducido mi alma a una melodía única, plañidera y monótona; había hecho de mi vida un silencio del que sólo podía salir un salmo. No tengo la fe suficiente, amiga mía, para limitarme a los salmos, y si me arrepiento de algo, es de mi arrepentimiento. Los sonidos, Mónica, se esparcen en el tiempo, como las formas en el espacio y hasta que una música no cesa, permanece en parte, sumergida en el porvenir. Hay algo emocionante, para el que improvisa, en la elección de la nota que va a seguir. Empezaba a comprender aquella libertad del arte y de la vida que sólo obedecen a las leyes que les permiten desarrollarse. El ritmo sigue la subida de la turbación interior: esta auscultación es terrible cuando el corazón late demasiado aprisa. Lo que ahora nacía del instrumento dentro del cual yo había secuestrado todo mi ser durante dos años, ya no era el canto del sacrificio, ni siquiera el del deseo, ni el de la alegría ya cercana. Era el odio: odio hacia todo lo que me había falsificado y aplastado durante tanto tiempo. Yo pensaba, con una especie de placer cruel, que me estabas oyendo desde tu habitación; me decía que sería suficiente como confesión y explicación.

Y fue en aquel momento cuando se me aparecieron mis manos. Reposaban sobre las teclas, dos manos desnudas, sin sortijas ni anillos, y era como si tuviera ante mis ojos a mi alma dos veces viva. Mis manos (puedo hablar de ellas puesto que son mis únicas amigas) me parecían de repente extraordinariamente sensitivas; incluso inmóviles parecían rozar el silencio como para incitarlo a revelarse en acordes. Reposaban, todavía un poco temblorosas del ritmo, y había en ellas todos los gestos futuros igual que dormían los sonidos dentro del teclado. Habían anudado alrededor de los cuerpos la breve alegría de los abrazos; habían palpado, en los teclados sonoros, la forma de las notas invisibles; habían, en las tinieblas, encerrado con una caricia el contorno de los cuerpos dormidos. A veces las había tenido levantadas en actitud de oración, a veces las había unido a las tuyas, pero de todo eso ya no se acordaban. Eran manos anónimas, las manos de un músico. Eran mi intermediario, a través de la música, ante ese infinito al que llamamos Dios, y, por las caricias, mi forma de contacto con la vida de los demás. Eran manos borrosas, tan pálidas como el marfil sobre el que se apoyaban, porque yo las había privado del sol, de trabajo y de alegría. Y sin embargo, eran unas sirvientas fieles; me habían alimentado, cuando la música era mi
gana-pan
; y empezaba a comprender que hay algo de belleza en vivir del arte, puesto que nos liberamos de todo lo que no lo es. Mis manos, Mónica, me liberarían de ti. Podrían tenderse de nuevo sin obstáculos. Mis manos libertadoras me abrían la puerta de salida. Quizás, amiga mía, sea ridículo contarlo todo, pero aquella noche, torpemente, igual que se sella un pacto con uno mismo, besé mis dos manos.

Si paso rápidamente sobre los días que siguieron es que mis sensaciones no conciernen ni conmueven a nadie más que a mí. Prefiero guardarme dentro mis recuerdos íntimos, puesto que no puedo hablar de ellos delante de ti, a no ser con las precauciones de pudor que se parece a la vergüenza y además mentiría, si mostrara arrepentimiento. Nada iguala la dulzura de una derrota que sabemos definitiva: en Viena, durante los últimos días soleados del otoño, tuve la maravilla de recobrar mi cuerpo. Mi cuerpo, que me cura de tener un alma. Hasta ahora, sólo has visto de mí los temores, los remordimientos y los escrúpulos de conciencia, ni siquiera de la mía, sino de la de los demás que yo tomaba por guía. No he sabido o no me he atrevido a decirte la adoración ardiente que me hacen sentir la belleza y el misterio de los cuerpos, ni cómo, cada uno de ellos, cuando se ofrece, parece aportarme un fragmento de juventud humana. Amiga mía, vivir es difícil. Ya he edificado bastantes teorías morales como para no construir otras y contradictorias: soy demasiado razonable para creer que la dicha sólo yace al borde de la culpa, y el vicio, no más que la virtud, no puede dar la alegría a los que no la llevan dentro, sólo que, incluso prefiero la culpa (si de culpa se trata) a una denegación de mí tan próxima a la demencia. La vida me ha hecho lo que soy, prisionero (si se quiere) de instintos que yo no he escogido pero a los que me resigno, y esta aceptación, espero, a falta de felicidad, me procurará la serenidad. Amiga mía, siempre te he creído capaz de comprender,
lo que es más difícil que perdonar
.

Y ahora, te digo adiós. Pienso con infinita dulzura en tu bondad femenina, más bien maternal: te dejo con pena, pero envidio a tu hijo. Eras el único ser ante quien yo me sentía culpable, pero el escribir mi vida me confirma a mí mismo; termino por compadecerte sin condenarme con severidad. Te he traicionado, pero no he querido engañarte. Eres de las que escogen siempre, por deber, el camino más estrecho y más difícil; no quiero, implorando tu compasión, darte un pretexto para sacrificarte más. No sabiendo vivir según la moral ordinaria, trato, por lo menos, de estar de acuerdo con la mía. Es en el momento en que uno rechaza todos los principios cuando conviene proveerse de escrúpulos. Había contraído contigo compromisos imprudentes y la vida se encargó de protestar: te pido perdón, lo más humildemente posible, no por dejarte, sino por haberme quedado tanto tiempo.

Lausanne,

31 agosto 1927 – 17 septiembre 1928

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