Alexis o El tratado del inútil combate (2 page)

BOOK: Alexis o El tratado del inútil combate
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Las grandes obras de Gide en las que, por fin, se trataba abiertamente del tema que me ocupa, no me eran conocidas más que de oídas; su efecto sobre Alexis consiste mucho menos en su contenido que en el revuelo que provocaron, en aquella especie de discusión pública que se organizó alrededor de un problema mantenido hasta entonces a puerta cerrada y que, ciertamente, me hizo más fácil abordar sin vacilaciones el mismo tema. Desde el punto de vista formal, la lectura de los primeros libros de Gide me fue utilísima al probarme que aún era posible emplear una forma puramente clásica de relato. Quizás, si no, me hubiera parecido demasiado exquisita o anticuada. Me evitó caer en la trampa de la novela propiamente dicha, cuya composición exige de su autor una variedad de experiencia humana y literaria de la que yo carecía en aquella época. Lo que digo no tiene por objeto reducir la importancia de la obra del gran escritor, que fue también un gran moralista, y aún menos separar a este Alexis, escrito al margen de la moda por una mujer de veinticuatro años, de otras obras contemporáneas de intención más o menos semejante, sino al contrario, aportarles el apoyo de una confidencia espontánea y de un testimonio auténtico. Algunos temas se respiran en el aire de un tiempo; también están en la trama de una vida.

M.Y., 1963

Esta carta, amiga mía, será muy larga. He leído con frecuencia que las palabras traicionan al pensamiento, pero me parece que las palabras escritas lo traicionan todavía más. Ya sabes lo que queda de un texto después de dos traducciones sucesivas. Y además, no sé cómo arreglármelas. Escribir es una elección perpetua entre mil expresiones de las que ninguna me satisface y, sobre todo, no me satisface sin las demás. Yo debería saber, sin embargo, que sólo la música permite la coordinación de los acordes. Una carta, incluso la más larga, nos obliga a simplificar lo que no debieras simplificarse: ¡nos expresamos siempre con tan poca claridad cuando tratamos de hacerlo de una forma completa! Yo quisiera hacer aquí un esfuerzo, no sólo de sinceridad, sino también de exactitud; estas páginas contendrán muchas tachaduras: ya las contienen. Lo que yo te pido (lo único que puedo aún pedirte) es que no saltes ninguna de estas líneas que me habrán costado tanto. Si es difícil vivir, es aún mucho más penoso explicar nuestra vida.

Quizás hubiera hecho mejor en no marcharme sin decir nada, como si me diera vergüenza o como si tú hubieras comprendido. Debería habértelo explicado en voz baja, muy lentamente, en la intimidad de una habitación, en esa hora sin luz en que se ve tan poco que casi nos atrevemos a confesarlo todo. Pero te conozco, amiga mía. Eres muy buena. En un relato como éste hay algo lastimero que te hubiera podido inducir a enternecerte; por haberte compadecido de mí, creerías haberme comprendido. Te conozco. Hubieras querido ahorrarme lo que tiene de humillante una explicación tan larga; me hubieras interrumpido demasiado pronto y, a cada frase, yo hubiera tenido la debilidad de esperar que me interrumpieras. También tienes otra cualidad (un defecto, quizás) de la que hablaré más adelante y de la que no quiero abusar más. Soy demasiado culpable para contigo y tengo que obligarme a establecer una distancia entre tu compasión y yo.

No se trata de mi arte. No acostumbras a leer los periódicos, pero amigos comunes han debido informarte de lo que llaman «mis éxitos», lo que viene a decir que mucha gente me alaba sin haberme oído y otros sin comprenderme. No se trata de eso. Se trata de algo no en verdad más íntimo (¿puede haber algo más íntimo que mi obra?) pero que me parece más íntimo porque lo he mantenido escondido. Sobre todo, se trata de algo más miserable. Pero ya lo ves: vacilo. Cada palabra que escribo me aleja un poco más de lo que yo quisiera expresar; esto prueba únicamente que me falta valor. También me falta sencillez. Siempre me ha faltado. Pero la vida tampoco es sencilla y no es mía la culpa. Lo único que me decide a continuar es la certeza de que no eres feliz. Nos hemos mentido tanto y hemos sufrido tanto con nuestras mentiras que no arriesgamos gran cosa tratando de encontrar la curación en la sinceridad.

Mi juventud, mi adolescencia más bien, fue absolutamente pura o lo que la gente conviene en llamar así. Sé que una afirmación semejante siempre se presta a sonrisas, porque prueba generalmente falta de clarividencia o falta de franqueza. Pero creo no equivocarme y estoy seguro de no mentir. Estoy seguro, Mónica. Yo era, a los dieciséis años, como tú deseas sin duda que sea Daniel a esa edad y déjame decirte que estás equivocada al desear una cosa así. Estoy persuadido de que es malo exponerse tan joven a tener que relegar toda la perfección de la que uno fue capaz entre los recuerdos de su más lejano pasado. El niño que yo fui, el niño de Woroïno, ya no existe, y toda nuestra existencia tiene por condición la infidelidad para con nosotros mismos. Es peligroso que nuestros mismos fantasmas sean precisamente los mejores, los más queridos, aquellos que más añoramos. Mi infancia está tan lejos de mí como la ansiedad de las vísperas de fiesta o como el entumecimiento de esas tardes demasiado largas en las que permanecemos sin hacer nada, pero deseando que ocurra algo. ¿Cómo puedo esperar recuperar aquella paz, si ni siquiera sabía darle un nombre? La he apartado de mí al darme cuenta de que no era todo mi «yo». Tengo que confesar enseguida que apenas estoy seguro de añorar esa ignorancia que llamamos paz.

¡Qué difícil es no ser injusto con uno mismo! Te decía antes que mi adolescencia había transcurrido sin turbaciones. Así lo creo. Me he inclinado con frecuencia sobre aquel pasado un poco pueril y tan triste. He tratado de recordar mis pensamientos, mis sensaciones, más íntimas que mis pensamientos y hasta mis sueños. Los he analizado para ver si descubría en ellos algún significado inquietante que se me hubiera escapado entonces y para estar seguro de no haber confundido la ignorancia del espíritu con la inocencia del corazón. Ya conoces los estanques de Woroïno: dices que parecen grandes pedazos de cielo gris caídos sobre la tierra, que se esforzarán por regresar en forma de niebla. De niño me daban miedo. Comprendía ya que todas las cosas tienen su secreto, los estanques como todo lo demás, que la paz, como el silencio, es sólo una superficie y que el peor de los engaños es el de la tranquilidad. Mi infancia, cuando la recuerdo, se me aparece como una idea de quietud al borde de una gran inquietud que sería después toda mi vida. Estoy pensando en algunas circunstancias, demasiado poco importantes para contarlas, en las que entonces no me fijé, pero en las que distingo ahora los primeros toques de alarma (estremecimientos de la carne y estremecimientos del corazón), como ese soplo de Dios del que hablan las Escrituras. Hay ciertos momentos de nuestra existencia en que somos, de manera inexplicable y casi aterradora, lo que llegaremos a ser más tarde. ¡Me parece, amiga mía, haber cambiado tan poco! El olor de la lluvia entrando por una ventana abierta, un bosque de álamos bajo la bruma, una música de Cimarose que las viejas señoras me hacían tocar porque, imagino, les recordaba su juventud, incluso una clase particular de silencio que no he encontrado más que en Woroïno, bastan para borrar tantos pensamientos, tantos acontecimientos y penas que me separan de la infancia. Casi podría admitir que el intervalo no ha durado ni una hora, que sólo se trata de uno de esos períodos de semisueño en los que yo caía con frecuencia en aquella época, durante los cuales la vida y yo no teníamos tiempo apara modificarnos mucho. Sólo tengo que cerrar los ojos: todo está exactamente igual que entonces. Me encuentro, como si nunca me hubiera dejado, con aquel muchacho tímido, muy dulce, que no creía tener que ser compadecido y que se me parece tanto que sospecho, injustamente quizás, que pudo parecérseme en todo.

Me contradigo, ya lo veo. Sin duda ocurre como con los presentimientos, uno se figura haberlos tenido porque hubiera debido tenerlos. La consecuencia más cruel de lo que esforzaré en llamar nuestras culpas (aunque solo sea para amoldarnos al uso) es que contaminan hasta el recuerdo del tiempo en que no has habíamos cometido. Esto es, precisamente, lo que me inquieta; porque, en fin, si me equivoco, no puedo saber en qué, y nunca decidiré si mi inocencia de entonces era menor de lo que yo antes aseguraba o bien si soy ahora menos culpable de lo que pienso.

No necesito decirte que éramos muy pobres. Hay algo patético en los apuros económicos de las viejas familias nobles, que parecen continuar viviendo sólo por fidelidad. Sin duda me preguntarás a qué: a la casa, supongo, a los antepasados o simplemente a lo que en otros tiempos han sido. La pobreza, Dios mío, no tiene mucha importancia para un niño; tampoco la tenía para mi madre ni para mis hermanas, porque todo el mundo nos conocía y nadie nos creía más ricos de lo que éramos. Aquellos ambientes tan cerrados de entonces tenían esas ventajas: consideraban menos lo que eras que lo que habías sido. El pasado, por poco que uno piense, es algo infinitamente más estable que el presente, por lo que parece de una consecuencia mucho mayor. No nos prestaban más atención de la que nos hacía falta; lo que estimaban en nosotros era un cierto capitán general, que vivió en época muy remota, de la que nadie, siglo más o menos, recordaba la fecha. Me doy cuenta también de que la fortuna de mi abuelo y las distinciones obtenidas por mi bisabuelo eran a nuestros ojos unos hechos mucho más importantes, incluso mucho más reales que nuestra propia existencia. Esta forma anticuada de ver las cosas te hará probablemente sonreír. Reconozco que se pueden ver de otra forma completamente opuesta y también razonable, pero, en fin, aquella nos ayudaba a vivir. Como nada podía impedir que fuéramos los descendientes de aquellos personajes casi legendarios, nada podía impedir tampoco que continuaran honrándolos en nosotros; eran la única parte de nuestro patrimonio verdaderamente inalienable.

Nadie nos reprochaba tener menos dinero ni menos crédito del que ellos habían tenido. Era natural. Querer igualarnos a aquellas gentes célebres hubiera tenido no sé qué de inoportuno, como una ambición fuera de lugar.

El coche que nos llevaba a la iglesia hubiera parecido anticuado en cualquier otro sitio que no fuera Woroïno, pero pienso que allí, un coche nuevo hubiera chocado mucho más y si los vestidos de mi madre duraban demasiado tiempo, nadie se daba cuenta. Nosotros, los Gera, no éramos, por así decirlo, más que el final de un linaje en aquel viejísimo país de Bohemia del Norte. Hubiera podido creerse que nosotros no existíamos, que unos personajes invisibles, pero mucho más imponentes, continuaban llenando con su imagen los espejos de nuestra casa. No pienses que trato de ser efectista, sobre todo al final de una frase, pero podría decirse que en las viejas familias nobles son los vivos los que parecen la sombra de los muertos.

Tienes que perdonarme por entretenerme tanto hablando de ese Woroïno de antaño, porque lo he querido mucho. Es una debilidad, no lo dudo, y no deberíamos encariñarnos con nada, por lo menos de una forma especial. Y no es que allí fuéramos muy felices; al menos, la alegría no habitaba en nuestra casa. No creo recordar ninguna risa, ni siquiera una risa de jovencita que no fuera una risa apagada. No se acostumbra a reír mucho en las viejas familias. Terminamos incluso por acostumbrarnos a hablar sólo en voz baja, como si temiéramos despertar recuerdos que deben dormir en paz. Pero tampoco éramos desgraciados y debo decir también que nunca oí llorar; sólo que éramos un poco tristes. Dependía de nuestro carácter más que de las circunstancias y todo el mundo, alrededor mío, admitía que se puede ser feliz sin dejar de estar triste.

La casa era entonces igual que ahora: blanca, toda columnas y ventanas, de un gusto francés que prevaleció en la época de Catalina, pero entonces estaba mucho más desvencijada que hoy, puesto que fue reparada gracias a ti, cuando nos casamos. No te será difícil imaginar cómo estaba entonces: recuerda el estado en que se encontraba cuando viniste por primera vez. Seguramente no fue construida para vivir en ella una vida monótona, supongo que la mandó construir alguno de mis abuelos con ansias de lujo, para organizar en ella fiestas (en los tiempos en que se organizaban fiestas). Todas las casas del siglo dieciocho son así: parecen haber sido construidas para recibir a los invitados y nosotros somos como visitantes que se encuentran incómodos. Por más que hiciéramos, aquella casa era demasiado grande y siempre hacía demasiado frío. Creo también que no era muy sólida y es cierto que la blancura de las casas como la nuestra, tan desolada bajo la nieve, nos hace pensar en la fragilidad. Se comprende que fueron concebidas para países de clima mucho más cálido y por gentes que se tomaban la vida con más tranquilidad. Pero ahora sé que esta casa de apariencia frágil, que parece haber sido hecha para resistir sólo un verano, durará infinitamente más que nosotros, y quizás más que toda nuestra familia. Puede que algún día vaya a parar a manos extrañas; le será indiferente, porque las casas tienen su vida particular que nosotros no entendemos y la nuestra les importa muy poco.

Vuelven a mi memoria unos rostros serios, un poco cansados, rostros pensativos de mujeres en unos salones demasiado claros. Aquel antepasado del que antes te hablaba, había querido que las habitaciones fueran espaciosas para que la música sonara en ellas mejor. Le gustaba la música. En mi familia no se hablaba de él con frecuencia; preferían no decir nada; se sabía que había dilapidado una gran fortuna y quizás le guardaban rencor por ello o bien había algo más. Después venía mi abuelo; se había arruinado en la época de la reforma agraria; era liberal; tenía ideas que podían haber sido muy buenas, pero que lo habían empobrecido y la gestión de mi padre también fue deplorable. Mi padre murió joven. Lo recuerdo muy poco; sé que era severo con nosotros, como lo son a veces las personas que se reprochan no haberlo sido con ellas mismas. Naturalmente, esto es sólo una suposición y yo no sé nada en realidad, acerca de mi padre.

Me he dado cuenta de una cosa, Mónica: dicen que en las casas viejas siempre hay algún fantasma; yo nunca vi ninguno y, sin embargo, era un niño miedoso. Quizás comprendiese ya que los fantasmas son invisibles porque los llevamos dentro. Pero lo que hace que las casas viejas nos resulten inquietantes no es que haya fantasmas, sino que podría haberlos.

Creo que aquellos años de infancia han determinado mi vida. Aunque tengo otros recuerdos más cercanos, más diversos, quizás mucho más definidos, parece como si esas impresiones nuevas, al ser menos monótonas, hubieran tenido menos tiempo para dejar huella en mí. Todos somos distraídos porque tenemos nuestros sueños; sólo la continua repetición de las cosas termina por impregnarnos de ellas. Mi infancia fue solitaria y silenciosa; me hizo tímido y por consiguiente, taciturno.

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